Por Lenin de Janon Quevedo. Cultura del tatuaje y desinformación consentida

La práctica médica de examinar la piel se está volviendo complicada desde que los extensos tatuajes han emergido hacia una pop-cultura que transforma la imagen corporal conforme la elección individual. Tanto para Ötzi [i], como para los adornos precolombinos, o los atributos de pertenencia entre escitas, romanos, japoneses o maoríes; los tatuajes han servido para recordar, suplicar, advertir o mostrar arte y es por estética que muchos jóvenes contemporáneos deciden tatuarse.

Representaciones y riesgos reales

La persona tatuada emite un discurso no verbal usando signos y símbolos (Velliquette y col., 1998) que la reflejan a ella misma y a su identidad (Grief y col., 1999). Es una extensión creativa del ‘yo’ (Belk, 1998) que reconstruye la identidad pública a través del cambio de imagen; donde la nueva imagen funciona como segunda naturaleza. Si la imagen acrecienta un reflejo cabal del ‘yo’ se experimenta renacimiento, satisfacción e incluso adicción (Stirn y col., 2011; Sosin, 2014). Si la imagen no es tal, aparece arrepentimiento especialmente cuando la permanencia del tatuaje desfavorece su rectificación.

Un aficionado a los tatuajes fácilmente tiene el 70% de superficie corporal inoculada con tinta cuyos efectos sobre el organismo son completamente desconocidos. Tanto la FDA [ii] como el JRC [iii] advierten que no hay estudios científicos de seguridad y hasta el momento ninguna tinta ha sido oficialmente aprobada. Es común el uso de tintas para impresoras o pinturas de automóviles. Las tintas tienen bacterias, impurezas, metales pesados, pigmentos cancerígenos o reprotóxicos y componentes desconocidos. Sus partículas ferromagnéticas absorben energía impidiendo ejecutar una RMN [iv] y produciendo quemaduras. Los tatuajes pueden ocasionar infecciones, alergias, cicatrices o granulomas; y la técnica black out dificulta la identificación de melanomas.

Cualquier tatuaje se realiza bajo incertidumbre legal ya que los materiales utilizados no pertenecen ni a la industria cosmética, ni a la farmacéutica; resultando en: ausencia de controles oficiales, desconocimiento de los químicos empleados, y desamparo del usuario y el tatuador. Asimismo, la actividad tiene regulaciones confusas, por ejemplo, en Buenos Aires el tatuador ejecuta acciones propias de un agente sanitario, aunque la normativa lo considera un artesano del rubro de peluquerías y salones de belleza, y si bien hay requisitos edilicios, no se exige un seguro de praxis que proteja al cliente. Están descriptos riesgos psicológicos, psicosociales y particularmente financieros, porque los tatuajes son costosos y la actividad es un negocio floreciente.

Por otro lado, los usuarios se informan vía amigos, Internet, redes sociales y mayoritariamente por los comentarios del tatuador, en quien depositan confianza. En los hechos, los jóvenes se tatúan sin importar costos, riesgos u opinión (Armstrong  y col., 1999), es decir, consintiendo quedarse desinformados.

Imagen, naturaleza y responsabilidades

Entre las observaciones bioéticas de esta pop-cultura son para destacar: las pretensiones de la transformación corporal y los riesgos dentro y fuera del ámbito individual.

Al concienciar de que la piel envuelve y protege el sustrato físico con-stitutivo e indispensable para la existencia de la persona, que es el cuerpo humano, entenderemos que “somos” cuerpo y cualquier cambio corporal irreversible repercutirá sobre la misma persona. Ahora, si la modificación del cuerpo influye sobre la salud personal que es cuidada con la participación de todos, entonces debemos interesarnos por la información que el usuario dispone antes de dejarse en manos del tatuador.

Conviene saber que la imagen modificada actuando cual segunda naturaleza es una falacia ya que no genera cambios de rasgos esenciales sino accesorios, como es el dibujo dérmico. Lo esencial, o definitorio de naturaleza, es poseer piel y basta saber que nadie podría vivir desollado. La persona se define por lo que hace, fruto de lo que es, y no precisamente por lo que muestra o aparenta. En todo caso, los tatuajes son un “yo simulado” (Baudrillard, 1994), algo ficticio y riesgoso en tiempos posmodernos donde la cibernética ha borrado los límites entre lo virtual y lo real.

Y si bien cada individuo es libre de decidir sobre su cuerpo, la libertad de elección es plena -por consiguiente responsable- sólo si se conoce lo negativo de lo elegido.

Como sociedad, valdría reflexionar sobre la verdadera relación imagen/naturaleza y sobre el desinterés por los riesgos. Mientras tanto, ofrezcamos datos objetivos y detallados a quienes optan por modificar irreversiblemente sus cuerpos y dejémonos de consentir la desinformación.

 

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[i] Momia de un hombre tatuado que fue encontrada en los Alpes ítalo-austríacos. Se calcula que vivió 3.300 años a.C.

[ii] FDA: Food and Drug Administration (Administración de Alimentos y Medicamentos) de los EEUU.

[iii] JRC: Joint Research Centre (Centro Común de Investigación) de la Comisión Europea.

[iv] RMN: Resonancia magnética nuclear. Estudio por imágenes de frecuente uso en medicina.

 

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

  • Food and Drug Administration , Consumer Updates, Think Before You Ink: Are Tattoos Safe?, Data update: 2009, [en línea], Disponible en: http://www.fda.gov/ForConsumers/ConsumerUpdates/ucm048919.htm
  • Piccinini, P., Pakalin, S., Contor, L., Bianchi, I., et al., Safety of tattoos and permanent make-up. Final report, Joint Research Centre & The European Commission’s in-house science service, European Union, 2016, doi: 10.2788/011817.
  • Quaranta, A., Napoli, C., Fasano, F., Montagna, C., et al., “Body piercing and tattoos: a survey on young adults’ knowledge of the risks and practices in body art”, BMC Public Health, 11 (2011), 774, doi: 10.1186/1471-2458-11-774.
  • Stephens, M., “Behavioral Risks Associated With Tattooing”, Family Medicine, 35 (2003), 1, p. 52-54.
  • Velliquette, A., Murray, J., Creyer, E., “The Tattoo Renaissance: an Ethnographic Account of Symbolic Consumer Behavior”, Advances in Consumer Research, 25 (1998), p. 461-467.

 

@ldejanon_qv

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