LA ESCOLÁSTICA Y LA CUESTIÓN DE LOS UNIVERSALES.
Continuación de La Filosofía Cristiana y san Agustín.
Por Juan María Gallardo.
La primera vez que la filosofía sale de los aislados grupos monásticos para formar un medio filosófico más amplio, fue con ocasión del Imperio de Carlomagno en el siglo VIII. Entonces fueron llamados a la corte del emperador los sabios dispersos que en aquel mundo desconectado e inculto habían adquirido renombre por su ciencia. La obra no tardó en fructificar, y, ya en el reinado de Carlos el Calvo —nieto de Carlomagno—, explicó en la escuela palatina el primer filósofo creador y original de la Edad Media: el escocés Escoto Eriúgena.
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El problema que aguzó los espíritus en aquel primer ambiente filosófico fue el que se conoce en la historia con el nombre de cuestión de los universales. En un libro de Porfirio —discípulo de Plotino—, que era una de las pocas obras antiguas que se manejaban entonces porque había sido vertida al latín por Boecio, se hacían unas preguntas, que el autor dejaba sin respuesta juzgando que excedían a su materia: ¿Existen realmente las especies o universales —«el hombre», «el caballo»— o son puras ficciones de la mente? Si existen, ¿qué naturaleza tienen? ¿Existen fuera de las cosas materiales concretas, o están implicados en ella? Es decir: nosotros hablamos, por ejemplo, del triángulo, del hierro, del hombre, cosas todas que no se refieren a un objeto o individuo concreto, sino que se pueden aplicar a muchos. Evidentemente, nadie ha visto nunca tales entidades aisladas en sí, pero todo el mundo entiende lo que con ellas se quiere decir. La realidad se compone de cosas que, aparte de ser individuos concretos, realizan una naturaleza específica. Este hombre con quien yo hablo, además de ser Juan, individual, inconfundible, es hombre: esto es, posee una naturaleza que comparte con otros muchos. Por otra parte, la ciencia versa sobre estos conceptos universales, y la ciencia es útil, la realidad responde a ella: parece, pues, que esos universales han de tener alguna clase de ser. ¿Cuál será este?
En la cuestión que late en el fondo de estas preguntas puede reconocerse fácilmente el eterno y fundamental problema que movió a los hombres a filosofar: la oposición entre el mundo de los sentidos y el mundo de la razón. Los primeros filósofos griegos partían de la experiencia racional y se admiraban ante el cambio constante de las cosas individuales. Movimiento e individualidad eran sus problemas radicales. El hombre medieval parte, a la inversa, de la experiencia inmediata de los sentidos y se sorprende ante la universalidad de las ideas. La expresión es opuesta; el fondo, el mismo. No se trata, sin embargo, de un mero recomenzar la labor filosófica arruinada por la disolución violenta del mundo antiguo, sino más bien de prolongarla desde un plano diferente. La experiencia fundamental de la fe cristiana orientará y matizará de un modo enteramente nuevo a la nueva especulación, deparándole un estilo y abriéndole unos horizontes que eran desconocidos al mundo antiguo.
Las soluciones a este problema de los universales fueron varias: en los extremos —en el sí y el no— encontraremos el realismo absoluto y el nominalismo. Entre ambos, diversas concepciones armonizadoras, que veremos sucesivamente. En estos primeros siglos de la Escolástica (IX a XI) no encontraremos más que las soluciones extremas, por lo que, de momento, reservaremos a ellas nuestro estudio.
El realismo absoluto opina que los universales existen fuera de la mente y fuera de las cosas con una realidad sustancial, aislada, concreta, como la de las cosas de este mundo. Los más caracterizados defensores de esta tesis —que, como se adivina, ha de deber mucho al platonismo— son dos británicos: Escoto Eriúgena, ya citado, y san Anselmo de Canterbury. Vamos a ver algo sobre lo que en esencia pensaron para comprender el porqué de su posición realista ante la cuestión de los universales.
Juan Escoto Eriúgena (810-877) fue un pensador vigoroso y audaz que se adelanta en casi dos siglos a los primeros maestros de la filosofía medieval. Parte de la forzada identidad de resultados entre la obra de la razón y la verdadera fe. Entre ellas no puede haber contradicción porque la unidad y veracidad de Dios, autor de una y otra, las garantiza. Su motivo inspirador era, pues, una fe absoluta, inconmovible; una fe que excluye de raíz toda posibilidad de conflicto entre la fe y la razón. Sin embargo, aunque su intención sea plenamente ortodoxa, su mismo entusiasmo le llevó a conclusiones imprudentes, de expresión heterodoxa, que ocasionaron la condenación eclesiástica de su obra. El ejercicio de la razón —la filosofía— debe preceder, según él, a la fe, que solo aparecerá clara y patente, llena de sentido, cuando resulte la coronación y concreción de lo que se ha razonado. Aún más: si llegase a surgir conflicto entre razón y autoridad, debe, honradamente, anteponerse la razón, porque la autoridad procede de la razón, y no esta de aquella. Escoto abriga la íntima convicción —basada en una fe total— de que el recto uso de la razón acabará, aun a través de contradicciones aparentes, por coincidir con el verdadero y esencial contenido de la fe.
Sobre estas bases metódicas pasa a construir una teoría del Universo que recuerda mucho a las causaciones cósmicas de Plotino. Escoto supone que esta concepción, elaborada racionalmente, debe identificarse con el contenido de la fe, o, más bien, ser su misma expresión. La creación es, según él, un proceso en que se distinguen cuatro etapas: 1.° Natura naturans et non naturata —la naturaleza creadora y no creada—, que es Dios, ser primero y causa de cuanto existe. 2.° Natura naturata et naturans —creada y creadora—, que es el mundo de las ideas, arquetipos por los que Dios creó a las cosas y que son coeternas con Él. 3.° Natura naturata sed non naturans —creada pero no creadora—, esto es, las criaturas de este mundo, finitas y concretas, que reciben su ser de las ideas divinas, y no crean ulterior realidad; y 4.° Natura non naturata neque naturans —ni creada ni creadora—, que es el mismo Dios en cuanto fin y elevador providente de todo lo que existe.
Puede verse cómo esta versión cristiana del platonismo —mucho más literal que la de san Agustín— exige una solución realista del problema de los universales: las ideas —el hombre, el caballo, la justicia— tienen una realidad fuera de la mente, como primer estrato del ser, verbo o palabra de Dios.
Comparte la posición realista de Escoto otro de los más grandes filósofos y teólogos de la iniciación escolástica: San Anselmo (1033-1109), arzobispo de Canterbury, que es, sin embargo, su contradictor en lo que se refiere a la relación de fe y razón. Opina san Anselmo que el conocimiento y aceptación de la fe debe preceder al ejercicio de la razón y ser después fundamentado racionalmente. San Anselmo es consciente de la limitación de la razón, y de su vulnerabilidad por el error y por las pasiones, y cree por otra parte en el poder de orientación y guía de la fe. No hacer preceder la fe —dice contra Escoto— es presunción; no apelar después a la razón —añade contra los irracionalistas de la fe— es negligencia. Esta posición, plenamente ortodoxa, se resume en su fórmula: Credo ut intelligam, es decir, «creo para comprender», no «comprendo para tener fe». Y en las posibilidades de la razón para, posteriormente, comprender el contenido revelado, san Anselmo no reconoce límites.
Así, la parte de su filosofía que ha pasado a la historia como algo universalmente conocido es el razonamiento por el cual, una vez que poseemos la idea de Dios, se demuestra que Dios existe. Este es el que se ha conocido por el nombre de «argumento ontológico» o anselmiano para probar la existencia de Dios. En resumen, puede expresarse de esta manera: Poseemos la idea de un ser que reúne en sí todas las perfecciones, un ser mayor del cual no puede pensarse otro.
Esta idea la posee todo hombre; no es contradictoria —como «círculo cuadrado», por ejemplo— porque incluso el «insensato» que dice «Dios no es», entiende lo que quiero decir cuando digo Dios; él lo niega, no en su mente, sino en su corazón. Una cosa es existir en la mente y otra existir en la realidad, pero aquel ser que exista en la mente y en la realidad será mayor, más perfecto, que otro que existiese solo en la mente. Luego si poseo la idea de un ser perfecto, mayor del cual no puede haber otro, ese ser tiene que existir, so pena de ser un concepto contradictorio: si ese ser más perfecto no existiese, sería y no sería a la vez el más perfecto, lo que encierra contradicción.
Este argumento impresiona por el rigor cuasi matemático con que pretende demostrar la existencia de Dios deduciéndola de su esencia. Sin embargo, no le faltaron contradictores en su misma época, y posteriormente otros filósofos como santo Tomás lo rechazaron por no concluyente. Su defecto estriba en considerar a la existencia como una perfección más de la esencia, siendo así que se trata de algo radicalmente distinto, que no puede deducirse de ella. La esencia de un ser es la misma si existe que si es meramente posible o imaginario. Una peseta imaginaria no tiene menos céntimos que una peseta real. El fondo metafísico que lleva a san Anselmo a admitir este argumento es su creencia en las ideas como algo anterior y superior a las cosas mismas, esto es, en que la realidad se rige por la idea, y no la idea por la realidad. O, en otras palabras, su realismo absoluto ante la cuestión de los universales, que nace de la influencia platónica sobre toda esta primera y más antigua escolástica.
En el extremo opuesto al realismo absoluto se registra en esta época otra posición, que se llamó nominalismo. Según ella, los universales no solo no existen con una existencia sustancial y separada, sino que no existen de ninguna manera. Los conceptos que nuestra mente forja no corresponden a nada real, son solo simples nombres —de aquí el título de la escuela—, flatus voces —palabras vacías— con que designamos a un conjunto de cosas que se asemejan entre sí o que son fácilmente relacionables. Del mismo modo que los astrónomos ponen nombres a las constelaciones sin que ello quiera decir que aquel conjunto de estrellas forme ninguna clase de unidad, así nosotros aplicamos nombres colectivos que no tienen más valor que la comodidad y brevedad en la designación. Se cita como principal representante del nominalismo a Roscelino, canónigo de Compiégne, que vivió también en el siglo XI, aunque de él apenas se conserva escrito alguno.
El fondo implícito en esta teoría es el empirismo escéptico, es decir, la concepción que no acepta otra realidad que la concreta, singular, aquella que es perceptible por los sentidos. El hombre, según ella, forja sistemas explicativos de la realidad, en los que a menudo se excede creando principios y entidades cuya admisión es muy difícil. Así, para el realista de tipo platónico, la humanidad —el hombre en sí— existe en un mundo superior y diferente; para el empirista escéptico, en cambio, no existen más que los hombres concretos, de carne y hueso.
La crítica escéptica ha servido a lo largo de la historia como válvula de escape para el pensamiento cuando este se hallaba cargado metafísicamente y exigía una renovación. Su obra demoledora ha sido causa y acicate, en muchas ocasiones, para la aparición de los más grandes movimientos filosóficos. Tal fue el caso de la sofística griega, tras la cual surgieron, como vimos, los sistemas de Platón y Aristóteles. Tal es, ahora, el nominalismo, tras el cual se engendrará el esplendor de la Escolástica de los siglos XII y XIII. Tal será, en fin, el caso que veremos repetirse muchas veces a lo largo de la prolongada vida del esfuerzo filosófico.
LA ESCOLÁSTICA Y LA CUESTIÓN DE LOS UNIVERSALES.