SAN JUAN BAUTISTA MARÍA VIANNEY, CURA DE ARS.
Por David Saiz.
Uno de los santos más populares en los últimos tiempos ha sido san Juan Bautista María Vianney, conocido también como el santo Cura de Ars. En él se ha cumplido lo que dijo san Pablo: Dios ha escogido más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios (1 Co 1, 27a).
Dura infancia en tiempos de persecución
Era un campesino de mente rústica, nacido en Dardilly, Francia, el 8 de mayo de 1786. Durante su infancia estalló la Revolución Francesa, que persiguió ferozmente a la Religión Católica. Así que él y su familia, para poder asistir a misa tenían que hacerlo en celebraciones hechas a escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran cuenta, porque había pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en público su religión. La Primera Comunión la hizo Juan María a los 13 años, en una celebración nocturna, a escondidas, en un pajar, a donde los campesinos llegaban con bultos de pasto, simulando que iban a alimentar sus ganados, pero el objeto de su viaje era asistir a la Santa Misa que celebraba un sacerdote, con grave peligro de muerte, si los sorprendían las autoridades.
Deseos de ser sacerdote. Soldado del ejército de Napoleón
Juan María deseaba ser sacerdote, pero a su padre no le interesaba perder este buen obrero que le cuidaba sus ovejas y le trabajaba en el campo. Además, no era fácil conseguir seminarios en esos tiempos tan difíciles. Y como estaban en guerra, Napoleón mandó reclutar todos los muchachos mayores de 17 años y llevarlos al ejército. Y uno de los reclutados fue nuestro biografiado. Se lo llevaron para el cuartel, pero por el camino, por entrar a una iglesia a rezar, se perdió del grupo. Volvió a presentarse, pero en el viaje se enfermó y lo llevaron una noche al hospital y cuando al día siguiente se repuso ya los demás se habían ido. Las autoridades le ordenaron que se fuera por su cuenta a alcanzar a los otros, pero, perdido en el bosque, se encontró con un hombre que le dijo: «Sígame, que yo lo llevaré a donde debe ir». Lo siguió y después de mucho caminar se dio cuenta de que el otro era un desertor que huía del ejército, y que se encontraban totalmente lejos del batallón.
Y al llegar a un pueblo, Juan María se fue a donde el alcalde a contarle su caso. La ley ordenaba pena de muerte a quien desertara del ejército. Pero el alcalde, que era muy bondadoso, escondió al joven en su casa, y lo puso a dormir en un pajar, y así estuvo trabajando escondido por bastante tiempo, cambiándose de nombre, y escondiéndose muy hondo entre el pasto seco, cada vez que pasaban por allí grupos del ejército. Al fin, en 1810, cuando Juan llevaba 14 meses buscado por desertor, el emperador Napoleón dio un decreto perdonando la culpa a todos los que se habían fugado del ejército, y Vianney pudo volver otra vez a su hogar.
Fracasos en su carrera hacia el sacerdocio
Trató de ir a estudiar al seminario, pero su intelecto era romo y duro, y no lograba aprender nada. Los profesores exclamaban: «Es muy buena persona, pero no sirve para estudiar. No es capaz de retener nada en la cabeza». Y lo echaron.
Se fue en peregrinación de muchos días hasta la tumba de san Francisco Regis, viajando de limosna, para pedirle a ese santo su ayuda para poder estudiar. Con la peregrinación no logró volverse más inteligente, pero adquirió valor para no dejarse desanimar por las dificultades.
El párroco del vecino pueblo de Ecully, el Padre Balley, había fundado por su cuenta un pequeño seminario y allí recibió a Vianney. Al principio, el sacerdote se desanimaba al ver que a este pobre muchacho no se le quedaba nada de lo que él le enseñaba. Pero su conducta era tan excelente, y su criterio y su buena voluntad tan admirables que el buen Padre Balley dispuso hacer lo posible y lo imposible por hacerlo llegar al sacerdocio.
Después de prepararlo por tres años, dándole clases todos los días, el Padre Balley lo presentó a exámenes en el seminario. Fracaso total. No fue capaz de responder a las preguntas que esos profesores tan sabios le iban haciendo. Resultado: negativa a que fuera ordenado de sacerdote.
Su gran benefactor, el Padre Balley, lo siguió instruyendo y lo llevó a donde sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven estaba preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que tenía buen criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era seguro en sus apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron a recomendarlo al Sr. Obispo. El prelado al oír todas estas cosas les preguntó: «¿El joven Vianney es de buena conducta?». Ellos le respondieron: «Es excelente persona. Es un modelo de comportamiento. Es el seminarista menos sabio, pero es el más santo». «Pues si así es —añadió el prelado— que sea ordenado de sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que tenga santidad, Dios suplirá lo demás».
Por fin, sacerdote. Párroco de Ars
Así, el 12 de agosto de 1815, fue ordenado sacerdote este joven que parecía tener menos inteligencia de la necesaria para este oficio, y que luego llegó a ser el más famoso párroco de su siglo —4 días después de su ordenación, nació san Juan Bosco—. Los primeros tres años los pasó como vicepárroco del Padre Balley, su gran amigo y benefactor.
Unos curitas muy ‘sabios’ habían dicho por burla: «El Sr. Obispo lo ordenó de sacerdote, pero ahora se va a arrepentir, porque ¿a dónde lo va a enviar, que haga un buen papel?». Y el 9 de febrero de 1818 fue enviado a la parroquia más pobre e infeliz. El pueblo se llamaba Ars. Tenía 370 habitantes. A misa los domingos no asistían sino un hombre y algunas mujeres. Su antecesor dejó escrito: «Las gentes de esta parroquia en lo único en que se diferencian de los ancianos, es en que… están bautizadas». El pueblucho estaba lleno de cantinas y de locales de baile. Allí estará Juan Vianney de párroco durante 41 años, hasta su muerte, y, con la ayuda de Dios, lo transformará todo.
El nuevo Cura Párroco de Ars se propuso un método triple para cambiar a las gentes de su parroquia. Rezar mucho. Sacrificarse lo más posible, y hablar fuerte y claro. ¿Qué en Ars casi nadie iba a la Misa? Pues él reemplazaba esa falta de asistencia, dedicando horas y más horas a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar. ¿Qué el pueblo estaba lleno de cantinas y tugurios? Pues el párroco se dedicó a las más impresionantes penitencias para convertirlos. Durante años, solamente se alimentará cada día con unas pocas patatas cocinadas. Los lunes cocina docena y media de patatas, que le duran hasta el jueves. Y en ese día hará otro guisote igual, con lo cual se alimentará hasta el domingo. Es verdad que por las noches las cantinas y las tabernas están repletos de gentes de su parroquia, pero también es verdad que él pasa muchas horas de la noche rezando por ellos. ¿Y sus sermones? Ah, ahí sí que enfoca toda la artillería de sus palabras contra los vicios de sus feligreses, y va demoliendo sin compasión todas las trampas con las que el diablo quiere perderlos.
Modo de predicar
Cuando el Padre Vianney empieza a volverse famoso, muchas gentes se dedican a criticarlo. El Sr. Obispo envía un visitador a que oiga sus sermones, y le diga qué cualidades y defectos tiene este predicador. El enviado vuelve trayendo noticias malas y buenas. El prelado le pregunta: «¿Tienen algún defecto los sermones del Padre Vianney?». «Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el cielo». «¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones?», pregunta Monseñor. «Sí, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven, se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes». El Obispo, satisfecho y sonriente exclamó: «¡Por esa última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres defectos!».
Los primeros años de su sacerdocio, duraba tres o más horas leyendo y estudiando, para preparar su sermón del domingo. Luego escribía. Durante otras tres o más horas paseaba por el campo recitándole su sermón a los árboles y al ganado, para tratar de aprenderlo. Después, se arrodillaba por horas y horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendando al Señor lo que iba decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al empezar a predicar se le olvidaba todo lo que había preparado, pero lo que le decía al pueblo causaba impresionantes conversiones. Es que se había preparado bien con la oración y la penitencia antes de predicar.
Ataques diabólicos
Pocos santos han tenido que entablar luchas tan tremendas contra el demonio como san Juan Vianney. El diablo no podía ocultar su rabia al ver cuántas almas le quitaba este cura tan sencillo. Y lo atacaba sin compasión. Lo derribaba de la cama. Hasta trató de prenderle fuego a su habitación. Lo despertaba por la noche con ruidos espantosos. Una vez le gritó: «¡Faldinegro odiado! Agradécele a esa que llaman Virgen María, y si no ya me lo habría llevado al abismo».
Un día, en una misión en un pueblo, varios sacerdotes jóvenes dijeron que eso de las apariciones del demonio eran puros cuentos del Padre Vianney. El párroco los invitó a que fueran a dormir en su dormitorio. Y cuando empezaron los tremendos ruidos y los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en pijama hacia el patio y no se atrevieron a volver a entrar al dormitorio ni a volver a burlarse del santo cura. Pero él lo tomaba con toda calma y con humor y decía: «Con el ‘patas’ hemos tenido ya tantos encuentros que ahora parecemos dos compinches». Pero no dejaba de quitarle almas y más almas al maldito Satanás.
Maravilloso confesor
Cuando concedieron el permiso para que lo ordenaran sacerdote, escribieron: «Que sea sacerdote, pero que no lo pongan a confesar, porque no tiene ciencia para ese oficio». Pues bien: ese fue su oficio durante toda la vida, y lo hizo mejor que los que tenían mucha memoria e inteligencia.
Tenía que pasar 12 horas diarias en el confesionario durante el invierno y 16 durante el verano. Para confesarse con él había que apartar turno con tres días de anticipación. Y en el confesionario conseguía conversiones impresionantes. Desde 1830 hasta 1845 llegaban unas 300 personas cada día a Ars, de distintas regiones de Francia a confesarse con el humilde sacerdote Vianney. El último año de su vida los peregrinos que llegaron a Ars fueron 100 mil. Junto a la casa cural había varios hoteles donde se hospedaban los que iban a confesarse.
A las 12 de la noche se levantaba el santo sacerdote. Luego hacía sonar la campana de la torre, abría la iglesia y empezaba a confesar. A esa hora ya la fila de penitentes era de más de una cuadra de larga. Confesaba hombres hasta las seis de la mañana. Poco después de las seis empezaba a rezar los salmos de su devocionario y a prepararse a la Santa Misa. A las siete celebraba el santo oficio. En los últimos años el Obispo logró que a las ocho de la mañana se tomara una taza de leche. De ocho a once confesaba mujeres. A las 11 daba una clase de catecismo para todas las personas que estuvieran ahí en el templo. Eran palabras muy sencillas que le hacían inmenso bien a los oyentes. A las doce iba a tomarse un ligerísimo almuerzo. Se bañaba, se afeitaba, y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que él costeaba con las limosnas que la gente había traído. Por la calle la gente lo rodeaba con gran veneración y le hacían consultas. De una y media hasta las seis seguía confesando. Sus consejos en la confesión eran muy breves. Pero a muchos les leía los pecados en su pensamiento y les decía los pecados que se les habían quedado sin decir. Era fuerte en combatir la borrachera y otros vicios.
En el confesionario sufría mareos y a ratos le parecía que se iba a congelar de frío en el invierno y en verano sudaba copiosamente. Pero seguía confesando como si nada estuviera sufriendo. Decía: «El confesionario es el ataúd donde me han sepultado estando todavía vivo». Pero ahí era donde conseguía sus grandes triunfos en favor de las almas. Por la noche leía un rato, y a las ocho se acostaba, para de nuevo levantarse a las doce de la noche y seguir confesando.
Cuando llegó a Ars solamente iba un hombre a Misa. Cuando murió solamente había un hombre en Ars que no iba a Misa. Se cerraron casi todas las tabernas del pueblo. En Ars todos se sentían santamente orgullosos de tener un párroco tan santo. Cuando él llegó a esa parroquia la gente trabajaba en domingo y cosechaba poco. Logró poco a poco que nadie trabajara en los campos los domingos y las cosechas se volvieron mucho mejores.
Humildad profunda
Siempre se creía un miserable pecador. Jamás hablaba de sus obras o de los éxitos obtenidos. A un hombre que lo insultó en la calle le escribió una carta humildísima pidiéndole perdón por todo, como si él hubiera sido quién hubiera ofendido al otro. El obispo le envió un distintivo elegante de canónigo y nunca se lo quiso poner. El gobierno nacional le concedió una condecoración y él no se la quiso colocar. Decía con humor: «Es el colmo: el gobierno condecorando a un cobarde que desertó del ejército». Y Dios premió su humildad con admirables milagros.
El 4 de agosto de 1859 pasó a recibir su premio en la eternidad. ¡Señor, envía muchos obreros a tu mies tan santos como el Cura de Ars!
SAN JUAN BAUTISTA MARÍA VIANNEY, CURA DE ARS.