SAN ANDRÉS, APÓSTOL.

Por David Saiz.

Lugar de vocaciones

En el lago de Genesaret o Tiberíades, o mar de Galilea —tres hermosos nombres para una misma realidad— se ha encontrado recientemente una barca. Los técnicos aseguran que es del tiempo de Cristo. De algún pescador de entonces: de Andrés y Simón, de Santiago y Juan, o de otro cualquiera. Junto al lago de Genesaret estaba Magdala, la villa de la Magdalena. Y además, Tiberíades, donde parece que no estuvo nunca Jesús, Cafarnaún, donde realizó muchos milagros, Corozaín y Betsaida, que sufrieron la invectiva de Jesús, por no recibirle.

Un pescador sediento de Verdad

Dos habitantes de Betsaida sí que acogieron a Jesús. El primero fue Andrés. Había aquellos días mucha efervescencia y rumores sobre la llegada del Mesías. Juan Bautista bautizaba en el Jordán y caldeaba los espíritus. Tenía junto a él muchos discípulos. Uno de ellos era Andrés. Una tarde estaba Andrés junto a su maestro. Jesús pasó por allí. Y Juan Bautista, en un gesto generoso del que no quiere retener nada para sí, sino que cuando llega el momento sabe ceder lo que más quiere, dice a su discípulo: He ahí el Cordero de Dios. Y se lo dice invitándole a que le siga. Juan Evangelista estaba junto a Andrés, pero como Andrés es el primer nombrado, se le llama el protokletos, el primer llamado. Inmediatamente Andrés fue corriendo detrás de Jesús. ¿Qué quieres?, le dice Jesús. Andrés no busca una simple palabra de respuesta, sino un conocimiento más pleno. Por eso contesta con una respuesta más ambiciosa: ¿Dónde moras? Y el Rabbí le respondió: Ven y lo verás. Se fue, y tan a gusto debió de encontrarse, que se quedó con él todo el día (Jn 1, 38-39). «¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el discípulo!» —san Agustín—.

Apóstol del Señor

Loco de alegría, Andrés quiere comunicar su experiencia. Se encuentra con su hermano Simón y lo conduce a Jesús que le cambia el nombre por Pedro. Lo mismo hizo Juan con Santiago y Natanael con Felipe. La experiencia les había marcado para siempre. Era una experiencia contagiosa. Andrés y Simón volvieron a sus redes. Un día Jesús se acercó a la orilla del lago y les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19). Y al instante lo dejaron todo y le siguieron. Era la vocación definitiva.

Luego siguieron tres años de intensa e íntima convivencia con el Maestro. Cuando las multitudes siguen a Jesús y el Maestro quiere saciar su hambre, Andrés le presenta a un muchacho que tiene unos panes y unos peces (Jn 6, 8-9). Y junto con Felipe lleva ante Jesús a unos griegos que querían verle (Jn 12, 21-22).

Amante de la cruz de Jesús hasta el final

Después de la Resurrección y Ascensión del Señor, cuando los Apóstoles se dispersan por el mundo para predicar el Evangelio, Andrés recorrió el Asia Menor, el Peloponeso, Tracia, Escitia, y hasta el Mar Negro y el Cáucaso. En Patras, ciudad de Acaya, se presenta ante el prefecto. Andrés es un apasionado de la cruz. La cruz es su bandera, su espada y su armadura. «Si tú, Egeas, —le dice— conocieras el misterio de la cruz, seguramente creerías en él y le adorarías». Estas palabras provocaron la cólera del prefecto. Andrés fue condenado a muerte en una cruz en forma de aspa. Lleno de júbilo por morir como su Maestro, al ver la cruz prorrumpió en aquellas palabras que le aplicaba la liturgia: «¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz, que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos, y llévame de en medio de los hombres, para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente». Así murió Andrés, «el primogénito de los Apóstoles», como le llama Bossuet.

SAN ANDRÉS, APÓSTOL.

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