CÓMO ACOMPAÑAR EN EL CAMINO MATRIMONIAL. TEMA 1: PRESENTACIÓN Y I. ¿POR QUÉ CASARSE POR LA IGLESIA?
Continuación de Cómo acompañar en el camino matrimonial.
Por Juan María Gallardo.
Presentación
Francisco Javier Insa (*)
En la exhortación apostólica Amoris laetitia, el Papa Francisco ha hablado de la pastoral matrimonial como una presentación del Evangelio de la familia. Esto implica mostrarlo de una manera positiva y alentadora, partiendo de la certeza de que «el anuncio cristiano relativo a la familia es verdaderamente una buena noticia» que llena el corazón y toda la vida de alegría.
Todo en el aula virtual: https://sites.google.com/view/curso-para-agentes-pastorales/inicio
A lo largo del documento el Pontífice indica dos pautas principales para hacer eficaz la pastoral familiar. En primer lugar, la pastoral debe ser vista como una presentación a las familias de «valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la paciencia». Por lo tanto, es mucho más que un anuncio puramente teórico y alejado de los problemas reales de las personas o que la simple presentación de una normativa. Por otra parte, la exhortación subraya que para alcanzar este objetivo es necesario continuar el esfuerzo de formar bien tanto a los pastores como a todos los que se dedican a la pastoral familiar: sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos y religiosas, catequistas y otros agentes pastorales. Todos ellos están llamados a hacer ver «que el Evangelio de la familia responde a las expectativas más profundas de la persona humana: a su dignidad y a la realización plena en la reciprocidad, en la comunión y en la fecundidad». Además, también deben ser «signos de misericordia y cercanía allí donde la vida familiar no se realiza perfectamente o no se desarrolla con paz y gozo».
El Centro de Formación Sacerdotal de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en colaboración con el Centro de Estudios Jurídicos sobre la Familia de dicha Universidad, ha querido contribuir a la realización de este deseo del Papa. Con este fin, entre febrero y abril de 2019 organizó la segunda edición del Curso sobre el acompañamiento pastoral en el camino matrimonial. El curso tuvo una perspectiva interdisciplinar y un enfoque que combinaba los aspectos teóricos con una finalidad eminentemente práctica. Siguiendo las recomendaciones de Amoris laetitia quiso incluir como ponentes no solo a profesores y pastores, sino también a los propios cónyuges y a los profesionales de otras ciencias que pueden colaborar en la ayuda a las familias, como la psicología y la orientación familiar.
Se intentó así ofrecer a participantes del curso una ayuda para su importante trabajo de preparación y ayuda a los jóvenes, a los cónyuges y a los padres, de manera que cada persona no solo encarne el Evangelio de la familia, sino que sea también su testigo y portavoz. A petición de los asistentes, los ponentes entregaron los textos de sus intervenciones. Con algunas aportaciones adicionales hemos conseguido presentarlos en este volumen para que puedan llegar a un público lo más amplio posible.
El libro se abre con el capítulo introductorio que trata de responder a la pregunta que se hacen tantos jóvenes: ¿por qué casarse por la Iglesia? Con este fin desarrolla la realidad del matrimonio no solo desde el punto de vista del cristiano sino también como realidad humana, y resume, ofreciendo posibles soluciones, las dificultades que puede haber hoy para una adecuada comprensión.
A continuación se ofrece una propuesta de contenidos para los cursos prematrimoniales, y unas consideraciones sobre la madurez de los novios en la preparación al matrimonio y sobre el desarrollo saludable de la personalidad.
Después de tratar en un capítulo sobre la celebración de la boda, se aborda el acompañamiento pastoral de los esposos en el sacramento de la Penitencia y en la dirección espiritual, y las expectativas de los padres ante los sacerdotes y catequistas. Tras el estudio sobre los ciclos vitales de la pareja, y sus momentos de crisis evolutiva se reflexiona acerca de las familias heridas, incluidos los divorciados que se han vuelto a casar, y sobre su acceso a la comunión eucarística. Cierra el volumen un capítulo sobre el discernimiento de las posibles causas de nulidad a la luz de la nueva legislación.
Creo que la gran variedad de enfoques de las intervenciones aquí reunidas son un reflejo de la riqueza y complejidad de la realidad del matrimonio en nuestros días. Una adecuada comprensión de todas estas dimensiones por parte de los agentes pastorales es de gran importancia para acompañar a los esposos y a toda la familia en el cumplimiento de su vocación divina: la de caminar juntos hacia Dios.
(*) Profesor de Bioética y secretario del Centro de Formación Sacerdotal de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz —Roma—.
1. ¿Por qué casarse en la Iglesia? Reflexiones sobre el Matrimonio en la cultura actual
Héctor Franceschi (*)
Introducción
Me gustaría tratar en este capítulo inicial una serie de cuestiones introductorias. Se trata de algunas de las preguntas que el Papa Francisco considera que son el corazón de su exhortación apostólica Amoris laetitia. Como él mismo dice en la Introducción, el núcleo del documento son los capítulos IV y V: «Los dos capítulos centrales, dedicados al amor».
En el Capítulo VI de Amoris laetitia el Papa Francisco traduce lo que ha desarrollado en esos capítulos centrales sobre el amor y su fecundidad en algunas perspectivas pastorales que considera necesarias para transmitir eficazmente esas verdades. No son, dice, simples contenidos doctrinales, sino que se refieren al ser mismo de las personas y del matrimonio, y por tanto, a su felicidad y verdadera realización como cónyuges y como familia.
En ese marco, cuando se detiene en el tema de la preparación al matrimonio habla de la urgencia de una «pastoral del vínculo». Sus palabras nos sirven como punto de partida para desarrollar este capítulo, que intentará encontrar respuestas a la siguiente pregunta: ¿Por qué casarse? He aquí sus palabras: «La pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros. Estos aportes no son únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben ser caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas. Todo esto configura una pedagogía del amor que no puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden a movilizarlos interiormente».
No hay duda de que la movilización de la que habla el Pontífice es urgente. Un artículo de un periódico italiano examinaba la realidad del país a través de las estadísticas del año 2015, tanto del Estado como de la Iglesia, sobre el matrimonio. He aquí las conclusiones: «Mientras los matrimonios civiles aumentaron en 11.268 unidades, los matrimonios religiosos continuaron disminuyendo en 1.831 unidades. La clave es la siguiente: los últimos años, en los que el número de matrimonios religiosos ha descendido claramente, se han caracterizado por una estabilidad —o más bien un ligero aumento— en el número de matrimonios civiles. Una especie de pauta que significa que el leve aumento de los matrimonios civiles no consigue compensar los matrimonios perdidos por la Iglesia. Dicho con otras palabras: cuando el número de matrimonios finalmente ha comenzado a dar un salto positivo, solo ha sido a expensas de los matrimonios civiles, que han dado un salto de casi el 12 por ciento, mientras que los matrimonios religiosos han perdido un 1,7 por ciento».
Esta realidad, como he podido comprobar en mis viajes a diferentes países y en mis conversaciones con laicos y sacerdotes de muchas naciones, especialmente de Occidente, es un problema muy extendido en todo el mundo occidental. Como he dicho en varias ocasiones, el gran desafío de la evangelización hoy no es tanto las situaciones difíciles o las llamadas «irregulares», sino el hecho de que cada vez son menos las personas que se casan, aunque estén bautizadas.
Esta desafección al matrimonio es una realidad generalizada en todo lo que se solía llamar el Occidente cristiano —Europa, América, los países más desarrollados de Asia— pero no es exclusiva de él. Y nos plantea la gran pregunta: ¿por qué cada vez más los jóvenes no se casan? No digo «no se casan en la Iglesia», sino simplemente «no se casan».
En este capítulo intentaré explicar las razones de este gran declive. Entre los muchos temas posibles de los que podríamos hablar, me detendré en dos aspectos que considero centrales para comprender la situación actual: por un lado, la falta de comprensión y el empobrecimiento cultural de la realidad del matrimonio, y por otro las deficiencias de la formación humana y cristiana y los desafíos que debemos afrontar para invertir esta tendencia. Muchos de los temas a los que se hará referencia se tratarán más detalladamente en los capítulos siguientes.
2. La comprensión del Matrimonio: ¿Qué es el Matrimonio?
a) Belleza del matrimonio vs. relativismo cultural
Para la cultura de nuestros días, la realidad sería lo que nosotros determinemos o lo que el legislador, siguiendo las corrientes culturales o, peor aún, por la presión de grupos de interés, determina en cada momento. No existiría la verdad, sino simplemente soluciones de compromiso, o la cristalización en normas legales de lo que piensa la mayoría o incluso el grupo que tenga más elementos de presión para imponer sus opiniones. La verdad, en cambio, se vuelve incómoda, políticamente incorrecta, incluso un atentado contra la libertad de las personas. Vivimos en una sociedad en la que existe una especie de «alergia a la verdad», que se ha manifestado de modo dramático en la comprensión del matrimonio. Este no sería otra cosa que lo que cada sociedad decida que sea, lo cual nos lleva a eso que diversos autores han llamado el vaciamiento del matrimonio. El matrimonio se habría convertido en un flatus vocis o, como afirma Martínez de Aguirre, en un matrimonio invertebrado.
Debido a este fenómeno, que ha sufrido una fuerte aceleración en los últimos años, hemos llegado a la negación de prácticamente todos los elementos que definen el matrimonio en muchas legislaciones, sustituyendo la verdad del matrimonio por el «modelo legal». Como afirma uno de mis maestros, Javier Hervada: «En este tema hay que llegar todavía más a la raíz. Coincida en mucho o en poco el tipo —entiéndase contrato— legal con el matrimonio, es claro que este no es, en ningún caso, el tipo legal. En tal sentido, el matrimonio no es un ‘contrato civil’, terminología con la que, en el fondo, se está diciendo que el matrimonio es un tipo legal que los contrayentes asumen. Tal cosa no es el matrimonio, porque el matrimonio no es eso, sino, en todo caso, un ‘contrato natural’, una institución natural. Limitarse a asumir un tipo legal, que sería limitarse a legalizar la unión, no es, propiamente, contraer matrimonio».
El matrimonio no es una construcción de la cultura. Contra lo que los legisladores quieren imponernos hoy, o sea, el matrimonio como algo que viene construido por las leyes y las culturas sin que exista una noción ‘real’ de matrimonio, debemos buscar los modos de mostrar que el matrimonio es una realidad natural, que es vivida por la mayoría de las parejas en todas las culturas. Esta visión natural debe superar el reduccionismo biologicista y la aparente contraposición entre naturaleza y libertad. Existe una verdad que podemos conocer y podemos vivir. El matrimonio es el único modo humano y humanizante de vivir en su plenitud el don de la propia condición masculina y femenina. Cualquier otro modo es deshumanizante y destructivo.
El mismo Hervada escribió: «Decir que el matrimonio es una realidad natural significa (…) que es la forma humana del desarrollo completo de la sexualidad. En efecto, la sexualidad es una forma accidental de individuación de la naturaleza humana y, por lo mismo, es parte de la estructura anímico-corpórea de la persona humana. Como tal, el orden y la ley de su desarrollo son un orden y una ley morales —no físicos, ni instintivos—, determinados por la finalidad de la unión entre hombre y mujer. Pues bien, el modo específicamente humano de esa unión entre hombre y mujer en cuanto tales, es lo que llamamos matrimonio […]: cualquier otra forma de unión entre varón y mujer en cuanto tales, que no sea el matrimonio, constituye una unión que no responde a las exigencias de la persona humana».
En palabras más sencillas, el matrimonio no es uno de entre tantos modos posibles de vivir la entrega sexual, sino el único modo digno de la persona humana de entregar su condición masculina o femenina. El matrimonio no es una ‘institución’ creada por la Iglesia o por el Estado, sino que es el mismo don y la misma unión entre hombre y mujer en cuanto tales.
Como sabemos, la literatura es uno de los cauces para trasmitir la comprensión de la realidad en una determinada cultura. Entre tantos ejemplos posibles he escogido uno que considero clarísimo y que muestra cómo el verdadero amor conyugal lleva al bien de las personas, mientras que el amor egoísta —el que no quiere comprometerse—, lleva a la destrucción. Se trata de una de las obras maestras de la literatura rusa, Ana Karenina. En esta novela, Tolstoi cuenta dos historias paralelas, la de Anna y el Conde Vronski y la de Lévin y Kitty. Es evidente cómo la segunda lleva al perfeccionamiento de las personas y a su verdadero bien, mientras que la otra lleva a la autodestrucción, pretendiendo algo que no es digno de la persona humana: poseer a otra persona sin ser poseído.
Es cierto que eso es posible y sucede a menudo, pero la experiencia nos demuestra que esa actitud egoísta no lleva a salir de sí, sino que crea un monólogo egoísta que no logra percibir la dignidad y la irrepetibilidad del otro. Este no es amado de verdad, sino utilizado para los propios fines individualistas. Recordemos, con palabras de Caudium et spes, que el hombre no puede «encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí».
Entremos pues en la comprensión del matrimonio. Un primer punto en el que debemos buscar vías convincentes de explicación es la relación entre naturaleza y cultura en el matrimonio.
Es necesario precisar el modo con que deben entenderse los conceptos de naturaleza y cultura en el ámbito del derecho de familia. A este propósito son verdaderamente iluminantes y sencillas estas palabras de san Juan Pablo II: «No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esa misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Ese algo es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no solo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al ‘principio’, precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (cfr. Mt i9,i-9)».
Esta relación entre naturaleza y cultura viene explicada por C. S. Lewis con un ejemplo muy claro, que es el del jardín y el jardinero. Pensemos en un bonito jardín inglés; en él la belleza es fruto al mismo tiempo de la naturaleza y del trabajo atento del jardinero. Ambos deben actuar para que exista el bonito jardín; en el caso de la naturaleza humana los sujetos serían la tendencia y la voluntad. No se puede trabajar si no están los elementos adecuados: la buena tierra, la semilla, el agua, etc.; y no habrá ni jardín ni flores ni frutos si no se trabajan adecuadamente esos elementos, si se dejan a su espontaneidad. Así escribe Lewis: «Cuando Él (Dios) plantó el jardín de nuestra naturaleza, e hizo que prendieran allí los florecientes y fructíferos amores, dispuso que nuestra voluntad los ‘vistiera’. Comparada con ellos, nuestra voluntad es seca y fría, y a menos que su gracia descienda como descienden la lluvia y el sol, de poco serviría esa herramienta. Pero sus laboriosos —y por mucho tiempo negativos— servicios son indispensables; si fueron necesarios cuando el jardín era el Paraíso, ¡cuánto más ahora que la tierra se ha maleado y parecen medrar desmesuradamente los peores abrojos».
En conclusión, debemos hallar modos convincentes y bellos para explicar a los jóvenes la verdad del matrimonio como don de sí en cuanto varón y mujer, en una unión que por su misma naturaleza es exclusiva, fiel, indisoluble y fecunda. No porque lo digan las leyes de la Iglesia o del Estado, sino porque así es en la realidad, en el bien del ser hombre y mujer, en la verdad de la propia condición. La relación que une al hombre y a la mujer en el matrimonio, precisamente porque va de persona a persona, exige por justicia la totalidad del don, tanto en el tiempo como en el espacio —fidelidad e indisolubilidad—, así como en el don y la acogida de la potencial paternidad y maternidad conyugales que se concreta en la apertura a la vida. Cualquier otro tipo de relación es algo falso o un sustituto que llevará al vacío, a la infelicidad. En definitiva, se trata de saber transmitir la alegría del verdadero amor entre hombre y mujer: Amorís laetitia, la verdadera alegría del amor conyugal.
b) La necesidad de redescubrir el verdadero amor —pasión, eros y agape—
Siguiendo con el mismo argumento —la dificultad para entender qué es el matrimonio— debemos tener en cuento que en nuestra sociedad la palabra amor ha sufrido una profunda transformación y a menudo ha sido tergiversada, entendiendo por amor la pasión o solo los sentimientos. Sin embargo, es evidente que un elemento fundamental en el proceso de crecimiento de los jóvenes y de los novios será el descubrimiento del verdadero amor, que no es el amor egoísta que piensa en sí mismo, sino el amor que quiere el bien de la persona amada, el verdadero bien, no algo pasajero. En el verdadero amor conyugal el hombre y la mujer logran integrar los diversos niveles de su ser persona varón y persona mujer: instinto, sentimientos y voluntad. No hay contraposición entre eros y agape, sino complementariedad e integración.
Al respecto, son magistrales las consideraciones que hace Benedicto XVI en las primeras páginas de Deus Caritas est, sobre la relación entre eros y agape, argumento que retoma el papa Francisco en Amoris laetitia. Es preciso superar una visión de la relación hombre-mujer como simple atracción o como afectos y sentimientos, porque sobre esa base no se puede construir nada duradero. Aquí nos jugamos la comprensión del matrimonio y la respuesta al porqué vale la pena casarse, o sea, darse a sí mismo y acoger al otro en cuanto hombre o mujer, en su masculinidad o feminidad, para constituir el una caro conyugal, es decir, la unión en la naturaleza que supera, sana y purifica las concreciones de las diversas culturas, como recordaba san Juan Pablo II en el citado texto de Veritatis splendor. En el matrimonio vemos la única manera digna de la persona humana de integrar, en el amor entre hombre y mujer, el eros y el agape. Y el matrimonio es esa misma unión que, por su naturaleza, es exclusiva, indisoluble y fecunda.
c) La visión «realista» contra la visión «legalista» del matrimonio
En tercer lugar, pero no por eso menos importante, para comprender el matrimonio hay que superar una visión legalista que está muy difundida. Según esta visión el matrimonio no sería otra cosa que unirse a un determinado modelo cultural o jurídico. Hoy, para muchos jóvenes, el matrimonio no sería otra cosa que, en palabras de Viladrich, «la legalización de los sentimientos amorosos».
Desde esta perspectiva, la diferencia entre convivir y estar casados no consistiría más que en la celebración de un rito o en el cumplimiento de determinados requisitos formales. El matrimonio simplemente aportaría la aceptación de las relaciones sexuales por parte de la Iglesia o de la sociedad como algo legítimo y socialmente aceptable. En cambio, el matrimonio marca claramente un antes y un después. Antes de la celebración, cuyo núcleo es el consentimiento matrimonial que «no puede ser suplido por ninguna potestad humana», hay promesas, esperanzas y a veces un falso don de sí. Por el contrario, a través del consentimiento el hombre y la mujer se convierten en cónyuges, ya no se pertenecen en su condición masculina y femenina, porque la una pertenece al otro y viceversa: son marido y mujer, cosa que antes no eran. Precisamente por eso sus actos sexuales son esencialmente diversos, porque son la manifestación de esa mutua pertenencia que, por su naturaleza —y no porque lo diga la Iglesia o el Estado— es exclusiva, indisoluble y abierta a la potencial paternidad y maternidad.
Al respecto, considero que uno de los elementos que impiden la comprensión de la verdadera naturaleza del consentimiento matrimonial es el hecho de que los novios cada vez más habitualmente mantienen frecuentes relaciones sexuales —no digo prematrimoniales porque a menudo no hay perspectiva de un matrimonio—, lo que hace más difícil comprender que existe un antes y un después que no se limita a la ceremonia nupcial.
En este sentido, y esto lo digo también por mi experiencia como juez, debo confesar que ya no me extraña la frecuencia de convivencias previas o de largos noviazgos en los que ha habido frecuentes relaciones sexuales, que poco tiempo después del matrimonio acaban en los tribunales de la Iglesia. No pocas veces encuentro una pareja de hecho que, tras años de planteamientos y dudas, deciden «celebrar la ceremonia» por los motivos más variopintos: porque están juntos desde hace tiempo y piensan que esa situación no se puede seguir manteniendo: «O nos dejamos o nos casamos»; o porque se sienten obligados a casarse porque piensan que ya no podrían encontrar a otro o a otra; o porque la insistencia de los parientes les abruma.
Pero en muchos de esos casos hay casi una incapacidad —no lo digo en sentido técnico— para percibir la novedad del consentimiento, mediante el cual lo que era un simple hecho se convierte en realidad, pertenencia recíproca, vínculo de justicia en el sentido más profundo. Con esto no quiero decir que esos matrimonios sean siempre nulos sino simplemente que las relaciones sexuales previas al matrimonio no son ninguna garantía de éxito y, por otra parte, que enfocar así la relación comporta un riesgo real de no llegar a comprender el profundo sentido humano del consentimiento matrimonial, que viene reducido a una simple ceremonia o formalidad que no modifica en su esencia la relación entre el hombre y la mujer.
Las situaciones pueden ser muy diversas. La pastoral matrimonial, siguiendo los consejos del papa Francisco, tendrá que hacer un esfuerzo para salir al encuentro de esas parejas que por los motivos más variados conviven sin estar casados, ayudándoles a remover los obstáculos —a veces internos, a veces externos— que les impiden llegar al don sincero de sí en el matrimonio, comprender que casarse es entregarse y acogerse en una unión que, por su misma naturaleza, es exclusiva, indisoluble y abierta a la fecundidad, cosa que antes no era. Más que intentar convencerlos de cumplir una formalidad se trata de acompañarlos en un camino que lleve esa unión a su perfección mediante un proceso de purificación, elevación y entrega sincera.
Así pues, uno de los grandes desafíos en nuestra cultura es explicar que el matrimonio no es una estructura legal extrínseca a la relación amorosa. Esto requiere una clara distinción entre «legalidad» y «juridicidad intrínseca». Lo explica muy bien Hervada con las siguientes palabras: «Es claro, por lo dicho, que el matrimonio no es una estructura extrínseca, impuesta desde fuera por el legislador, una especie de canal extrínseco mediante el cual el legislador pretendería ordenar, de acuerdo con unos determinados criterios, la unión entre hombre y mujer. Ciertamente existe una legalidad matrimonial, que es el sistema matrimonial propio de cada ordenamiento jurídico: desde la forma del matrimonio hasta los efectos de la filiación. Pero esta legalidad no es el matrimonio, ni forma parte de su estructura jurídica intrínseca. En este punto conviene distinguir entre la legislación sobre el matrimonio y el matrimonio mismo. El matrimonio tiene una estructura jurídica formada por el vínculo entre hombre y mujer que los hace marido y esposa, por los derechos y deberes conyugales, por los principios informadores de la vida conyugal».
Finalmente, en este esfuerzo de superación de la visión legalista del matrimonio, considero que es fundamental el descubrimiento de la dimensión vocacional del matrimonio, que entre bautizados significa sacramentalmente la unión entre Cristo y su Iglesia. Como nos recuerda el Papa Francisco en Amoris laetitia: «El sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos, porque ‘su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por tanto el recuerdo permanente para la Iglesia de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes’ (Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 94). El matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al llamado específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre Cristo y la Iglesia. Por lo tanto, la decisión de casarse y de crear una familia debe ser fruto de un discernimiento vocacional».
3- ¿Cómo transmitir la belleza del Matrimonio a las nuevas generaciones?
Además de las cuestiones que he señalado hasta ahora, hay otros retos que debemos afrontar para superar esas desafecciones —incluso a veces miedos— hacia el matrimonio que encontramos en nuestra sociedad. Podríamos indicar muchos desafíos, pero me limitaré a algunos que considero muy importantes en esta labor de reconstrucción cultural del matrimonio a la que el Papa Francisco ha dedicado amplio espacio en Amoris laetitia.
En este epígrafe veremos cuáles podrían ser, en mi opinión, las soluciones a estos retos, las razones y las sendas para abrir los ojos de los jóvenes para que redescubran la belleza y la novedad del amor conyugal.
a) Enseñar a hacer proyectos de vida. La generación de lo inmediato y el influjo de las nuevas tecnologías
El Papa Francisco, con gran realismo, nos indica lo difícil que es hacer proyectos de vida de amplio alcance cuando se está inmerso en una cultura de lo provisional y de lo inmediato, donde las personas buscan solo satisfacer sus necesidades y lograr una felicidad que no exija esfuerzo ni sacrificio. Desde esta perspectiva, la persona no logra entender ni asumir un amor fuerte, que es en primer lugar compromiso, como es por su naturaleza el amor conyugal. Leamos sus palabras: «Un amor débil o enfermo, incapaz de aceptar el matrimonio como un desafío que requiere luchar, renacer, reinventarse y empezar siempre de nuevo hasta la muerte, no puede sostener un nivel alto de compromiso. Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un proceso constante de crecimiento. Pero ‘prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada’ (Francisco, carta encíclica Lumen fidei, 29 de junio de 2013, n. 52)».
Debemos saber trasmitir esta verdad a los jóvenes: el matrimonio no es la meta, no es la celebración ni mucho menos el banquete, sino que es un proyecto de vida que involucra a toda la persona y a toda su vida. Los bienes del matrimonio son bienes arduos, que requieren para su logro las virtudes: fortaleza, generosidad, prudencia, magnanimidad, caridad por encima de todo.
Por eso, la pastoral familiar debe ser muy clara y también exigente, pero no solo mostrando las leyes como si fuesen algo extrínseco, sino sabiendo trasmitir la belleza del matrimonio: «Los matrimonios agradecen que los pastores les ofrezcan motivaciones para una valiente apuesta por un amor fuerte, sólido, duradero, capaz de hacer frente a todo lo que se le cruce por delante».
Es fundamental, además, enseñar a los jóvenes —y también a los adultos— a saber esperar, porque en el matrimonio las cosas no se obtienen ni enseguida ni automáticamente. En Amoris laetitia hay un consejo muy práctico del papa Francisco que creo puede servir de guía en un proceso educativo de los jóvenes que les enseñe a hacer proyectos a largo plazo: «En este tiempo, en el que reinan la ansiedad y la prisa tecnológica, una tarea importantísima de las familias es educar para la capacidad de esperar. No se trata de prohibir a los chicos que jueguen con los dispositivos electrónicos, sino de encontrar la forma de generar en ellos la capacidad de diferenciar las diversas lógicas y de no aplicar la velocidad digital a todos los ámbitos de la vida. La postergación no es negar el deseo sino diferir su
satisfacción. Cuando los niños o los adolescentes no son educados para aceptar que algunas cosas deben esperar, se convierten en atropelladores, que someten todo a la satisfacción de sus necesidades inmediatas y crecen con el vicio del ‘quiero y tengo’. Este es un gran engaño que no favorece la libertad, sino que la enferma».
b) La valentía del compromiso como antídoto contra una libertad entendida en sentido absoluto y autorreferencial
La libertad es siempre finalizada, no es un fin en sí misma. Solo comprometiéndose consigue alguien realizarse como persona. Quien pone la libertad como fin en sí misma se vuelve esclavo de su «libertad», que ya no es libertad de elegir el bien autónomamente, sino una total y absurda indeterminación, es decir, no una verdadera libertad sino una libertad ilusoria, un sucedáneo de la verdadera libertad.
Pero crecer en la libertad exige un proceso formativo eficaz. Como dice el Papa Francisco: «La libertad es algo grandioso, pero podemos echarla a perder. La educación moral es un cultivo de la libertad a través de propuestas, motivaciones, aplicaciones prácticas, estímulos, premios, ejemplos, modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones, revisiones del modo de actuar y diálogos que ayuden a las personas a desarrollar esos principios interiores estables que mueven a obrar espontáneamente el bien. La virtud es una convicción que se ha trasformado en un principio interno y estable del obrar. La vida virtuosa, por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la persona se vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales. Porque la misma dignidad humana exige que cada uno ‘actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro’» (Gaudium et spes).
A la luz de estas palabras, quisiera subrayar la centralidad de la educación en las virtudes en el proceso de preparación al matrimonio entendido en toda su riqueza. Es un tema del que habló san Juan Pablo II en Familiarís consortio y que fue retomado por Francisco en Amoris laetitia. Esto se entenderá mejor en la medida en que se descubra el desarrollo de las virtudes como algo natural, es decir, como el recto desarrollo de las tendencias inscritas en la naturaleza humana que nos permite alcanzar la perfección a la que está llamada nuestra naturaleza personal, y no como la simple adquisición de un hábito que pone límites a una libertad que de lo contrario sería absoluta.
La familia es el ámbito más eficaz de la educación en las virtudes, no tanto como enseñanzas teóricas, sino como el modo bueno de vivir: el don desinteresado a los demás, la generosidad, el saber compartir, el sacrificio, el sentido de justicia, la fortaleza, la castidad, sobre todo si los hijos ven esas virtudes encarnadas en sus padres. Como afirma san Josemaría Escrivá: «Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo este: que vuestros hijos vean —lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones— que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras».
c) Luchar contra el pesimismo antropológico, según el cual el hombre no sería capaz de ser bueno
En muchas de las discusiones que surgieron durante las Asambleas del Sínodo —la extraordinaria de 2014 y la ordinaria de 2015— y también después de la publicación de Amorís laetitia, se nota un profundo pesimismo antropológico, como si no fuese posible pedir hoy a los novios y a las parejas que vivan fielmente las exigencias del verdadero amor. Ese pesimismo, además, no se expresa solo respecto a las personas, sino también respecto a la fuerza de la redención obrada por Cristo, como si no hubiese sido verdaderamente eficaz y el hombre siguiese siendo el mismo de antes. En la práctica se admite si acaso un buen ejemplo y una bonita doctrina trasmitidos por Cristo, pero no un hombre nuevo redimido por la gracia.
En este sentido, no podemos rebajar las exigencias intrínsecas del matrimonio, don de Dios a los hombres, para hacerlo una ‘institución’ —no ya una realidad— más al alcance de la mano de los pobres mortales.
Considero que el remedio más eficaz contra este pesimismo antropológico es el acercamiento de los novios a una auténtica vida de fe coherente. De ahí la importancia de que los cursos de preparación al matrimonio no se limiten a la trasmisión de contenidos, incluso muy hermosos, sino que se tomen en serio la importancia del redescubrimiento de la fe y de la vida cristiana, garantía de buen éxito de la vocación matrimonial de los fieles.
Un dato como muestra. Hace unos meses hablaba con un párroco romano que me contó que en su parroquia, desde hace más de 30 años, organizan cursos de preparación en los que participa cada año una treintena de parejas de novios. Desde el principio, enfocaron esos cursos de preparación como un recorrido de redescubrimiento de la fe y renacimiento de la vida sacramental. De las casi 900 parejas que han seguido ese recorrido a lo largo de los años, se cuentan con los dedos de una mano aquellas cuyo matrimonio ha fracasado. La ayuda de la gracia, que Cristo no niega a ningún hombre de vida recta, es necesaria para vivir fielmente el amor conyugal, incluso a través de las pruebas y las crisis que toda pareja pueda atravesar. Además, en el caso del matrimonio de los bautizados, tenemos la certeza de que, si no se ponen obstáculos, la gracia de Dios actúa siempre eficazmente, porque Cristo está presente en la vida de la pareja. Es esa conciencia la que evita caer en el pesimismo antropológico al que hacía referencia.
d) Superar el hedonismo y la promiscuidad que se deriva
La banalización de la sexualidad, consecuencia de diversos fenómenos de los últimos decenios —la mentalidad anticonceptiva, la educación sexual desviada e ideológica, la promoción de modelos de sexualidad libertarios, la difusión de la pornografía, etc.— hace que a los jóvenes les cueste entender qué significa el respeto de la propia masculinidad y feminidad, ordenadas por su misma naturaleza al don total de sí en la condición masculina y femenina.
En nuestras sociedades hay diversos problemas que deben considerarse en los recorridos formativos de los jóvenes: el sexo precoz, la promiscuidad, la fuerte presencia de la pornografía, de modo particular en la red. Estas dificultades deben ser afrontadas a partir de una verdadera educación sexual que se traduzca en una educación en las virtudes, particularmente en la virtud de la castidad entendida no como lista de prohibiciones sino como una «afirmación gozosa» que hace a la persona dueña de sí misma y no esclava de las pasiones y de los sentimientos.
Lo ha explicado con gran claridad el papa Francisco en Amoris laetitia, en el epígrafe titulado Sí a la educación sexual. En él, el Pontífice habla con gran realismo de la responsabilidad de los padres y de los educadores en un mundo en el que se ha banalizado la sexualidad y a menudo se presentan modelos que no responden a la dignidad de la persona humana, que se convierte en un objeto de placer y deja de ser una persona irrepetible que debe ser respetada, cuidada, amada de verdad y nunca utilizada. En esta educación, que no es simple información sino formación que tiene en cuenta las diversas etapas de la madurez de la persona, el papa subraya una vez más el papel fundamental de las virtudes, entre las cuales señala la castidad, el pudor, el respeto del otro, la generosidad, todas iluminadas e informadas por la caridad, que viene explicada en el capítulo IV, corazón de la exhortación.
4. A modo de conclusión
No quisiera que todo lo dicho hasta ahora nos llevase al pesimismo. Es verdad que los retos son grandes, pero tenemos todos los medios para afrontarlos. El optimismo del cristiano no tiene su fundamento en que todas las cosas vayan bien sino en la certeza de la eficacia de la redención obrada por Jesucristo y en la conciencia de que, también en el ámbito de la evangelización de la familia, somos sus instrumentos. Contra esa cultura que pone en duda o niega directamente los fundamentos del matrimonio y de la familia tenemos la certeza de estar del lado de la razón y no del error.
La situación actual, que Benedicto XVI no dudó en llamar de ‘emergencia educativa’ también en relación con la juventud, es para todos una llamada a la responsabilidad personal e institucional: unir fuerzas para influir en el ambiente, para cambiarlo. El fundador del Opus Dei aconsejaba: «’¡Influye tanto el ambiente!’, me has dicho. Y hube de contestar: sin duda. Por eso es menester que sea tal vuestra formación, que llevéis, con naturalidad, vuestro propio ambiente, para dar ‘vuestro tono’ a la sociedad con la que conviváis. Y, entonces, si has cogido este espíritu, estoy seguro de que me dirás con el pasmo de los primeros discípulos al contemplar las primicias de los milagros que se obraban por sus manos en nombre de Cristo: ‘¡Influimos tanto en el ambiente!’».
Esta seguridad nos llevará a buscar todos los modos posibles para difundir la belleza del matrimonio, ya sea a través del apostolado personal, tema sobre el que insiste a menudo el papa Francisco, ya sea a través de iniciativas culturales, académicas y sociales que contribuyan a la nueva evangelización de la familia, también a través del acompañamiento de las familias y la oración en familia y por las familias.
Creo que también nosotros, como Universidad Pontificia, estamos llamados a estar en primera línea en estos momentos de ‘emergencia educativa’. Y hay diversos instrumentos con los que podemos contar en cuanto centro de estudio y de enseñanza: la promoción de la investigación interdisciplinar, la colaboración con la sociedad civil, los diversos servicios que podemos prestar a la Iglesia universal y a las Iglesias locales. ¿Cómo podemos hacerlo? Mediante las publicaciones, con el trabajo sobre el terreno, buscando los modos para hacer llegar el trabajo de investigación no solo a nuestros estudiantes sino también a un público más amplio. En la Universidad Pontificia de la Santa Cruz hay ya muchas realidades que hay que animar: el proyecto ‘Family and Media’, el curso ‘Amore, famiglia ed educazione’, el Centro de estudios jurídicos sobre la familia, el Curso sobre el acompañamiento pastoral en el camino matrimonial organizado por el Centro deformación sacerdotal que ha dado origen a este libro, y muchas otras iniciativas de las diversas Facultades.
Se trata de buscar caminos para asumir el reto propuesto por nuestro Gran Canciller: «Convendrá estudiar modos prácticos para desarrollar la preparación al matrimonio, sostener el amor mutuo entre los esposos y la vida cristiana en las familias, impulsar la vida sacramental de abuelos, padres e hijos, especialmente la confesión frecuente. Cristo abraza todas las edades del hombre, nadie es inútil o superfluo». Y, en este desafío, indica también algunos instrumentos que nos tocan de lleno como centro universitario: «La acción de grupos de estudio sobre el papel educativo, social y económico de la familia, con vistas a crear en la opinión pública un ambiente favorable a las familias numerosas».
Como he explicado a lo largo de la exposición, para lograr invertir la tendencia negativa respecto a la comprensión de la realidad del matrimonio, hacen falta auténticos y eficaces programas de formación para los jóvenes, los novios y las familias. Esto implica tener claras las ideas sobre cuáles son los puntos débiles y los puntos fuertes de la cultura en la que nos movemos, lo que nos permitirá encontrar los modos para afrontar esa emergencia educativa a la que me acabo de referir.
No me resisto a transcribir una cita del papa Benedicto XVI, tal vez un poco larga pero que resume todo lo que he intentado transmitir en este capítulo: «En realidad, hoy cualquier labor de educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran ‘emergencia educativa’, de la creciente dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás organismos que tienen finalidades educativas. Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable: en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo —el relativismo se ha convertido en una especie de dogma—, falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad, se considera ‘autoritario’, y se acaba por dudar de la bondad de la vida —¿es un bien ser hombre?, ¿es un bien vivir?— y de la validez de las relaciones y de los compromisos que constituyen la vida. Entonces, ¿cómo proponer a los más jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida, un auténtico sentido y objetivos convincentes para la existencia humana, sea como personas sea como comunidades? Por eso, por lo general, la educación tiende a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras. Así, tanto los padres como los profesores sienten fácilmente la tentación de abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya ni siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que les ha sido encomendada. Pero precisamente así no ofrecemos a los jóvenes, a las nuevas generaciones, lo que tenemos obligación de transmitirles. Con respecto a ellos somos deudores también de los verdaderos valores que dan fundamento a la vida».
Nosotros los universitarios no podemos abdicar de nuestras responsabilidades al respecto. Debemos tener la conciencia de ser ‘formadores de formadores’.
El desafío puede parecer enorme, pero si comenzamos con la adecuada formación de los sacerdotes, de los fieles laicos y de los religiosos que frecuentan nuestras aulas seremos un eficaz instrumento en el cambio de nuestra cultura, conscientes de que la Iglesia ya está hecha pero se debe hacer en cada generación, también por lo que se refiere al descubrimiento de la belleza del amor conyugal, del matrimonio y de la familia en él fundada, una realidad que está inscrita en lo más profundo del ser hombre y mujer, como bien explica Viladrich: «Los fines, los bienes y las propiedades del matrimonio están íntimamente relacionados. Si aplicamos la estructura y la dinámica del amor al matrimonio, ese entrelazamiento se ve muy claro. Los que se aman realmente lo saben ya sin necesidad de un discurso académico, porque experimentan ese inseparable entrelazamiento todos los días en su vida cotidiana».
(*) Profesor ordinario de Derecho Canónico en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz y juez del Tribunal de Primera Instancia del Vicariato de Roma y del Tribunal de Primera Instancia del Estado de la Ciudad del Vaticano.
CÓMO ACOMPAÑAR EN EL CAMINO MATRIMONIAL. TEMA 1: PRESENTACIÓN Y I. ¿POR QUÉ CASARSE POR LA IGLESIA?