SIGLO XII: ABELARDO Y SAN BERNARDO.
Continuación de La escolástica y la cuestión de los universales.
Por Juan María Gallardo.
El siglo XII es quizá el más característico y reciamente escolástico. Es la época en que se manifiesta con mayor fuerza el genio creador y de sencilla y natural adaptación de aquel medio cultural cristiano que se caracteriza por una síntesis de religión y vida. Es la época en que el arte románico culmina y florece en las más perfectas y espiritualizadas líneas del gótico, la expresión más típica del espíritu medieval y cristiano. En el orden de la cultura son, sin duda, superiores y más profundas las grandes síntesis filosóficas del siglo XIII, pero el impulso humano creador procedía de esta época que le antecede, en la cual la abierta y devota ingenuidad del espíritu cristiano no se oculta todavía bajo la preocupación teorética y sistemática que caracterizará a la siguiente.
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Hemos dicho que en todos estos primeros siglos de la Escolástica medieval no eran apenas conocidos los grandes maestros de la filosofía griega en sus fuentes originales, y solo se conocía parcialmente el platonismo a través de la tradición neoplatónica de san Agustín y de los compiladores. Toda la filosofía medieval ha sido hasta aquí de corte platónico. De Aristóteles se conocía solamente la lógica, y se tenían ideas muy oscuras e inexactas sobre su sistema metafísico.
Pues bien, a principios de este siglo irrumpe en la vida filosófica una figura realmente extraordinaria para su época: el clérigo francés Pedro Abelardo (1079-1142). Dialéctico sagacísimo, discute públicamente con su maestro Roscelino; ataca también a los realistas platonizantes, y sugiere soluciones nuevas y profundas que sorprenden a todos los espíritus cultos de la época. Para oírle en la escuela catedral de París, acuden gentes de todo el mundo, a pesar de lo desconectado del ámbito europeo y lo difícilmente transitable de la Europa de aquella época.
El hecho que tal expectación despertaba era este: Abelardo había adivinado, en lo esencial y sin conocer más que la lógica, la teoría del conocimiento y la metafísica de Aristóteles. Ello abría de golpe ante sus contemporáneos todo un mundo de sugestiones, la visión en lontananza de nuevos horizontes. El conocimiento intelectual —enseña Abelardo— no se realiza por recordación ni por iluminación superior, sino por abstracción, penetrando en las cosas mismas conocidas por los sentidos; el universal no es una realidad separada como querían los platónicos, ni tampoco una palabra vacía como pretendían los nominalistas, sino un concepto aplicable, por derecho propio, a la pluralidad de objetos que realizan la misma esencia. Esta teoría, que recibió en la época el nombre de conceptualismo, es la tercera solución que media en la disputa de los universales, y que prepara ya la respuesta plenamente aristotélica que enunciará santo Tomás de Aquino.
En lo humano, Abelardo, a pesar de ser quizá el más característico representante del escolasticismo, es un espíritu abierto que ama la vida y la belleza. Dotado de una fina sensibilidad poética, no puede admitir una ruptura entre el mundo antiguo y el Cristianismo, una proscripción de los poetas, artistas o filósofos de la antigüedad clásica, juzgándolos espíritu de vanidad, insania del paganismo. Antes al contrario, se complace en imaginarlos como precursores de la fe cristiana, espíritus iluminados por el nus divino, que es esencialmente belleza y ciencia. La personalidad de Abelardo, por otra parte, pertenece a la literatura universal por sus célebres amores con Eloísa, que tuvieron trágico desenlace. Después de él escribió Abelardo una correspondencia fingida con su amada cuyo objeto era perpetuar la memoria de aquel amor.
Pero todo movimiento teorético o especulativo ha provocado siempre en el seno de la cultura cristiana una reacción de hostilidad basada en la sencillez de la pura relación entre el alma y Dios, en los datos estrictos y concretos del contenido de la fe. Cristo no fue un dialéctico ni un filósofo; no vino a enseñarnos una complicada ciencia, sino un espíritu y una fe; Él amaba a las almas sencillas y a los pobres, al paso que resistía a los que se tenían por sabios; a todos invitaba a hacerse como niños ante Dios para entrar en el reino de los cielos. De este modo, el movimiento dialéctico y la afición filosófica que representa Abelardo y la escuela de París en sus días ocasionaron la primera reacción de este género en la escolástica cristiana. Por lo general, al paso que los movimientos teoréticos se inspiran en el aristotelismo, este género de reacciones, que son también filosofía, buscan su apoyo en Platón a través de las fuentes animistas y afectivas del agustinismo.
Esta posición brotó en el siglo XII de los cenobios benedictinos y halló su representante más caracterizado en el abad de Claraval san Bernardo (1091-1153), que ha sido llamado con justicia el padre de la mística medieval. San Bernardo, sin rechazar ni despreciar a la razón, vio en el auge de la afición dialéctica e intelectual un movimiento peligroso, una desviación respecto al primitivo y sencillo espíritu del cristianismo. Para él los dos más famosos teólogos y los dos principales filósofos de su época —uno de los cuales era Abelardo— eran «los cuatro laberintos de Francia».
«La única verdadera sabiduría —dice san Bernardo— es Jesús, o, más concretamente, Jesús Crucificado». La ciencia de Dios se adquiere por la humildad, y esta se logra ante la Cruz de Cristo. San Bernardo describe los doce grados de la humildad, y la verdad que de ellos nace, que es el reconocimiento de la propia miseria. De aquí, y a través de otros tres grados de verdad en que nuestro estado y nuestro fin se nos hacen cada vez más claros y vividos, ascendemos al éxtasis en el que el alma se funde con Dios y se deifica por el amor.
A pesar del desprecio por la ciencia profana que rezuman las páginas de san Bernardo, su pluma, movida por el amor de Dios, discurrió por cauces altamente estéticos y de profundo sentido poético que muestran bien a las claras un gran conocimiento y comprensión de los clásicos latinos. Veamos como ejemplo este inspirado y conmovedor poema litúrgico que dedica a la posesión por el alma de Jesús, Hijo de Dios:
Jesu, dulcis memoria,
Dans vera cordi gaudia:
Sed super mel, et omnia
Ejus dulcis paesentia.
Nil canitur suavius,
Nil auditur jucundius,
Nil cogitatur dulcius,
Quam Jesus Dei filius.
Jesu spes paenitentibus
Quam pius es petentibus!,
Quam bonus es quaerentibus!,
Sed quid invenientibus?
(Jesús, dulce recuerdo,
Verdadera alegría en el corazón:
Más su presencia dulce
Que la miel y todas las cosas.
Nada se canta más suave,
Nada se oye más alegre,
Nada se piensa más dulce
Que Jesús hijo de Dios.
Jesús, esperanza para los penitentes,
¡Qué piadoso eres para los que piden!,
¡Qué bueno para los dolientes!
¿Y qué serás para los que te hallen?)
En el siglo XII, aunque no es todavía el siglo de oro de la filosofía medieval, nos aparecen ya claramente las dos tendencias cuya lucha constituye la trama misma del pensamiento cristiano. Aquella que busca construir un esquema racional de la realidad en el que la fe corone la obra de la razón o la gracia complete a la naturaleza, y aquella otra que busca la experiencia cordial y sencilla del hecho religioso, el coloquio amoroso del alma con Dios, junto al cual toda ciencia resulta pura superfluidad. La primera tendencia teme de la otra que, a través del misticismo, acabe en una concepción panteísta que divorcie radicalmente al hombre de la fe y al hombre de la razón. La segunda, en cambio —la platónico agustiniana—, teme que la vanidad de la ciencia racional disuelva en el paganismo la experiencia viva e inefable del hecho religioso. Diríase que esta tendencia adivinaba que la gran desviación de la edad moderna, que señalaría el fin en la historia de la época propiamente cristiana de la filosofía, habría de ser, precisamente, el racionalismo. En realidad ambas corrientes tenían razón en sus temores sobre la exageración de la tendencia contraria, y las dos actuaban rectamente, porque de la tensión entre ambas había de resultar la salud y la ortodoxia del pensar cristiano: la devoción y la ciencia, la búsqueda de Dios mismo y la comprensión de la sabiduría de su obra.
SIGLO XII: ABELARDO Y SAN BERNARDO.