MEDIACIÓN MATRIMONIAL EN SITUACIONES DE CRISIS.

Por Juan María Gallardo.

  1. Cuando se cortó definitivamente el diálogo

Hace ya algunos años, en una charla para matrimonios, escuché al profesor David Isaacs expresar l siguiente idea: -«Mientras se tiren los platos y se griten, los problemas entre los cónyuges pueden arreglarse. La cuestión llegará a ser mucho más grave cuando dejen de hablarse».

Mientras haya diálogo hay posibilidad de resolver los conflictos: sin comunicación la solución no podrá ser posible.

Puede ser que «un silencio temporal» por parte de uno de ellos, sirva para que el otro recapacite y reflexiones sobre la gravedad de la cuestión. Pero, si se llegara a la indiferencia y a la incomunicación total, deberán encontrar las herramientas para conseguir reanudar el diálogo.

Particularmente en estas circunstancias, el papel de un mediador puede llegar a convertirse en un medio idóneo para que los cónyuges vuelvan a tratarse

La figura de un tercero imparcial puede ser muy beneficioso cuando los cónyuges no quieren escuchar razones y se encuentran completamente cerrados. El mediador puede ayudar a que se escuchen y a que sean razonables

  1. Misión o función del mediador

La función de quien procura mediar en un conflicto matrimonial es ayudar a los cónyuges a encontrar el modo de resolver sus problemas de un modo justo. El mediador buscará el bien de ambos y el de la familia. 

Habitualmente intentará que los cónyuges consigan perdonarse mutuamente y retomen la convivencia familiar, si es que ya se han separado. En algunas circunstancias, el bien de los cónyuges y de la misma familia reclamará una pacífica separación. Recuerdo el caso en el que uno de ellos padecía una esquizofrenia aguda y, el otro —como consecuencia de una auténtica «persecución»— ya había perdido más de 30 kg. de peso, lo que le suponía un peligro grave para su salud. También para los hijos este clima familiar era destructivo.

El mediador intentará que los cónyuges no tomen decisiones precipitadas que puedan afectar definitivamente la relación matrimonial. El tiempo puede convertirse en un buen aliado para la resolución de los conflictos. El tiempo puede ayudar, a cada uno, a pensar más detenida y desapasionadamente en las causas que motivaron la disputa. El tiempo puede ayudar a ver las cosas con cierta perspectiva y a proyectarse hacia el futuro. El tiempo puede ayudar, también, a que cicatricen las heridas.

  1. Un perfil de un mediador

Es sumamente conveniente que todas las personas tengan un comportamiento éticamente plausible

Existen profesiones y oficios en los que, el comportamiento personal extra laboral, puede tener muy poca influencia en relación con aquella tarea. Existen profesiones y oficios que, por estar directamente vinculado a otras personas exigen una conducta recta. La función de mediador, es de este último tipo de profesiones. 

Para un mediador, su formación filosófico-antropológica es importante. Respuestas a interrogantes como: ¿quién es el hombre?, ¿cuál es su sentido en la tierra?, ¿cuál es su destino?, ¿cuál es la regla moral de su corazón?, ¿qué es la libertad?, etc., son temas que no pueden dejar de influir a la hora de aconsejar u orientar.

Un mediador matrimonial tiene que tener un conocimiento y un juicio lo más cercano a la realidad intrínseca del matrimonio y de la familia. La formación en los valores es fundamental para el mediador.

Lo dicho anteriormente podrá también aplicarse a un juez, un maestro, un psicólogo, etc. Distinto es el caso de un artista o de un técnico, que pueden realizar obras buenas en pésimas condiciones éticas. Es verdad que «un médico enfermo puede curar» —en el sentido de que una persona puede recomendar lo que no cree o no vive personalmente—; pero, obviamente, conviene que no sólo conozca «la verdad» sino que, también, la practique.

El oficio de mediador tiene algo —o todo, depende de la persona— de vocacional. Como otras muchas profesiones está orientada al servicio y a la ayuda de los demás.

A. Virtudes del mediador

Todos los hombres deben orientarse al conocimiento de la verdad y a vivir conforme a ella. La finalidad del hombre es la felicidad. Este precioso bien no se alcanza sino con esfuerzo, con el esfuerzo que supone conseguir que las buenas acciones se conviertan en hábito, en una cualidad estable del alma.

Los griegos fueron los primeros en estudiar filosóficamente las virtudes; Aristóteles es su mejor exponente. El filósofo afirma que cuatro son las virtudes que orientan el buen obrar del hombre: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. La prudencia perfecciona el entendimiento para que elija los medios adecuados para alcanzar un fin. La justicia inclina la voluntad para que dé a cada uno lo que le corresponde. La fortaleza preserva del temor sin caer en la temeridad y la templanza modera las pasiones y los sentidos. 

Las virtudes no son «un verso suelto»; se encuentran interconectadas entre sí, en cada hombre o mujer. Forman un tejido único, en el que se entrelazan y se apoyan, residiendo en la unidad de una persona concreta. Por este motivo, difícilmente un hombre podrá ser «justo» si se ha dejado llevar por conductas desarregladas que han generado un auténtico vicio.

Con la aclaración antedicha, podemos decir que las dos primeras —la prudencia y la justicia— son especialmente necesarias para el mediador. A continuación trataremos éstas y algunas otras virtudes que consideramos importantes para el ejercicio de la profesión de mediador matrimonial.

B. La prudencia

La prudencia tiene por misión regular y dirigir el obrar. El hombre prudente es el que ve desde lejos y se proyecta hacia adelante; sabe proveer los medios para alcanzar lo fines que se ha propuesto y prevé las consecuencias de sus actos. Es perspicaz, objetivo para lo inesperado y hábil para conjeturar. Puede actuar prudentemente por que posee el conocimiento adecuado y por que se sabe cómo aplicarlo «aquí y ahora» en las diversas circunstancias. 

Aristóteles afirma que la prudencia es auriga virtutum, es la que conduce a las demás virtudes; de alguna manera, éstas dependen de ella. Es fundamental que un mediador sepa encontrar los medios más aptos para poder aportar soluciones a los problemas conyugales que se le presenten. 

Las diferentes circunstancias de los diversos casos impedirán que se puedan aplicar recetas pre-establecidas. A fin de adquirir la prudencia se requiere, ante todo, tener los conocimientos necesarios para el ejercicio de la función que ha de desarrollarse: una decisión prudente supone formación. El hombre prudente sabrá reconocer su ignorancia y, por este motivo, cuando lo necesite, estudiará los asuntos, los meditará, o pedirá consejo a quien se lo pueda dar.

La persona prudente cultivará una buena memoria y agudeza mental. La buena memoria le dará experiencia y capacidad para sopesar y dar un justo valor a las cosas y a los acontecimientos pasados. Tampoco basta la experiencia sola. Además del conocimiento general, objetivo y abstracto de la cuestión, se necesita lucidez para poder «aplicarlo» a la situación presente. La precaución o cautela, la capacidad para matizar y el respeto, el modo o la delicadeza para presentar las posibles soluciones serán habilidades que deberá manejar un buen mediador.

C. La justicia

Justo es el hombre que, de un modo habitual —de un modo firme y permanente— sabe conceder a cada uno lo que le corresponde, lo que al otro le es debido; o sea, su derecho, lo justo. Justicia es una capacidad que permite vivir «en la verdad» respecto al otro. La alteridad es una nota que caracteriza a la justicia; las relaciones que genera son siempre bilaterales. Dijimos que es una virtud que reside en la voluntad. Por este motivo, no llamamos justo al que «conoce» lo recto o lo bueno, sino al que «lo vive». La justicia se funda en la prudencia pues debe ajustarse a la realidad concreta. La justicia se vincula con lo práctico y se traduce en actos. 

El vivir de un modo «justo» instala a la persona en su camino o vocación y en su misión; la injusticia atenta contra la misma esencia de la dignidad humana. Difícilmente se pueda llegar a ser justo y equitativo si no se fomentan otras virtudes, como por ejemplo: la sinceridad, la lealtad, la fidelidad, la generosidad, la entrega, la solidaridad, etc. El hombre justo, de un modo natural, genera concordia, armonía, seguridad, paz… en el plano personal y en el social. La equidad es la justicia aplicada de forma prudente a una situación o a un caso concreto.

Puede ser importante recordar que un mediador no es un juez. El juez hace justicia cuando dicta sentencia. No es ésta la misión del mediador, que procura acercar a las partes e iluminarlas para que encuentren una solución justa. Es sumamente conveniente que, tanto el juez como el mediador, sean hombres justos. Es verdad que puede darse el caso de que, aún siendo individual o personalmente injustos —lo hemos dicho—, puedan «hacer justicia» u orientar a ella; pero también es verdad que: «el que no vive como piensa termina pensando como vive».

D. Ética profesional, fidelidad o lealtad

Leal es la persona que actúa con fidelidad y responsabilidad en el cumplimiento de sus promesas, compromisos u obligaciones para con quienes han confiado en ella, por tratarse —justamente— de alguien confiable. La lealtad indica una cualidad interior de rectitud y franqueza a la palabra dada, a las personas e instituciones y, también, al propio honor personal. Expresa una adhesión particular a otro. Inclina la voluntad a cumplir con rectitud de intención, sinceridad y exactitud, las promesas hechas.

La ética de un profesional debe estar impregnada de lealtad y fidelidad para con quienes han depositado en él su confianza. En el caso del mediador matrimonial el bien que se encuentra en peligro puede ser el futuro y la felicidad de los cónyuges. Ellos, de alguna manera, ponen en manos del mediador su intimidad y, muchas veces, le confiarán parte del tesoro más sagrado de su ser personal.

Al mediador se le exigirá veracidad en el lenguaje —un tema que abordaremos más adelante—, integridad en su comportamiento y una «participación activa» en la responsabilidad que se le confía. La fidelidad, como el amor, es operativa y «creadora»: mueve a obrar; y a obrar de un modo determinado: a obrar con lealtad y todo lo que eso significa. 

La virtud de la fidelidad lleva a la superación del individualismo y engendra lazos. El hombre fiel y leal se sabe vinculado a su responsabilidad a pesar de la prueba del tiempo y de los obstáculos –interiores o exteriores- que puedan inclinar su voluntad a ceder o a cambiar de propósito. 

Nos hemos declarado partidarios de la ubicación de la mediación como una verdadera vocación. En el cumplimiento de su función, el mediador no sólo deberá ser fiel a su compromiso con los cónyuges, también podrá —muchas veces— iluminarlos respecto del compromiso que ellos adquirieron el día que tomaron la decisión formal de unirse hasta que la muerte los separe.

La persona que adquiere libremente un compromiso, se impone —libremente también— el deber de cumplir las obligaciones que asumió. La libertad tiene que ejercitarse con responsabilidad —con fidelidad— para que sea constructiva y justa. Los irracionales no son capaces de proyectar su futuro; sólo el hombre puede prometer y manifestar así la soberanía de su inteligencia sobre sus instintos, pasiones o impulsos. 

Es muy importante que el mediador conozca y viva lo antedicho en el cumplimiento de sus responsabilidades. Además, en muchos casos, el mediador llegará a convertirse en maestro o educador, pues las circunstancias le reclamarán que —con prudencia— recuerde a los cónyuges cuáles son sus responsabilidades de padres, esposos —yerno o nuera, amigo, miembro de una sociedad, etc.— y vivan conforme a ellas.  

La fidelidad y la lealtad son cualidades indispensables para la convivencia humana: una infidelidad total, una deslealtad absoluta —al igual que la mentira como modus vivendi— «traerían el infierno a la tierra», harían imposible establecer un orden social.

También es indispensable que, en el matrimonio, los esposos vivan de acuerdo a su compromiso de amarse. —Sabido es que el amor más que en el sentimiento reside en la voluntad. El amor matrimonial debe buscar principalmente el bien del cónyuge; y será este empeño, este esfuerzo, el camino para encontrar la propia felicidad—.

El amor tiende, por esencia, al establecimiento de una relación personal; cuanto más íntima sea esta relación, más profundo será el deber de fidelidad. La fidelidad encuentra su fundamento —su sostén y su impulso— en el amor —en el amor a Dios, a la patria, al cónyuge, al prójimo, al paciente, al cliente…—. 

La fidelidad también está vinculada a la idea de vocación, pues debe orientar y dirigir las personales acciones. Por este motivo, y como consecuencias, la lealtad está íntimamente relacionada con la felicidad y con la plena realización personal. —La mentira, el engaño, la traición o deslealtad, etc., habitualmente van de la mano de la tristeza, de la angustia y del fracaso—.

E. Honradez, veracidad y sinceridad

El hombre es honrado cuando armoniza sus palabras con los hechos; cuando es como se debe ser y actúa como se debe actuar. El hombre honorable es «un hombre de palabra» que, lógicamente, genera confianza. 

Esta coherencia básica confiere a la persona su condición de auténtica. Etimológicamente considerado, auténtico es aquél que tiene las riendas de su ser y es coherente y enriquecedor con su modo de ser estable y sincero. Desde una perspectiva ética, auténtico es aquél que vive de acuerdo a una conciencia formada en los valores y en la verdad. La autenticidad es: fidelidad al propio ser y justicia para con los demás. La verdadera autenticidad depende de las buenas opciones que se realicen o de las elecciones, por el bien, que se hagan.

El hombre honrado no es falso ni tiene varias caras; posee una sólida personalidad y tiene unidad de vida; es franco, íntegro y cabal con los demás. La persona honrada es sencilla, sabe reconocer sus errores y rectificar cuando debe hacerlo. La labor de mediar es tan delicada como lo son los problemas matrimoniales, por ello reclama una persona honrada, veraz y sincera.

La sinceridad y la veracidad son cualidades que orientan a la persona a buscar la verdad, a vivir conforme a ella y a manifestarla con palabras y obras. La mentira, el fraude o engaño, la actitud doble, falsa o hipócrita se oponen a la sinceridad y a la veracidad. Son conductas desintegradoras o deformadoras de la verdadera autenticidad de la persona. Estos errores o vicios deben ser especialmente superados por aquellos que ejercen la vocación de mediar en litigios conyugales.

Para ser —¡siempre!— sincero y veraz se necesita coraje —también, muchas veces, para ser honrado y leal—. Y, para ser sincero, es necesario ser humilde y sencillo. El amor a la verdad debe estar unido a la prudencia: no siempre será prudente decir la verdad. Algunas circunstancias —vivir la caridad o la justicia, por ejemplo— podrán determinar que —sin mentir, ya que no es éticamente bueno en ninguna circunstancia—, no sea conveniente decir alguna verdad. 

El mediador matrimonial muchas veces tiene que jugar el «vital» papel de amable componedor. Cuando los ánimos entre marido y mujer están exacerbados y enceguecidos, el mediador deberá encontrar la forma de recuperar la tranquilidad necesaria para que puedan comunicarse pacíficamente. Unos sentimientos hipersensibilizados pueden no tolerar algunas verdades. El mediador deberá encontrar los modos de matizar ciertas cuestiones. Sin mentir podrá omitir ciertos temas que, quizás más adelante, puedan ser tratados. La prudencia, una vez más, determinará cómo afrontar cada una de las partes o asuntos que componen el problema o los problemas que llevaron a la crisis.

F. Discreción, paciencia y comprensión

El mediador tiene la obligación de respetar la intimidad y la confianza que los cónyuges depositaron en él. La discreción y el secreto profesional se reclaman, de un modo particular, en este tipo de responsabilidad.

Los cónyuges tienen derecho a que el profesional guarde un prudente y respetuoso silencio sobre los temas que se han ventilado en la búsqueda de soluciones a los problemas matrimoniales.

La paciencia es parte de la virtud de la fortaleza; es aquella cualidad que confiere la capacidad de soportar los sufrimientos y las situaciones difíciles con buen ánimo. Junto con la paciencia, la tranquilidad, la serenidad y la «madurez» deben impregnar la conducta del mediador.

G. Responsabilidad y tono humano  

La responsabilidad en el desempeño del propio trabajo debería de ser una nota que caracterice a cualquier tipo de oficio: se trate de un trabajo intelectual o manual, en relación de dependencia o independiente, individual o grupal, estatal o privado. El mediador debe ser un hombre responsable, serio y maduro. En este sentido, su antítesis sería el hombre superficial, infantil, atolondrado, perezoso, etc.

Un mediador responsable, tiene una buena preparación profesional y tiene ilusión por mejorar y crecer en sus conocimientos y en la aplicación de los mismos. Esta responsabilidad llevará a estudiar los asuntos con la profundidad que exijan y se convertirá en el motor para llevar los casos a su fin, siempre que los cónyuges se lo permitan. La responsabilidad profesional evitará que se abandonen por desidia, desinterés o cansancio.

La responsabilidad, en cualquier profesión, reclama otras virtudes como: la laboriosidad, el orden, la puntualidad, el cuidado de los detalles, etc. Un profesional responsable tiene prestigio por su competencia y por la calidad de su trabajo.

Llamamos «tono humano» a los modales o las formas de comportarse o comunicarse con los demás. Tiene «categoría» o un buen tono humano quien es amable, cordial, delicado, ubicado, respetuoso, etc. Le falta tono humano al hombre antipático, al iracundo y malhumorado, al hosco o bruto, al tímido o a su contracara: el verborrágico, charlatán y pesado, etc. Será sumamente conveniente que el mediador sea un hombre —o una mujer— educado y con un buen tono humano.

H. Profesionalidad

Cuando ahora hablo de profesionalidad, quiero diferenciarla de la responsabilidad y referirme a una cuestión muy delicada: la necesaria prudencia en el involucramiento y la distancia que debe existir entre el mediador y los cónyuges.

Los problemas conyugales suelen conllevar un profundo dolor en uno o en ambos cónyuges. El mediador percibirá este dolor y, de alguna manera, con su oficio, procurará disminuirlo y encauzarlo. La vocación de mediar, lleva, necesariamente, a involucrarse con los casos y con las personas; pues no se trata de resolver un problema de matemáticas, ni de realizar un experimento en un laboratorio. Esta cercanía, este acompañamiento en la contradicción, puede generar una intimidad que produzca consuelo, contención y admiración. Como los afectos no son fáciles de manejar y pueden llevar al enamoramiento, el mediador deberá saber comportarse profesionalmente. 

Quien ha visto la película Proof of Live —Prueba de vida, con Meg Ryan y Russel Crowe— recordarán cómo, entre la mujer del hombre secuestrado y quien realiza la mediación con los secuestradores y —luego— el rescate, nace una relación muy particular y cercana. A quienes no la han visto no les contamos el desenlace, pero sí les decimos que ambos —la mujer y el profesional— supieron, al final, respetar sus responsabilidades afectivas y profesionales.

I. Visión trascendente o sobrenatural

Quienes, por su enfoque sobrenatural, tienen una visión trascendente de la vida, gozan de una perspectiva distinta de quienes no la tienen. De modos diferentes puede llamarse a las personas que poseen una perspectiva exclusivamente material de la vida. El hombre espiritual o de fe difiere del ateo o del agnóstico en virtud de su concepción de la realidad.

La creación en general y el matrimonio en particular tiene a Dios por autor. Dios instituyó el matrimonio y le dio su sentido, su finalidad y su ordenación intrínseca. Para muchos millones de personas, el matrimonio es —además— un sacramento que significa el misterio del amor de Jesucristo por su Iglesia.

La necesidad de mediar, la injusticia y la maldad tienen su origen en el pecado original, fruto amargo de la soberbia y de la desobediencia de nuestros primeros padres —Adán y Eva— a su Creador. En su número 1606 y en el siguiente, el Catecismo de la Iglesia Católica explica que la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Según la fe, este desorden que comprobamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del Creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia; la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra queda sujeta a los dolores del parto y a los esfuerzos para ganar el pan.

Quien se sabe hijo de Dios, ve al mismo Jesucristo en sus hermanos y trata de ser consecuente con esta verdad. Por éstas y otras muchísimas razones es muy conveniente que el hombre que cumple la fundamental tarea de la mediación matrimonial tenga su vida orientada al conocimiento de Dios y al cumplimiento de Su Voluntad. 

  1. El caso de infidelidad

Uno de los tristes motivos por los que los cónyuges pueden necesitar de un mediador para retomar el diálogo es la infidelidad. El descubrimiento de la infidelidad del cónyuge suele generar una fuerte crisis en el matrimonio.

Obviamente, para que un mediador entre en escena, el primer requisito será que ambos cónyuges acepten que aquella persona medie entre los dos. Diversas pueden ser las formas en que un mediador procure acercar a las partes. Desde mi personal perspectiva, pienso que lo primero que le convendría hacer es hablar, primero, con cada uno, por separado. Con estas conversaciones procurará comprender cuál es el núcleo del problema y cuáles son las disposiciones de los cónyuges para remediarlo.

A. Actitud del responsable

En el caso de infidelidad, seguramente uno de lo cónyuges tenga mayor responsabilidad en la causa del conflicto. Y si aceptó la mediación es muy factible que tenga la voluntad de buscar el perdón y la reconciliación. Ahora, si lejos de querer arreglarse con su mujer —o con su marido—, quiere dejar a su familia y formar otra pareja, el mediador sólo podrá intentar colaborar para que esta decisión produzca el menor daño posible a las personas afectadas.

B. Disposiciones del ofendido

La persona que sufre la infidelidad puede llegar a tener alguna responsabilidad en la conducta de su cónyuge; porque, por ejemplo, descuidó la dedicación que le debía o no le brindó cariño, o le hizo objeto de un trato violento o indiferente. 

El mediador, en su primera conversación, podrá saber cuál ha sido el impacto producido por el anuncio de la ruptura y cuáles pueden llegar a ser sus consecuencias.  

C. La conversación con los dos

Antes de conversar con el matrimonio lo decíamos conviene tener, por lo menos, una conversación con cada uno de ellos. Quizás no estén dadas las condiciones para tener la conversación —mediación— con ambos. A veces hay que dejar pasar un tiempo prudencial para ese primer encuentro entre los cónyuges. Mi experiencia en materia de mediación me ha mostrado unas cuantas cosas, que intentaré explicar a continuación.

D. Siempre es una ayuda

Una experiencia positiva y gratificante es que mediar en un conflicto conyugal siempre resulta algo positivo. Y no solamente porque la mediación se convierta en vehículo para encontrar soluciones a los problemas. Incluso en los casos donde uno de los cónyuges ya había tomado la firme resolución de «rehacer su vida» con otra persona, la mediación es una verdadera ayuda para aclarar un sinfín de cuestiones conexas y resolver otros problemas.

E. El «comienzo» suele ser fuerte

La conversación entre los cónyuges, con la intervención del mediador, suele tener un inicio respetuoso pero, tenso, duro, fuerte… Es la intervención del mediador lo que permite que estén sentados frente a frente. De otra manera, muy posiblemente, no podrían hacerlo.

Es el cónyuge ofendido quien suele tomar la iniciativa y comenzar su descargo, aunque no necesariamente suceda siempre así. La presencia del mediador consigue, entre otras cosas: 1. que la «violencia verbal» esté acotada, 2. que pueda desarrollarse una explicación o alegato hasta el final, 3. que las interrupciones sean pertinentes, 4. que el receptor escuche y entienda lo que le quieren decir. La presencia del mediador, en primer lugar, permite que los cónyuges hablen y se escuchen. 

F. Los malos entendidos

La conversación con la que se recupera el diálogo suele ser un ámbito en el que se verifica que existieron diversos malos entendidos y suposiciones equivocadas

Los cónyuges suelen manifestar, según su criterio personal, cuáles fueron las causas de la crisis o el motivo que generó la pelea o problema: muchas veces no coinciden en absoluto. También suelen manifestar las consecuencias que tuvo aquél problema en su vida.

G. Metas u objetivos

Una vez que «se han puesto todas las cartas sobre la mesa»; una vez que los cónyuges han dicho cuál es su visión del asunto, ellos y el mediador tendrán que ver cuales pueden ser los pasos a dar para resolver el problema.

Vale la pena tratar de concretar cuáles son los problemas. Si fuera posible, enumerarlos y llamarlos por su nombre… Cada problema tendrá distintos caminos para encontrar soluciones. Se procurará realizar un itinerario con metas u objetivos fáciles, cortos y concretos. Obviamente se irá de los más fácil a lo más complejo. El ir cumpliendo esos propósitos ayudará a verificar la buena voluntad de los cónyuges… Y, el hecho de que estén juntos, en ese camino, buscando soluciones es un gran paso —sobre todo, si estaban totalmente separados y sin diálogo—.

Valdrá la pena recordarles que «no están solos en ese camino». Son hijos de Dios y Él los acompaña. Tienen una vocación y están llamados a manifestar una relación de amor semejante a la que existe entre Cristo y la Iglesia.

Con frecuencia las cuestiones no pueden resolverse de una sola vez; por la complejidad de los problemas, porque uno de los cónyuges —o ambos— necesiten tiempo o por algún otro motivo. En estos casos, convendrá que el mediador, con la ayuda de los cónyuges, diseñe un plano inclinado para avanzar paulatina y ascendentemente.

Cuando «se han cortado los lazos» y los cónyuges están dispuestos a poner los medios para tratar de recuperarlos, convendrá que comiencen a organizar actividades juntos. Cuando el mediador no sea necesario, pues ya se ha conseguido recuperar la paz, los cónyuges tendrán sus encuentros: el tiempo, forma o modo dependerán del grado de reconciliación alcanzado. Y podrán consistir en encontrarse para tomar un café,  cenar o tomarse más tiempo compartiendo un fin de semana o unas vacaciones. Es muy importante que el mediador anime a los cónyuges a pasar esos momentos juntos, cuando los vea ya «preparados». Conociendo el carácter, los defectos y las virtudes de ambos, podrá darles algunas orientaciones —individualmente o juntos— para que esos encuentros resulten enriquecedores y sirvan para sanar las heridas y que comiencen a cicatrizar.

MEDIACIÓN MATRIMONIAL EN SITUACIONES DE CRISIS.

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