SAN JUAN DAMASCENO.

Por Juan María Gallardo.

Fiesta: 4 de diciembre.

«Madre de la vida, haz morir en mi las pasiones de la carne que matan el espíritu. Protege a mi alma cuando salga de esta tienda mortal para dirigirse a otro mundo ignorado. La tempestad de las pasiones ruge en torno mío, las olas de la iniquidad me empujan hacia el escollo de la desesperación. Estrella de los mares, haz renacer la calma entre las olas. El león ruge buscando a quién devorar. No me dejes entre sus garras, oh tú, Virgen Inmaculada, que diste al mundo un Niño Divino, dominador de furias y leones».

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Así escribía aquel enamorado de la Virgen María que extenderá su culto y devoción entre el pueblo y entre los más sabios. Era San Juan Damasceno, el gran defensor de las imágenes de Jesucristo, de la Señora y de los Santos.

San Juan es el último Padre de la Iglesia de Oriente. Es como un río abundante en dos vertientes que aprovecha al máximo y en sus maravillosas y abundantes obras dejará de ello un perenne testimonio: la tradición y fidelidad al pasado, a los Padres y Magisterio de la Iglesia, y su amor y profundo conocimiento de las Sagradas Escrituras.

Se le dan dos nombres: «Damasceno» por haber nacido en Damasco y «Crisorroas» que significa «que fluye oro». Por la riqueza de su doctrina le llamaron así los antiguos.

El origen de su llamamiento, desde el hijo de cobrador de impuestos a los cristianos hasta llegar al retiro del Monasterio de San Sabas, es bello y aleccionador. Aprende las maravillas de nuestra fe, las vive, se convierte en un profundo conocedor de la doctrina de Jesucristo y empieza a predicarlo. Pero esto no le llena. No se ve maduro, y por lo mismo se retira al desierto, al famoso Monasterio de San Sabas, cerca de Jerusalén. Él en su juventud había disfrutado de todos los halagos que puede ofrecer el mundo, porque su padre, Sergio Mansur, es el que desempeña el papel de «logoceta», es decir, el de cobrador de impuestos que los cristianos deben entregar al califa. Sus padres son muy buenos cristianos y él crecía de día en día en la fe, pero aquella vida no le llenaba su gran corazón. Por ello, ahora, en la soledad del silencio y en las largas horas que pasa en oración, va madurando aquella alma que será un horno de fuego con su palabra y con su pluma en defensa de los valores de la fe cristiana cuando la vea atacada.

SAN JUAN DAMASCENO.

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