TEMA 22: EUCARISTÍA (2).

Continuación de Eucaristía (1).

Por Juan María Gallardo.

La dimensión sacrificial de la Santa Misa

La Santa Misa es sacrificio en un sentido propio y singular, ‘nuevo’ respecto a los sacrificios de las religiones naturales y a los sacrificios rituales del Antiguo Testamento: es sacrificio porque la Santa Misa re-presenta (= hace presente), en el hoy de la celebración litúrgica de la Iglesia, el único sacrificio de nuestra redención, porque es su memorial y aplica su fruto (cf. Catecismo, 1362-1367). La Iglesia cada vez que celebra la Eucaristía está llamada a acoger el don que Cristo le ofrece y, por tanto, a participar en el sacrificio de su Señor, ofreciéndose con Él al Padre por la salvación del mundo. Se puede, por tanto, afirmar que la Santa Misa es sacrificio de Cristo y de la Iglesia.

Presentación de tema 22: Eucaristía (2)

Por tanto, cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, por la consagración del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, se hace presente la misma Víctima del Gólgota, ahora gloriosa; el mismo Sacerdote, Jesucristo; el mismo acto de oferta sacrificial —la oferta primordial de la Cruz—inseparablemente unido a la presencia sacramental de Cristo; oferta siempre actual en Cristo resucitado y glorioso. Sólo cambia la manifestación externa de esta entrega: en el Calvario, mediante la pasión y muerte de Cruz; en la Misa, a través del memorial-sacramento: la doble consagración del pan y del vino en el contexto de la Plegaria Eucarística —imagen sacramental de la inmolación de la Cruz—.

La Eucaristía, sacrificio de Cristo y de la Iglesia

La Santa Misa es sacrificio de Cristo y de la Iglesia, porque cada vez que se celebra el Misterio Eucarístico, ella, la Iglesia, participa en el sacrificio de su Señor, entrando en comunión con Él —con su oferta sacrificial al Padre— y con los bienes de la redención que Él nos ha obtenido. Toda la Iglesia ofrece y es ofrecida en Cristo al Padre por el Espíritu Santo. Así lo afirma la tradición viva de la Iglesia, tanto en los textos de la liturgia como en las enseñanzas de los Padres y del Magisterio (cf. Catecismo, 1368-1370). El fundamento de esta doctrina se encuentra en el principio de unión y cooperación entre Cristo y los miembros de su Cuerpo, claramente expuesto por el Concilio Vaticano II: «En esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia» (SC 7).

La participación de la Iglesia —el Pueblo de Dios, jerárquicamente estructurado— en la oferta del sacrificio eucarístico, está legitimada por el mandato de Jesús. Como testimonian los textos de la liturgia eucarística, los fieles no son simples espectadores de un acto de culto realizado por el sacerdote celebrante; todos ellos pueden y deben participar en la oferta del sacrificio eucarístico, porque en virtud del bautismo han sido incorporados a Cristo y forman parte de la «estirpe elegida, del sacerdocio real, de la nación santa, del Pueblo que Dios ha adquirido» (1 Pt 2,9); es decir, del nuevo Pueblo de Dios en Cristo, que Él mismo sigue reuniendo en torno a sí, para que de un confín al otro de la tierra ofrezca a su nombre un sacrificio perfecto (cf. Mal 1,10-11). Ofrecen no sólo el culto espiritual del sacrificio de las propias obras y de su entera existencia, sino también —en Cristo y con Cristo— la Víctima pura, santa e inmaculada. Todo esto comporta el ejercicio del sacerdocio común de los fieles en la Eucaristía.

La Iglesia, en unión con Cristo, no sólo ofrece el sacrificio eucarístico, sino también es ofrecida en Él, pues como Cuerpo y Esposa está inseparablemente unida a su Cabeza y a su Esposo. La misma liturgia eucarística no deja de expresar la participación de la Iglesia, bajo el influjo del Espíritu Santo, en el sacrificio de Cristo: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo Cuerpo y un solo Espíritu. Que Él nos transforme en ofrenda permanente…». De modo semejante se pide en la Plegaria Eucarística IV: «Dirige tu mirada sobre esta Víctima que Tú mismo has preparado a tu Iglesia, y concede a cuantos compartimos este Pan y este Cáliz, que, congregados en un solo Cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo Víctima viva para alabanza de tu gloria».

La participación de los fieles consiste ante todo en unirse interiormente al sacrificio de Cristo, hecho presente sobre el altar gracias al ministerio del sacerdote celebrante. La doctrina que hemos enunciado tiene una importancia fundamental para la vida cristiana. Todos los fieles están llamados a participar en la Santa Misa poniendo en ejercicio su sacerdocio real, es decir, con la intención de ofrecer la propia vida sin mancha de pecado al Padre, con Cristo, Víctima inmaculada, en sacrificio espiritual-existencial, restituyéndole con amor filial y en acción de gracias todo lo que de Él han recibido. Los fieles deben procurar que la Santa Misa sea realmente centro y raíz de su vida interior, ordenando hacia ella todo su día, el trabajo y todas sus acciones. Esta es una manifestación capital del «alma sacerdotal».

Fines y frutos de la Santa Misa

La Santa Misa, en cuanto es re-presentación sacramental del sacrificio de Cristo, tiene los mismos fines que el sacrificio de la Cruz. Estos fines son: el fin latréutico —alabar y adorar a Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo—; el fin eucarístico —dar gracias a Dios por la creación y la redención—; el propiciatorio —desagraviar a Dios por nuestros pecados—; y el impetratorio —pedir a Dios sus dones y sus gracias—. Esto se expresa en las diversas oraciones que forman parte de la celebración litúrgica de la Eucaristía, especialmente en el Gloria, en el Credo, en las diversas partes de la Anáfora o Plegaria Eucarística —Prefacio, Sanctus, Epíclesis, Anámnesis, Intercesiones, Doxología final—, en el Padre Nuestro, y en las oraciones propias de cada Misa: Oración Colecta, Oración sobre las ofrendas, Oración después de la Comunión.

Por frutos de la Misa se entienden los efectos que la virtud salvífica de la Cruz, hecha presente en el sacrificio eucarístico, genera en los hombres cuando la acogen libremente, con fe, esperanza y amor al Redentor. Estos frutos comportan esencialmente un crecimiento en la gracia santificante y una más intensa conformación existencial con Cristo, según el modo específico que la Eucaristía nos ofrece. Tales frutos de santidad no se determinan idénticamente en todos los que participan en el sacrificio eucarístico; serán mayores o menores según la inserción de cada uno en la celebración litúrgica y en la medida de su fe y devoción. Por tanto, participan de manera diversa de los frutos de la Santa Misa: toda la Iglesia; el sacerdote que celebra y los que, unidos con él, concurren a la celebración eucarística; los que, sin participar a la Misa, se unen espiritualmente al sacerdote que celebra; y aquellos por quienes la Misa se aplica, que pueden ser vivos o difuntos. Cuando un sacerdote recibe una oferta para que aplique los frutos de la Misa por una intención, queda gravemente obligado a hacerlo.

La Eucaristía, Banquete Pascual de la Iglesia

La Santa Comunión, ordenada por Cristo, forma parte de la estructura fundamental de la celebración de la Eucaristía. Sólo cuando Cristo es recibido por los fieles como alimento de vida eterna alcanza plenitud de sentido su hacerse alimento para los hombres, y se cumple el memorial por Él instituido. Por esto la Iglesia recomienda vivamente la comunión sacramental a todos aquellos que participen en la celebración eucarística y posean las debidas disposiciones para recibir dignamente el Santísimo Sacramento. Cuando Jesús prometió la Eucaristía afirmó que este alimento no es sólo útil, sino necesario: es una condición de vida para sus discípulos. En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6,53).

Comer es una necesidad para el hombre. Y, como el alimento natural mantiene al hombre en vida y le da fuerzas para caminar en este mundo, de modo semejante la Eucaristía mantiene en el cristiano la vida en Cristo, recibida con el bautismo, y le da fuerzas para ser fiel al Señor en esta tierra, hasta la vuelta al Padre del Cielo. La Comunión, por tanto, no es un elemento que puede ser añadido arbitrariamente a la vida cristiana; no es necesaria sólo para algunos fieles especialmente comprometidos en la misión de la Iglesia, sino que es una necesidad vital para todos: puede vivir en Cristo y difundir su Evangelio sólo quien se nutre de la vida misma de Cristo. El deseo de recibir la Santa Comunión debería estar siempre presente en los cristianos, como permanente debe ser la voluntad de alcanzar el fin último de nuestra vida. Este deseo de recibir la Comunión, explícito o al menos implícito, es necesario para alcanzar la salvación.

El ministro ordinario de la Santa Comunión es el obispo, el presbítero y el diácono. Ministro extraordinario permanente es el acólito. Pueden ser ministros extraordinarios de la comunión otros fieles a los que el Ordinario del lugar haya dado la facultad de distribuir la Eucaristía, cuando se juzgue necesario para la utilidad pastoral de los fieles y no estén presentes un sacerdote, un diácono o un acólito disponibles. «No está permitido que los fieles tomen la hostia consagrada ni el cáliz sagrado ‘por sí mismos, ni mucho menos que se lo pasen entre sí de mano en mano’». A propósito de esta norma es oportuno considerar que la Comunión tiene valor de signo sagrado; este signo debe manifestar que la Eucaristía es un don de Dios al hombre; por esto, en condiciones normales, se deberá distinguir, en la distribución de la Eucaristía, entre el ministro que dispensa el Don, ofrecido por el mismo Cristo, y el sujeto que lo acoge con gratitud, en la fe y en el amor.

Fragmento del texto original de Tema 22: Eucaristía (2).

  • (1) Libro electrónico «Síntesis de la fe católica», que aborda algunas de las principales verdades de la fe. Son textos preparados por teólogos y canonistas con un enfoque primordialmente catequético, que remiten a la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia Católica, las enseñanzas de los Padres y el Magisterio.

TEMA 22: EUCARISTÍA (2).

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