TEMA 34: NOVENO Y DÉCIMO MANDAMIENTOS.
Continuación de Séptimo y octavo mandamientos (2).
Por Juan María Gallardo.
No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni desearás la casa de tu prójimo, ni su tierra, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni ninguna cosa que sea de tu prójimo (Dt 5,21).
El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5,28).
Presentación de tema 34: noveno y décimo mandamientos
Santificar el mundo interior
Las palabras de Jesús cuando responde a la pregunta sobre lo más importante de la Ley hacen ver que la vida moral no se reduce a realizar una serie de actos externos, sino que es algo más profundo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas (Mc 12, 0). La santidad, que es siempre un don de Dios, no consiste fundamentalmente en una vida sin pecados graves, sino en una vida llena de amor de Dios; amor que requiere de un orden y una armonía interiores que al hombre es imposible sin la gracia, pero que puede percibirse en las personas santas. Al mismo tiempo, la correspondencia a ese don de Dios está a nuestro alcance; tantas y tantos hermanos nuestros en la fe han sabido hacer fructificar esa gracia a través de su esfuerzo personal: Señor, le dijo, me has confiado cinco talentos: aquí están los otros cinco que he ganado (Mt 25,20).
Ese orden y esa armonía interior es lo que se conoce como ‘pureza de corazón’, que es alabada por Jesús en el sermón de la montaña, y que además nos permite una particular apertura al prójimo: «Por ese camino entramos en la relación con el prójimo que, a partir del amor que Dios muestra en Jesucristo, es una llamada a la belleza de la fidelidad, de la generosidad y de la autenticidad. Pero para vivir así —es decir, en la belleza de la fidelidad, de la generosidad y de la autenticidad— necesitamos un corazón nuevo, inhabitado por el Espíritu Santo […] don de los deseos nuevos (Cf. Rom 8,6). Desear según el Espíritu, desear al ritmo del Espíritu, desear con la música del Espíritu (…) He aquí lo que es el Decálogo para nosotros cristianos: contemplar a Cristo para abrirnos a recibir su corazón, para recibir sus deseos, para recibir su Santo Espíritu».
El afecto por las personas y los bienes materiales es algo en sí mismo bueno, pero que requiere un orden teniendo en cuenta el bien global de la persona, que para el cristiano se concreta en ese amor a Dios que implica a todo el hombre: a su inteligencia, a su corazón y al resto de facultades. Los bienes materiales, siendo imprescindibles como medios, no son capaces de llenar la aspiración de infinito del corazón del hombre, que está hecho para Dios y que no se sacia con el bienestar material. Ese bienestar, cuando no está integrado en la vida según el Espíritu Santo, tantas veces embota la inteligencia y el corazón y dificulta amar verdaderamente a los demás y reconocer sus necesidades.
Los pecados internos
El noveno y décimo mandamientos se refieren a los actos internos correspondientes a los pecados contra el sexto y el séptimo mandamientos, que la tradición moral clasifica dentro de los llamados pecados internos. De modo positivo ordenan vivir la castidad —el noveno— y el desprendimiento de los bienes materiales —el décimo— en los pensamientos y deseos, según las palabras del Señor: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios y Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mt 5,3.8).
La primera cuestión a la que habría que dar respuesta es si tiene sentido hablar de pecados internos; o dicho de otro modo, ¿por qué se califica negativamente un ejercicio de la inteligencia y de la voluntad que no se concreta en una acción externa reprobable?
La respuesta no es evidente, pues en las listas de pecados que nos ofrece el Nuevo Testamento aparecen sobre todo actos externos —adulterio, fornicación, homicidios, idolatría, hechicerías, pleitos, iras, etc.—. Sin embargo en esos mismos elencos vemos citados también, como pecados, ciertos actos internos —envidia, concupiscencia, avaricia—.
Jesús mismo explica que es del corazón del hombre de donde proceden los malos pensamientos, muertes, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias (Mt 15,19). Y en el ámbito específico de la castidad, enseña que cualquiera que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón (Mt 5,28). De estos textos procede una importante anotación para la moral, pues hacen entender cómo la fuente de las acciones humanas, y por tanto de la bondad o maldad de la persona, se encuentra en los deseos del corazón, en lo que la persona ‘quiere’ y elige. La maldad del homicidio, del adulterio, del robo no está principalmente en la fisicidad de la acción, o en sus consecuencias —que tienen también un papel importante—, sino en la voluntad —en el corazón— del homicida, del adúltero, del ladrón, que, al elegir esa determinada acción, la está queriendo: se está determinando en una dirección contraria al amor del prójimo, y por tanto, también al amor a Dios.
La voluntad se dirige siempre a lo que percibe como un bien, pero en ocasiones se trata de un bien aparente, algo que aquí y ahora no es ordenable al bien de la persona en su conjunto. El ladrón quiere algo que considera un bien, pero el hecho de que ese objeto pertenezca a otra persona hace imposible que la elección de quedárselo se pueda ordenar a su bien como persona, o lo que es lo mismo, al fin de su vida. En este sentido, no es necesario el acto exterior para determinar la voluntad en un sentido negativo. El que decide robar un objeto, aunque después no pueda hacerlo por un imprevisto, ha obrado mal. Ha realizado un acto interno voluntario contra la virtud de la justicia.
La bondad y maldad de la persona se dan en la voluntad y, por tanto, estrictamente hablando habría que utilizar esas categorías para referirse a los deseos —queridos, aceptados—, no a los pensamientos. Al hablar de la inteligencia utilizamos otras categorías, como verdadero y falso. Cuando el noveno mandamiento prohíbe los ‘pensamientos impuros’ no se está refiriendo a las imágenes, o al pensamiento en sí, sino al movimiento de la voluntad que acepta el gozo desordenado que una cierta imagen —interna o externa— le provoca.
Los pecados internos se han dividido tradicionalmente en:
—malos pensamientos: son la representación imaginaria de un acto pecaminoso sin ánimo de realizarlo. Podría llegar a ser pecado mortal si se trata de materia grave y se busca o se consiente deleitarse en ella;
—mal deseo: deseo interior y genérico de una acción pecaminosa con el cual la persona se complace. No coincide con la intención clara de realizarlo —que implica siempre un querer eficaz—, aunque en no pocos casos se haría si no existieran algunos motivos que frenan a la persona —como las consecuencias de la acción, la dificultad para realizarlo, etc.—;
—gozo pecaminoso: es la complacencia deliberada en una acción mala ya realizada por sí o por otros. Renueva de alguna manera el pecado en el alma.
Los pecados internos tienen menor gravedad que los correspondientes pecados externos, pues el acto externo generalmente manifiesta una voluntariedad más intensa. Sin embargo, de hecho, son muy dañinos, sobre todo para las personas que buscan el trato y la amistad con Dios, ya que:
—se cometen con más facilidad, pues basta el consentimiento de la voluntad; y las tentaciones suelen ser más frecuentes;
—se les presta menos atención, pues a veces por ignorancia y a veces por cierta complicidad con las pasiones, no se quieren reconocer como pecados, al menos veniales, si el consentimiento fue imperfecto.
Los pecados internos pueden deformar la conciencia, por ejemplo, cuando se admite el pecado venial interno de manera habitual o con cierta frecuencia, aunque se quiera evitar el pecado mortal. Esta deformación puede dar lugar a manifestaciones de irritabilidad, a faltas de caridad, a espíritu crítico, a resignarse con tener frecuentes tentaciones sin luchar tenazmente contra ellas, etc. En algunos casos puede llevar incluso a no querer reconocer los pecados internos, cubriéndolos con razonadas sinrazones, que acaban confundiendo cada vez más la conciencia. Como consecuencia, fácilmente crece el amor propio, nacen inquietudes, se hace más costosa la humildad y la sincera contrición y se puede terminar en un estado de tibieza.
La lucha contra los pecados internos, que va configurando una finura y equilibrio moral en el interior de la persona, nada tiene que ver con los escrúpulos, que suponen una hipertrofia de la sensibilidad interior y pueden llegar a constituir un verdadero trastorno psíquico. La lucha contra los pecados internos es una parte del empeño cristiano por amar con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas. En este campo nos ayudan:
—la frecuencia de sacramentos, que nos dan o aumentan la gracia, y nos sanan de nuestras miserias cotidianas;
—la oración, la mortificación y el trabajo, buscando sinceramente a Dios;
—la humildad —que nos permite reconocer nuestras miserias sin desesperar por nuestros errores—, y la confianza en Dios, sabiendo que está siempre dispuesto a perdonarnos;
—el ejercitarnos en la sinceridad con Dios, con nosotros mismos y en la dirección espiritual, cuidando con esmero el examen de conciencia.
La purificación del corazón
Estos dos mandamientos, tomados en un sentido amplio, consideran los mecanismos íntimos que están en la raíz de cualquier pecado. En sentido positivo, estos mandamientos invitan a actuar con intención recta, con un corazón puro. Por esto tienen una gran importancia, ya que no se quedan en la consideración externa de las acciones, sino que consideran la fuente de la que proceden dichas acciones.
Estos dinamismos internos son fundamentales en la vida moral cristiana, donde los dones del Espíritu Santo, y las virtudes infusas son moduladas por las disposiciones de la persona. En este sentido, tienen una importancia particular las virtudes morales, que son disposiciones de la voluntad y de los demás apetitos para obrar el bien. Teniendo presente estos elementos es posible desterrar una cierta caricatura de la vida moral como lucha por evitar los pecados, descubriendo el inmenso panorama positivo de esfuerzo por crecer en la virtud —por purificar el corazón— que tiene la existencia humana, y en particular la del cristiano.
Estos mandamientos se refieren más específicamente a los pecados internos contra las virtudes de la castidad y de la justicia, que están bien reflejados en el texto de la Sagrada Escritura que habla de «tres especies de deseo inmoderado o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (1 Jn 2,16)» (Catecismo, 2514).
Todo hombre descubre en su interior algunas tendencias desordenadas, que la tradición moral ha denominado concupiscencia. El Catecismo lo explica hablando de «la lucha que la ‘carne’ sostiene contra el ‘espíritu’. Proceden de la desobediencia del primer pecado» (Catecismo, 2515). Después del pecado original nadie está exento de la concupiscencia, a excepción de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen.
Aunque la concupiscencia en sí misma no es pecado, inclina al pecado, y lo engendra cuando no se somete a la razón iluminada por la fe, con la ayuda de la gracia. Si se olvida que existe la concupiscencia, es fácil pensar que todas las tendencias que se experimentan ‘son naturales’ y que no hay mal en dejarse llevar por ellas. Muchos se dan cuenta de que esto es falso al considerar lo que sucede, por ejemplo, con el impulso a la violencia, que se reconoce como algo negativo que hay que evitar. Sin embargo, en el ámbito de la castidad no es tan fácil reconocer que los estímulos ‘naturales’ muchas veces son inadecuados. El noveno mandamiento nos ayuda a comprender que esto no es así, y que la concupiscencia ha oscurecido la naturaleza; de modo que lo que se experimenta como natural es, frecuentemente, consecuencia del pecado, y es preciso dominarlo. Lo mismo se podría decir del afán inmoderado de riquezas, o codicia, al que se refiere el décimo mandamiento.
Es importante conocer este desorden causado en nosotros por el pecado original y por nuestros pecados personales, puesto que tal conocimiento:
—nos espolea a rezar: sólo Dios nos perdona el pecado original, que dio origen a la concupiscencia; y, de igual modo, sólo con su ayuda lograremos vencer esta tendencia desordenada; la gracia de Dios sana nuestra naturaleza de las heridas del pecado —además de elevarla al orden sobrenatural—;
—nos enseña a amar todo lo creado, pues ha salido bueno de las manos de Dios; son nuestros deseos desordenados los que hacen que se pueda hacer mal uso de los bienes creados.
El combate por la pureza y la libertad de corazón
La pureza de corazón significa tener un modo santo de sentir. Con la ayuda de Dios y el esfuerzo personal se llega a ser cada vez más ‘limpios de corazón’: limpieza en ‘los pensamientos’ y en los deseos. Esta limpieza o pureza del corazón es una metáfora para referirse a la mayor libertad del corazón para amar.
Por lo que se refiere al noveno mandamiento, el cristiano consigue esta pureza con la gracia de Dios y a través de la virtud y el don de la castidad, de la pureza de intención, de la pureza de la mirada y de la oración.
La pureza de la mirada no se queda en rechazar la contemplación de imágenes claramente inconvenientes, sino que exige una purificación del uso de nuestros sentidos externos, que nos lleve a mirar el mundo y las demás personas con visión sobrenatural. Se trata de una lucha positiva que permite al hombre descubrir la verdadera belleza de todo lo creado, y en modo particular, la belleza de los que han sido plasmados a imagen y semejanza de Dios.
«La pureza exige el pudor. Éste es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas» (Catecismo, 2521).
Por lo que se refiere a los bienes materiales, la sociedad actual fomenta el consumismo y la autoafirmación personal con una fuerza tan poderosa, que incluso pone en peligro la estabilidad de la familia. Son muchas las personas que se dan cuenta demasiado tarde de haber centrado la vida en su profesión, en ganar dinero y posición, y han descuidado otras facetas más importantes de su existencia: su relación con Dios y su familia.
La exagerada importancia que se concede hoy al bienestar material por encima de muchos otros valores, no es señal de progreso humano; supone un empequeñecimiento y envilecimiento del hombre, cuya dignidad reside en ser criatura espiritual llamada a la vida eterna como hijo de Dios (Cf. Lc 12,19-20).
«El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia» (Catecismo, 2538). La envidia es un pecado capital. «Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo» (Catecismo, 2539). De la envidia pueden derivarse muchos otros pecados: odio, murmuración, detracción, desobediencia, etc. La envidia supone un rechazo de la caridad. Para luchar contra ella debemos vivir la virtud de la benevolencia, que nos lleva a desear el bien a los demás como manifestación del amor que les tenemos. También nos ayuda en esta lucha la virtud de la humildad, pues no hay que olvidar que la envidia procede con frecuencia del orgullo (Cf.Catecismo, 2540).
Para ser capaces de amar con todo el corazón y con todas las fuerzas se requiere un orden interior, que proporcionan la gracia y las virtudes, y que no se queda en la simple continencia, que a lo sumo evita los pecados más graves, sino que consiguen esa armonía llena de paz que tienen las personas santas.
Fragmento del texto original de Tema 34. El noveno y el décimo mandamientos.
- (1) Libro electrónico «Síntesis de la fe católica», que aborda algunas de las principales verdades de la fe. Son textos preparados por teólogos y canonistas con un enfoque primordialmente catequético, que remiten a la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia Católica, las enseñanzas de los Padres y el Magisterio.
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