TEMA 32: SEXTO MANDAMIENTO.

Continuación de Quinto mandamiento (2).

Por Juan María Gallardo.

La llamada de Dios al hombre y a la mujer a «crecer y multiplicarse» ha de leerse siempre desde la perspectiva de la creación «a imagen y semejanza» de la Trinidad (Cf. Gn 1). Esto hace que la generación humana, dentro del contexto más amplio de la sexualidad, no sea algo «puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal» (Catecismo, 2361). Por esta razón la sexualidad humana es esencialmente distinta a la animal.

Presentación de tema 32: sexto mandamiento

Dios es amor (1 Jn 4,8), y su amor es fecundo. De esta fecundidad ha querido que participe la criatura humana, asociando la generación de cada nueva persona a un específico acto de amor entre un hombre y una mujer. Por esto, «el sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad».

Siendo el hombre un individuo compuesto de cuerpo y alma, el acto amoroso generativo exige la participación de todas las dimensiones de la persona: la corporeidad, los afectos, el espíritu.

El pecado original rompió la armonía del hombre consigo mismo y con los demás. Esta fractura ha tenido una repercusión particular en la capacidad de la persona de vivir la sexualidad. De una parte, oscureciendo en la inteligencia el nexo inseparable que existe entre las dimensiones afectivas y generativas de la unión conyugal; de otra, dificultando el dominio que la voluntad ejerce sobre los dinamismos afectivos y corporales de la sexualidad. Esto ha producido el oscurecimiento del alto sentido antropológico de la sexualidad y de su dimensión moral.

En el contexto actual es importante distinguir una legítima reflexión sobre el género de aquella ‘ideología de género’ que condena el Papa Francisco. La primera intenta superar las diferencias sociales entre el hombre y la mujer con una lectura crítica de aquella visión demasiado ‘naturalista’ de la identidad sexual que reduce al dato biológico toda la dimensión sexual de la persona. Al mismo tiempo propugna una superación de las discriminaciones injustas en relación a la orientación sexual. La segunda, por su parte, promueve una visión de la persona humana y de su sexualidad incompatible con la Revelación cristiana, pues no sólo distingue, sino que separa el sexo biológico del género como papel sociocultural del sexo.

La necesidad de purificación y maduración que exige la sexualidad en su condición actual, redimida por Cristo, pero todavía en camino hacia la patria definitiva, no supone en modo alguno su rechazo, o una consideración negativa de este don que el hombre y la mujer han recibido de Dios. Implica más bien la necesidad de «sanearlo para que alcance su verdadera grandeza». En esta tarea juega un papel fundamental la virtud de la castidad.

La vocación a la castidad

El Catecismo habla de vocación a la castidad porque esta virtud es condición y parte esencial de la vocación al amor, al don de sí, con el que Dios llama a cada persona. La castidad hace posible el amor en la corporeidad y a través de ella. De algún modo, se puede decir que la castidad es la virtud que habilita la persona humana y la conduce en el arte de vivir bien, en la benevolencia y paz interior con los demás hombres y mujeres y consigo misma. La sexualidad humana atraviesa todas las potencias, desde lo más físico y material, a lo más espiritual, coloreando las distintas facultades según lo masculino y lo femenino.

La virtud de la castidad no es, por tanto, simplemente un remedio contra el desorden que el pecado origina en la esfera sexual, sino una afirmación gozosa, pues permite amar a Dios, y a través de Él a los demás hombres, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Cf. Mc 12,30).

«La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza» (Catecismo, 2341) y «significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual» (Catecismo, 2337).

Es importante en la formación de las personas, sobre todo de los jóvenes, al hablar de la castidad, explicar la profunda y estrecha relación entre la capacidad de amar, la sexualidad y la procreación. De otro modo, podría parecer que se trata de una virtud negativa. Se trata de ayudar a comprender que lo que se busca es encauzar la atracción por los bienes relacionados con el ámbito afectivo-sexual hacia el bien de la persona considerada como un todo.

En su estado actual, al hombre le es difícil vivir siempre, sin la ayuda de la gracia, la ley moral natural, y por tanto la castidad. Esto no implica la imposibilidad de una virtud humana que sea capaz de conseguir una cierta integración de las pasiones en este campo, sino la constatación de la magnitud de la herida producida por el pecado, que exige el auxilio divino para una reintegración de la persona.

La educación a la castidad

«La caridad es la forma de todas las virtudes. Bajo su influencia, la castidad aparece como una escuela de donación de la persona. El dominio de sí está ordenado al don de sí mismo» (Catecismo, 2346).

La educación a la castidad es mucho más que lo que algunos reductivamente denominan ‘educación sexual’, y que no pocas veces se reduce a proporcionar información sobre los aspectos fisiológicos de la reproducción humana y sobre los métodos anticonceptivos. La verdadera educación a la castidad no se conforma con informar sobre los aspectos biológicos, sino que ayuda a reflexionar sobre los valores personales y morales que entran en juego en las relaciones afectivas con las demás personas, y en de modo particular, en esa relación única que une al marido y la mujer. A la vez, fomenta ideales grandes de amor a Dios y a los demás, a través del ejercicio de las virtudes de la generosidad, el don de sí, el pudor que protege la intimidad, etc. Hábitos que ayudan a la persona a superar el egoísmo y la tentación de encerrarse en uno mismo. En efecto, «nuestra dimensión afectiva es una llamada al amor, que se manifiesta en la fidelidad, en la acogida y en la misericordia».

En este empeño, los padres tienen una responsabilidad muy grande, pues son los primeros y principales maestros en la formación a la castidad de sus hijos. En no pocos casos deberán trabajar activamente, junto a otras familias, para que la educación sexual y afectiva que se imparte en los centros educativos, sea acorde con una adecuada antropología, que sea capaz de superar la tan difundida banalización de la sexualidad.

En la lucha por vivir esta virtud son medios importantes: la oración: pedir a Dios la virtud de la santa pureza; la frecuencia de sacramentos; tener una vida equilibrada donde las diferentes dimensiones de las personas —trabajo, descanso, relaciones— se viven en harmonía; pensar en los demás; la devoción a María Santísima, Mater pulchrae dilectionis. Además, también ayuda: la moderación en la comida y bebida; el cuidado de los detalles de pudor y de modestia, en el vestir, etc.; evitar lecturas, imágenes y vídeos que previsiblemente pueden presentar contenidos inconvenientes; contar con la ayuda de la dirección espiritual.

La castidad es una virtud eminentemente personal. A la vez, «implica un esfuerzo cultural» (Catecismo, 2344), pues «el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la sociedad están mutuamente condicionados». El respeto de los derechos de la persona reclama el respeto de la castidad; en particular, el derecho a «recibir una información y una educación que respeten las dimensiones morales y espirituales de la vida humana» (Catecismo, 2344). Son muchos los desafíos a los que se enfrenta la familia hoy, y es importante reflexionar atentamente sobre ellos para poder ofrecer soluciones que ayuden a los individuos y a la sociedad entera.

Las manifestaciones concretas con las que se configura y crece esta virtud serán distintas dependiendo de la vocación recibida. «Las personas casadas son llamadas a vivir la castidad conyugal; las otras practican la castidad en la continencia» (Catecismo, 2349).

La castidad en el matrimonio

La unión sexual «está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer» (Catecismo, 2360): es decir, «se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte».

La grandeza del acto por el que el hombre y la mujer cooperan libremente con la acción creadora de Dios exige unas determinadas condiciones debido a la posibilidad de generar una nueva vida humana. Esta es la razón por la cual el hombre no debe separar voluntariamente las dimensiones unitiva y procreativa de dicho acto, como es el caso de la contracepción. Los esposos castos sabrán descubrir los momentos más adecuados para vivir esta unión corporal, de modo que refleje siempre, en cada acto, el don de sí que significa.

A diferencia de la dimensión procreativa, que puede actualizarse de modo verdaderamente humano solamente a través del acto conyugal, la dimensión unitiva y afectiva propia de ese acto puede y debe manifestarse de muchos otros modos. Esto explica que si, por determinadas condiciones de salud o de otro tipo, los esposos no pueden realizar la unión conyugal; o deciden que es preferible abstenerse temporalmente —o definitivamente, en situaciones especialmente graves— del acto propio del matrimonio, pueden y deben continuar actualizando ese don de sí, que hace crecer el amor verdaderamente personal, del que la unión de los cuerpos es manifestación.

La castidad en el celibato

El Hijo de Dios al venir a este mundo ha querido elegir para sí una vida de celibato, y en su predicación ha ofrecido distintas indicaciones que mientras nos ayudan a descubrir la belleza del matrimonio, nos ayudan a no perder de vista su carácter provisional, y por tanto relativo, pues cuando resuciten, ni los hombres se casarán, ni las mujeres tomarán esposo, serán como ángeles en el cielo (Mt 20,30).

Dios llama a la mayoría a encontrar la santidad en el matrimonio, pero quiere elegir algunos para que vivan su vocación al amor de un modo particular, en el celibato apostólico. El modo de vivir la vocación cristiana en el celibato apostólico implica la continencia. Esta exclusión del uso de la capacidad generativa no significa en ningún modo la exclusión del amor o de la afectividad. Al contrario, la donación que se hace libremente a Dios de una posible vida conyugal, capacita la persona para amar y donarse a muchos otros hombres y mujeres, ayudándoles a su vez a encontrar a Dios, que es la razón de dicho celibato. Este modo de vida ha de ser considerado y vivido siempre como un don.

Son distintos los modos carismáticos de vivir el celibato como llamada. Algunos reciben esta vocación en el sacerdocio o en la vida religiosa, otros muchos la reciben en medio del mundo sin una particular consagración, pero con la conciencia clara de saberse instrumentos del amor de Dios para ir por todo el mundo y predicar el evangelio.

Pecados contra la castidad

Se puede decir que los pecados contra el sexto mandamiento son un sucedáneo que intenta llenar el vacío de verdadero amor que anhela el corazón. A la castidad se opone la lujuria, que es «un deseo o un goce desordenados del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión» (Catecismo 2351).

Dado que la sexualidad ocupa una dimensión central en la vida humana, los pecados contra la castidad son siempre graves por su materia cuando se busca directamente el placer venéreo que es propio del acto sexual. Pueden ser leves, sin embargo, cuando no se busca directamente ese placer, o cuando falta advertencia plena o perfecto consentimiento.

El vicio de la lujuria tiene muchas y graves consecuencias: la ceguera de la mente, por la que se oscurece nuestro fin y nuestro bien; la debilitación de la voluntad; el apego a los bienes terrenos que hace olvidar los eternos; y finalmente se puede llegar al odio a Dios, que aparece al lujurioso como el mayor obstáculo para satisfacer su sensualidad.

De entre los pecados contra la castidad aparece en primer lugar el adulterio, que «designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio» (Catecismo 2380). Se puede decir que «la Palabra ‘No cometerás adulterio’, aunque expresada en forma negativa, nos orienta a nuestra llamada original, es decir, al amor nupcial pleno y fiel, que Jesucristo nos reveló y donó (Cf. Rom 12,1)».

La masturbación es la «excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo. ‘Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado’» (Catecismo, 2352). Por su misma naturaleza, la masturbación contradice el sentido cristiano de la sexualidad, que está al servicio del amor. Al ser un ejercicio solitario y egoísta de la sexualidad, privado de la verdad del amor, deja insatisfecho y conduce al vacío y al disgusto.

«La fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente ordenada al bien de los esposos, así como a la generación y educación de los hijos» (Catecismo, 2353). Tanto la unión libre o cohabitación sin intención de matrimonio, como las relaciones prematrimoniales, ofenden en diferentes grados la dignidad de la sexualidad humana y del matrimonio. «Son contrarias a la ley moral: el acto sexual debe tener lugar exclusivamente en el matrimonio; fuera de éste constituye siempre un pecado grave y excluye de la comunión sacramental» (Catecismo, 2390). La persona no se puede «probar» sino solamente donar libremente, una vez y para siempre.

«Los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados», como ha declarado siempre la Tradición de la Iglesia. Esta neta valoración moral de las acciones no debe mínimamente prejuzgar a las personas que presentan tendencias homosexuales, ya que su origen no es voluntario y, no pocas veces, su condición supone una difícil prueba. También estas personas «están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana» (Catecismo, 2359). En la exhortación apostólica Amoris laetitiae se explica que «en el curso del debate sobre la dignidad y la misión de la familia, los Padres sinodales han hecho notar que los proyectos de equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el matrimonio, ‘no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia’».

Asimismo son contrarias a la castidad las conversaciones, miradas, manifestaciones de afecto hacia otra persona, también entre novios, que se realizan con deseo libidinoso, o constituyen una ocasión próxima de pecado que se busca, o que no se rechaza.

La pornografía —exhibición del cuerpo humano como simple objeto de concupiscencia— y la prostitución —transformación del propio cuerpo en objeto de transacción financiera y de disfrute carnal— son faltas graves de desorden sexual, que, además de atentar a la dignidad de las personas que las ejercitan, constituyen una lacra social (Cf. Catecismo, 2355). Desgraciadamente en nuestro mundo está muy difundido el consumo de pornografía facilitado enormemente por internet. Lo que puede comenzar como cierta curiosidad, sobre todo en personas jóvenes, no es infrecuente que llegue a ser un hábito que dificulta enormemente la capacidad de la persona de amar ‘con todo su corazón’, conduciéndola por caminos que fomentan la fácil compensación de los placeres corporales, y en el fondo, el egoísmo. En algunos casos se puede llegar a una verdadera y propia adicción a la pornografía cuya superación requiere muchas veces de una adecuada ayuda psicológica. En todo caso, es un problema importante para la vida espiritual, pues la lujuria embota el corazón y le impide una vida de oración serena, así como la alegría necesaria para una labor apostólica eficaz. Por ello es importante saber buscar ayuda en la dirección espiritual que nos abrirá ideales altos por los que valga la pena entregar la vida.

Dios es Amor. Nos ha creado por amor y para amar. Para amar también con el cuerpo. Este debe ser siempre el punto de partida al tratar de la sexualidad en el contexto de la antropología cristiana. Al mismo tiempo hemos de reconocer que, tras el pecado original, el uso adecuado de esta facultad ha quedado debilitado. Por esta razón es tan necesaria la ayuda de la gracia y el cultivo de la virtud de la castidad para poder amar realmente con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas (Mc 12,30).

Fragmento del texto original de Tema 32: sexto mandamiento.

  • (1) Libro electrónico «Síntesis de la fe católica», que aborda algunas de las principales verdades de la fe. Son textos preparados por teólogos y canonistas con un enfoque primordialmente catequético, que remiten a la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia Católica, las enseñanzas de los Padres y el Magisterio.

Foto principal: Cathopic.

TEMA 32: SEXTO MANDAMIENTO.

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