TEMA 10. MISERICORDIA Y JUSTICIA EN LA PASTORAL MATRIMONIAL.
Continuación de El acompañamiento pastoral de las familias heridas a la luz de ‘Amoris laetitia’.
Por Juan María Gallardo.
Miguel A. Ortiz (*)
1. La misericordia es la plenitud de la justicia
En estas páginas consideraremos la razón de ser de la disciplina relativa a la admisión a los sacramentos, tratando de leer el capítulo VIII de Amoris laetitia a la luz de los principios que rigen la pastoral matrimonial en el magisterio del papa Francisco y desde la perspectiva de la dimensión de justicia presente en el matrimonio.
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No pretendemos resolver la cuestión sino ofrecer una clave de lectura. En las llamadas «situaciones irregulares» hay una cuestión moral que debe resolverse caso por caso. Pero hay una cuestión de justicia que da razón de ser de la disciplina. Acerca de esta perspectiva me remito a los trabajos de los profesores Carlos J. Errázuriz y Javier Otaduy.
El punto de partida es la mutua interdependencia entre misericordia y justicia, como hace Francisco en Amoris laetitia a raíz de un texto de santo Tomás: «Es verdad (…) que la misericordia no excluye la justicia y la verdad, pero ante todo tenemos que decir que la misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios».
Estas palabras de la exhortación expresan el convencimiento de que las exigencias de la justicia y de la misericordia no se encuentran en contraposición sino más bien se exigen mutuamente. Una visión bastante generalizada de la relación entre misericordia y justicia consiste en considerar que se trata de buscar soluciones técnicas que reduzcan las dificultades de los fieles o de atemperar la rigidez de las normas abstractas que, precisamente a causa de su formulación desencarnada, serían ajenas a las necesidades reales de las personas.
Ese enfoque, demasiado frecuente, de la relación entre misericordia y derecho, implica una visión deformada de una y otro. La misericordia serviría para aliviar las heridas sin incidir sobre la enfermedad. Con palabras del papa Francisco, se trataría de una «misericordia engañadora —que— venda las heridas sin antes curarlas y medicarlas; que trata los síntomas y no las causas y las raíces».
Por su parte, el derecho sería visto como un conjunto de normas positivas o de prácticas eclesiásticas, no necesariamente relacionadas con los designios misericordiosos de Dios: preceptos que servirían para garantizar la certeza de las relaciones sociales independientemente de las necesidades de los fieles, o bien para dar flexibilidad en un sentido puramente subjetivo, desconectado de las exigencias de la justicia.
En cambio, una visión equilibrada de la relación entre ambas ha de basarse en la consideración de que las virtudes —tanto la misericordia como la justicia— ayudan a la persona a alcanzar su fin último. Ciertamente la misericordia lleva a compadecer las necesidades ajenas y, si es necesario, a conceder excepciones a las normas humanas generales. Pero tales excepciones no pueden ser injustas, no pueden contradecir un derecho de la persona o de la institución que vaya más allá de la norma humana, cuando esta incide sobre exigencias fundadas en el derecho divino.
La misericordia, además, es virtuosa en la medida en que conduce a la justicia. En este ámbito hay que entender la justicia en un sentido amplio que incluye la caridad y la llamada a la santidad, como tendremos ocasión de recordar más adelante. La verdadera compasión misericordiosa exige el respeto y la promoción del derecho en cuanto justo, y no tiene nada que ver con el sentimentalismo no virtuoso, que podría llevar a una toma de soluciones incompatibles con lo que es justo en virtud del derecho divino o de un legítimo derecho humano.
2. Indisolubilidad, Matrimonio y Eucaristía. Comunión conyugal, eucarística y eclesial
En la base de la doctrina y de la praxis con que han de ser atendidos pastoralmente los divorciados vueltos a casar está el convencimiento que tiene la Iglesia del carácter indisoluble del matrimonio, una de las mayores contribuciones del derecho de la Iglesia a la cultura jurídica. La indisolubilidad no es una norma extrínseca al matrimonio ni solo un ideal al que se debe tender: es un don que forma parte del modo de realizar la vocación natural al amor.
La respuesta de Jesús a la pregunta de los fariseos sobre el repudio deja claro que la razón de ser de la indisolubilidad está precisamente en que es Dios quien une al hombre y a la mujer, que se convierten en una sola carne-, así estaba previsto desde el principio (cfr. Mt 19,1-9 y paralelos). Si la fuerza del vínculo dependiese de la voluntad de los cónyuges quedaría en un deseo, un ideal. Pero no: es Dios quien concede el don de la indisolubilidad. De ahí se sigue no solo su irrevocabilidad —Dios no retira sus dones— sino también su factibilidad: es Dios quien da cumplimiento y quien sostiene la respuesta fiel de los cónyuges. En efecto, la consideración de la indisolubilidad como un don implica también la seguridad de que, incluso en los momentos difíciles —de modo particular en el caso de los fieles abandonados por sus cónyuges o en el de los divorciados vueltos a casar—, es posible permanecer fieles a la propia condición de esposos hechos una sola carne.
Pero la «definitividad de la unión conyugal» —la indisolubilidad— no es solo dada y sostenida por Dios —en cierto sentido desde fuera— sino que forma parte de la misma dinámica de la realidad matrimonial. Con palabras del papa Francisco, «la imagen de Dios es la pareja matrimonial: el hombre y la mujer; no sólo el hombre, no sólo la mujer, sino los dos. Esta es la imagen de Dios: el amor, la alianza de Dios con nosotros está representada en esa alianza entre el hombre y la mujer. Y esto es hermoso. Somos creados para amar, como reflejo de Dios y de su amor. Y en la unión conyugal el hombre y la mujer realizan esta vocación en el signo de la reciprocidad y de la comunión de vida plena y definitiva».
La unión entre el hombre y la mujer en el matrimonio revela el amor de Dios y lo contiene. Pero entre el matrimonio y el amor de Dios por nosotros hay mucho más que una semejanza o una imagen, hay un vínculo por así decir constitutivo: el matrimonio «refleja un misterio grande: la relación instaurada por Cristo con la Iglesia, una relación nupcial (cfr. Ef 5,2i-33)». De aquí proviene el estrecho vínculo entre matrimonio y Eucaristía, dos sacramentos que se significan recíprocamente. Solamente se pueden entender poniéndolos en relación uno con otro. Los esposos forman una sola carne, que significa la carne entregada de Cristo: el mismo misterio del Cuerpo de Cristo, del que nace la Iglesia y que se ofrece en la Eucaristía. El matrimonio, en cuanto primera revelación del amor esponsal de Cristo, tiene una razón de significación de la Eucaristía: sabiendo qué es el matrimonio podemos acercarnos a la profundidad del amor del Verbo por nosotros, cuya entrega, realizada en el misterio pascual, se actualiza en la Eucaristía. Por ese motivo Familiaris consortio puede decir que «la Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano. En efecto, el sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la Iglesia, en cuanto sellada con la sangre de la cruz (cfr.Jn 19»34)»Í9.J.
Por otro lado, la comunión eclesial exige que no haya contradicción entre la condición familiar y la participación en el sacramento de la Eucaristía, sacramento de comunión. Hay en efecto una estrecha relación entre la comunión conyugal y la eucarística con el misterio de la Iglesia, Esposa de Cristo. El matrimonio y la familia tienen una dimensión de comunión que lleva al centro visible de la comunión, que es el mismo Cristo hecho don en la Eucaristía. La celebración del matrimonio constituye un signo que hace presente el amor fiel de Cristo por nosotros en cuanto Iglesia doméstica. Por tanto, cuando ese lazo se rompe la comunión eclesial queda herida. La comunión eclesial —don de Dios y responsabilidad de los fieles— comprende y exige la armonía entre los dos aspectos, y posee una indudable dimensión de justicia intraeclesial.
Esta perspectiva permite considerar la cuestión de la admisión a los sacramentos no en términos puramente disciplinares o morales sino de justicia y de comunión eclesial. Un planteamiento puramente disciplinar o basado en una supuesta situación de pecado en que se encontrarían los fieles amenaza con llevar a un callejón sin salida. Si se incide solamente en la situación de pecado —dejando de lado la relación con la justicia— no se entiende por qué no ha de poder ser perdonado al igual que los demás pecados. En consecuencia, la denegación del acceso a la comunión chocaría con la misericordia divina. La mirada puesta sobre la justicia, en cambio, ofrece numerosas luces para resolver la cuestión: entre marido y mujer hay una elemental exigencia de justicia, que es precisamente el mutuo reconocimiento como cónyuges, con las obligaciones que se originan.
Los comportamientos que derivan de la mutua donación conyugal constituyen bienes a los que cada cónyuge tiene derecho. Los deberes que se derivan de esos derechos pueden ser vulnerados con una variedad de comportamientos. Quien se vuelve a casar civilmente tras haberse divorciado puede hacerlo con la conciencia de estar violando un deber de justicia, o bien con el dolor de haber sido abandonado por el proprio cónyuge, o quizá con una actitud superficial que ni siquiera capta la seriedad del compromiso adquirido. Pero en todos los casos —con independencia de la valoración moral que cada uno merece— hay una violación externa de un vínculo matrimonial que se presume válido en el orden externo y social. La praxis pastoral prevista para estos casos y la limitación de acceder a los sacramentos no obedece a una sanción disciplinar ni mucho menos a un juicio sobre las personas o a que la Iglesia presuma que todos esos fieles estén en pecado mortal: la situación moral de las personas solo la juzga Dios, que conoce la profundidad del corazón. No, la razón de ser de la prohibición está en la situación objetiva en la que se encuentran, debida a un comportamiento en el que los fieles contradicen las exigencias de la comunión eclesial requeridas por la preexistente condición conyugal.
La Eucaristía constituye el signo del amor esponsal indisoluble de Cristo por nosotros; un amor que viene objetivamente contradicho por el «signo infringido» por los esposos que han roto su experiencia matrimonial y viven una segunda unión. En otras palabras, en la situación del divorciado que se ha vuelto a casar civilmente hay una situación que lesiona su comunión eclesial, causada principalmente por la desarmonía entre la —original— condición de cónyuge —miembro de una Iglesia doméstica— y la actual situación en la que hay un comportamiento que se presenta ficticiamente como matrimonial. También es cierto que podría suceder que el matrimonio anterior hubiera sido celebrado inválidamente, por lo que la relación original sería solo aparentemente matrimonial. Pero en ese caso habría de todas maneras una grave violación de la comunión eclesial precisamente en la segunda celebración que tuvo lugar sin haber obtenido la declaración de nulidad del matrimonio precedente, contraviniendo así una ley eclesiástica que tutela prudentemente el bien común y la comunión eclesial.
3. «Acompañar, discernir e integrar la fragilidad». Una nueva mirada sobre las heridas familiares
a) Contemplar cada caso en particular
Sin pretender resolver definitivamente la cuestión, querría ofrecer una reflexión que ayude a interpretar y aplicar los criterios propuestos por el papa Francisco. Lo haré a la luz de la interrelación de las dos virtudes, la misericordia y la justicia, que han de ayudar a los fieles a alcanzar la plenitud de la vida cristiana. Una reflexión en cierto sentido preliminar es la consideración de la doctrina de Amoris laetitia en el marco del Magisterio de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia. En la exhortación apostólica se encuentran numerosas remisiones —especialmente en los nn. 67-70— al Catecismo de la Iglesia católica, a la doctrina conciliar y los pontífices precedentes. A este propósito se puede recordar lo que el mismo Francisco escribió en la exhortación Evangelii gaudium acerca del modo de transmitir el mensaje cristiano: de igual manera que todas las virtudes se han de vivir de manera armónica, también «cada verdad se comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano, y en ese contexto todas las verdades tienen su importancia y se iluminan unas a otras». Dicho de otro modo, no es preciso repetir continuamente lo que constituye la doctrina común: el hecho de que un principio o una doctrina no se afirme explícitamente no quiere decir que se pretenda negarla.
Los tres principios que el Papa señala para atender las necesidades de quienes se encuentran en estas situaciones —acompañar, discernir, integrar— están íntimamente unidos. Son aspectos o dimensiones indivisibles de la acción pastoral que se propone. Hemos recordado ya que las situaciones objetivas en que se encuentran los fieles pueden ser muy diversas. La variedad de biografías, de historias, de condicionamientos, etc., es inmensa. Es preciso tener siempre presente el objetivo final hacia el que tiende la conveniente adecuación de cada situación, contando también con el tiempo y con la gracia. Pero a la vez hay que tratar a cada persona considerando que su situación subjetiva puede ser diversa, quizá especialmente en la culpabilidad respecto a una situación irregular y en su disposición interior, como veremos. En este sentido, sin dar simplemente por buenas aquellas formas de vida que distan del matrimonio en su raíz misma, hay que tratar de ver qué puntos válidos y qué disposiciones favorables pueden darse en cada situación personal.
En algunas situaciones no existe ni culpa ni mal moral —o, en el caso de que los hubiera habido, cabe que hayan sido perdonados—; en cualquier caso, se trata de dificultades particulares que exigen una atención especial, cuando no especializada. Amoris laetitia retoma de Familiaris consortio la necesidad de discernir, entre las circunstancias objetivas en que se encuentran estas personas, las llamadas situaciones irregulares —expresión que puede prestarse a equívocos—: «Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido».
La diversidad de situaciones implica una diferente valoración moral, también en función del comportamiento observado por los fieles tras la crisis de la unión: «Los divorciados vueltos a casar deberían preguntarse cómo se han comportado con sus hijos cuando la unión conyugal entró en crisis; si hubo intentos de reconciliación; cómo es la situación del cónyuge abandonado; qué consecuencias tiene la nueva relación sobre el resto de la familia y la comunidad de los fieles; qué ejemplo ofrece esa relación a los jóvenes que deben prepararse al matrimonio».
Ahora bien, es preciso distinguir correctamente la responsabilidad moral de las decisiones del pasado —la causa del fracaso del matrimonio; el divorcio y el posterior matrimonio civil; el trato dispensado al cónyuge y a los hijos; la actitud con que se afrontan las responsabilidades respecto de los hijos que quizá ha tenido en la nueva unión, etc.— de la situación actual. Lo que impide la comunión eucarística no son los errores y pecados pasados —que se pueden corregir y perdonar— sino la voluntad actual de vivir en contradicción con el significado de comunión que tienen el matrimonio y la Eucaristía. Es la actual situación estable y notoria de vida contraria al propio matrimonio lo que lesiona las exigencias de la comunión eclesial —independientemente de la responsabilidad moral y de la eventual nulidad real del precedente matrimonio— y lo que comporta la imposibilidad de acceder a los sacramentos hasta que no se remueva el obstáculo.
b) Proponer un nivel alto de santidad también a los fieles heridos
El punto de partida irrenunciable es fomentar las disposiciones favorables para acoger y secundar la gracia de Dios. No hay que olvidar que los divorciados vueltos a casar continúan siendo fieles con derechos y deberes eclesiales. Ante la pregunta «¿qué piden a la Iglesia los divorciados vueltos a casar?», una primera respuesta sería: piden ser aceptados en su actual situación, ser admitidos a los sacramentos, borrar cualquier rastro que les haga diferentes a los demás fieles. Considero que esa respuesta sería bastante superficial, poco realista y, en todo caso, no iría al fondo de la cuestión. Quien emplea sus energías en la pastoral con estos fieles sabe que más que un «certificado de normalidad», el fiel pide ante todo comprensión y ayuda para arrojar luz sobre su experiencia, sobre su situación actual, sobre el camino a recorrer.
Así lo explica jean-Miguel Garrigues: «Mi experiencia pastoral en un país como Francia me ha enseñado que las parejas vueltas a casar compuestas por personas que practican regularmente, de hecho, están formadas por creyentes leales, coherentes con la fe, y por eso no piden acercarse a la comunión. En consecuencia, o piden a la Iglesia que examine la eventual nulidad de un matrimonio anterior, ya que honestamente tienen razones serias para considerarlo nulo, o eligen la vía de la continencia, o bien aceptan recorrer su camino sin los sacramentos en una vida que, a pesar de todo, suele ser piadosa. Saben que la gracia de Dios no se limita a los sacramentos y consiguen encontrar un acompañamiento pastoral de calidad.
Respecto a los que —y son los más numerosos— la práctica religiosa es solo esporádica y sobre todo sociológica, no les mueve principalmente el deseo de acercarse al sacramento de la comunión, ya que raramente van a Misa y llevan una vida sacramental prácticamente nula. Su deseo es que la Iglesia dé una especie de garantía de respetabilidad moral a su segunda unión». Los fieles que se encuentran en esta situación siguen siendo fieles de la Iglesia. Por este motivo la Iglesia debe prodigarles su cuidado animándolos a que vivan de acuerdo con las exigencias del Evangelio, proponiéndoles la misma meta que a todos los bautizados: un «nivel alto» de santidad, como señalaba san Juan Pablo II en la carta apostólica Novo Millennio ineunte: «Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este ‘alto grado’; de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales, y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona».
La adaptación a los ritmos de cada persona debe tener en cuenta las circunstancias propias de cada uno. El itinerario de los divorciados vueltos a casar parte de la situación de contradicción entre su condición y las exigencias de la comunión conyugal, eucarística y eclesial, pero debe tender, como el de los demás fieles, a la plenitud de la participación en la vida eclesial y a la meta de la santidad. Siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, «aunque siempre propone la perfección e invita a una respuesta más plena a Dios, la Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a sus hijos más frágiles, marcados por el amor herido y extraviado, dándoles de nuevo confianza y esperanza, como la luz del faro de un puerto o de una antorcha llevada en medio de la gente para iluminar a quienes han perdido el rumbo o se encuentran en medio de la tempestad (Relatio Synodi 2014, n. 28)».
Acompañar con atención y cuidado quiere decir, en primer lugar, conocer en profundidad tanto la situación objetiva como, sobre todo, las circunstancias de las personas concretas. Es necesario saber no solo hasta qué punto su amor está herido o extraviado; sino también hasta qué punto los fieles son conscientes de ello, hasta qué punto son capaces de advertir su responsabilidad y hasta qué punto tienen la disposición de reconciliarse plenamente con Dios y con la Iglesia. No hay que ignorar que en ocasiones la dificultad para ver los pasos que hay que dar obedece a una mala disposición o debilidad de la voluntad, que ha de ser fortalecida. Por este motivo, durante todo el proceso la pastoral debe iluminar «el rumbo» perdido y a la vez suscitar en ellos la «confianza y esperanza» que necesitan para acercarse a la luz y para aceptar la oferta de acompañamiento.
Como es cabal, en este momento no se está hablando primariamente de un sujeto institucional que acompañe a los fieles que se encuentran en estas circunstancias, sino de cualquier fiel que, con su ejemplo y su palabra pueda serles próximo y manifestar la fraternidad cristiana. Muchas veces, al menos en su inicio, el movimiento de retorno de los fieles distanciados de la práctica religiosa arrancará o será acompañado precisamente por otros fieles de su mismo estado y condición, a través de las relaciones ordinarias de familia, trabajo, amistad, etc. Es lo que Francisco llama gráficamente «pastoral cuerpo a cuerpo».
Acompañar significa estar al lado durante todo el proceso y permanecer con constancia en cualquier caso, procurando apoyarse en aquello que pueda resultar positivo. En la exhortación apostólica postsinodal Francisco recoge un texto de la Relatio Finolis del Sínodo de 2014 que subraya justamente que «es preciso afrontar todas estas situaciones de manera constructiva, tratando de transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio. Se trata de acogerlas y acompañarlas con paciencia y delicadeza».
En definitiva, acompañar implica comprender, hacerse cargo de lo objetivo de la situación y de lo subjetivo de las personas, para ayudarles a ponerse en condiciones de discernir y de decidir sus pasos y su ritmo en la integración. El acompañamiento pastoral buscará en primer lugar fomentar las disposiciones, el deseo de secundar la voluntad de Dios, más que de recibir un certificado; de regularidad por parte de los demás fieles. Les ayudará a ser sinceros consigo mismos para dar los pasos que en su situación concreta pueden dar y para querer ver lo que el Señor espera de ellos.
c) Ayudar a discernir la voluntad de Dios en cada caso
Podría decirse que el paso intermedio que enlaza la comprensión propia del acompañamiento y el desarrollo del discernimiento se encuentra en la adecuada consideración de la complejidad que muchas veces está presente en la historia, en las circunstancias del momento y en el interior de los fieles que se encuentran en ellas. «Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas (…) puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos. Sólo cabe un nuevo aliento a un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos particulares».
La tarea de discernimiento comienza con la oración y con el conocimiento y análisis del caso concreto y de los fieles que lo encarnan para que puedan descubrir y secundar la voluntad de Dios para ellos en su situación concreta. No se trata de una especulación puramente teórica sino más bien de una consideración que parte de las condiciones de las personas. Esto obviamente no significa inventarse una norma moral o prescindir de la universalidad de los principios morales. Significa más bien ayudar a realizar un juicio de conciencia adecuado por parte del propio fiel, distinguiendo convenientemente entre la situación objetiva y la determinación del grado de imputabilidad —de culpa— atribuible al sujeto. Por supuesto este empeño supone continuar el acompañamiento, promover una disposición de apertura y de examen de conciencia, facilitar la formación doctrinal y ascética que sea oportuna y determinar los medios que el fiel puede poner en cada momento para acercarse a Dios, así como los medios que están a su disposición en la Iglesia y en la comunidad eclesial que le acoge.
En la acción de integrar existe una relación intersubjetiva. De una parte, quien se encuentra en esa situación debe tener —o ir disponiéndose para tenerla— una actitud de apertura a Dios y a la Iglesia, que desea recibirle. De otra, los miembros de la Iglesia deben acogerle con respeto y afecto, sin injustas discriminaciones. Es más, deben llevar —en la medida de lo posible— la iniciativa para que sus hermanos palpen realmente la fraternidad de la fe en todo lo objetivamente compatible con su situación. Por su parte, los pastores deben continuar acompañando a estos fieles en todo el proceso, procurando iluminarles para que formen gradualmente su conciencia y reformen los hábitos o condiciones de vida que contradicen objetivamente la ley de Dios. Los pastores se esmerarán por facilitar que quienes se encuentran en estas complicadas circunstancias puedan acceder a todos los medios que sean compatibles con su situación. En este camino de regreso a la fe vivida y a la comunidad eclesial, la acogida y el acompañamiento de estos fieles supone también contar con sus aportaciones potenciales en los diversos ámbitos de la actividad pastoral de la Iglesia. En efecto, en función de su formación, su arrepentimiento y sus disposiciones, y evitando el riesgo de escándalo que pueda darse en una u otra tarea, conviene que estos fieles encuentren actividades comunitarias en las que puedan participar. De este modo se facilitará una integración más rápida y más honda.
«Se trata de integrar a todos, se debe ayudar a cada uno a encontrar su propia manera de participar en la comunidad eclesial, para que se sienta objeto de una misericordia ‘inmerecida, incondicional y gratuita’. (…) Obviamente, si alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender dar catequesis o predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la comunidad (cfr. Mt 18,17). Necesita volver a escuchar el anuncio del Evangelio y la invitación a la conversión. Pero aun para él puede haber alguna manera de participar en la vida de la comunidad, sea en tareas sociales, en reuniones de oración o de la manera que sugiera su propia iniciativa, junto con el discernimiento del pastor».
d) Formación de la conciencia y «ley de la gradualidad»
El camino de la esperanza En algunos casos habrá que explorar las posibilidades, si existen, de que la situación misma sea reconducida en los plazos adecuados hacia el sacramento del matrimonio, a través de «una atención pastoral misericordiosa y alentadora». Este supuesto podría darse, por ejemplo, en uniones de hecho, en el llamado «matrimonio a prueba» siempre que no exista otro obstáculo que impida la celebración del matrimonio. Como es lógico, habrá que atender principalmente a las personas y a las circunstancias: existen casos en los que tal vez no convenga aconsejar el matrimonio a quienes están conviviendo sin vínculo conyugal. Sobre todo habrá que considerar la madurez y la estabilidad de las personas y de su relación, la viabilidad de una unión verdaderamente matrimonial y sacramental y — obviamente— la preparación y disposición de quienes conviven.
Por otra parte, Amoris laetitia recoge un principio moral tradicional cuando recuerda justamente que pueden existir acciones gravemente inmorales desde el punto de vista objetivo que, en el plano subjetivo y formal, no sean imputables o no lo sean plenamente, a causa de la ignorancia, el miedo o de otros atenuantes que la Iglesia ha tenido siempre en cuenta. Como apuntamos precedentemente, a la luz de esta posibilidad no se podría afirmar que quien vive en una situación matrimonial «irregular» objetivamente grave esté necesariamente en estado de pecado mortal. «Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma» (san juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 121) o puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa».
Siempre se ha aplicado en la Iglesia el principio de internis, neque Ecclesia iudicat —del interior del hombre, de sus intenciones, ni siquiera la Iglesia puede juzgar—. Evidentemente hay que extremar la delicadeza en este terreno, procurando a la vez alumbrar la conciencia de cada fiel en una tarea que no pocas veces requerirá algún tipo de gradualidad, tanto en la enseñanza de la doctrina como en la tolerancia —que no aceptación— de una situación imperfecta en un fiel que, pese a ello, da indicios de buenas disposiciones y de tener la voluntad de continuar su proceso de conversión. Con todo, esto no quiere decir dejar al fiel en un error grave y culpable sino más bien acompasar el ritmo de las obras exigidas por la conversión, según la progresiva comprensión y las fuerzas naturales, así como de las gracias actuales que Dios no dejará de otorgarlo.
Como recordó Juan Pablo II, la ley de la gradualidad no es una ‘gradualidad de la ley’como si algunos fieles estuvieran eximidos de la llamada a la santidad o se desconfiara del poder de la gracia para llevar a todos a la plenitud de la vida cristiana. El papa Francisco señala que se trata de «una gradualidad en el ejercicio prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley. Porque la ley es también don de Dios que indica el camino, don para todos sin excepción que se puede vivir con la fuerza de la gracia, aunque cada ser humano avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y social (san Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 9)».
No se trata por tanto de cambiar o suspender la ley; ciertamente la conciencia no puede legitimar una acción contraria a la ley divina ni puede admitirse que la debilidad humana exime de su cumplimiento. Se trata más bien de saber actuar con caridad y misericordia sin considerar iguales todas las circunstancias o todas las normas morales, o todos los tiempos y plazos. «Dado que en la misma ley no hay gradualidad (cfr. san Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 34), este discernimiento no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la lglesia»[33]. La gradualidad no consiste en una ‘dispensa’ de la conversión sino en contar con etapas, tiempos y modos distintos en la maduración del proceso personal de cada fiel para llegar a esa conversión. En efecto, hay temas en los que por diversos motivos no cabe tolerancia. En la cuestión del acceso a la absolución sacramental —previa a la comunión— no cabe la tolerancia porque el cumplimiento de las condiciones necesarias no depende de la Iglesia o del ministro, sino del fiel. La Iglesia no puede sustituir los actos del penitente necesarios para la absolución sacramental porque no puede sustituir ni el arrepentimiento personal ni el propósito que manifiesta esa contrición de manera objetiva.
La gradualidad en cambio aportará la constancia en el acompañamiento, la paciencia, la formación y —sobre todo— el fomento de la esperanza, procurando facilitar pequeños pasos que ayuden al fiel a ponerse en condiciones de recibir la absolución sacramental en su momento. Hay materias en las que —existiendo buena voluntad de fondo para ir acercándose paulatinamente a una recta vida cristiana— no es necesario exigir de golpe lo que todavía no se está en condiciones de dar; pero tampoco se puede dar —solo con ese inicio de disposición— lo que todavía no se está en condiciones de recibir.
4. Conclusión. El propósito sincero de querer secundar la doctrina del Magisterio y el acceso a los sacramentos
Según la solución propuesta de manera constante por el Magisterio, la historia concreta o la situación del momento —sobre todo por el bien de los hijos habidos— pueden conllevar que en algunos casos sea difícil exigir la separación física de la pareja o incluso que sea aconsejable el mantenimiento de la convivencia. En estos casos quizá no pueden separarse aunque no sean esposos, pero no pueden unirse —conyugalmente— precisamente porque no son esposos. Así lo establece Familiaris consortio: «La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, ‘asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos’ (san Juan Pablo II, Homilía para la clausura del VI Sínodo de los Obispos, 25 de octubre de 198O)».
Como vimos anteriormente, interesa «reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo». Esto no significa que la situación objetiva de contradicción con la voluntad de Dios haya cambiado sustancialmente, sino que hay que alentar y respetar cada una de las fases del proceso de arrepentimiento y de voluntad de lucha, sin pretender exigir toda la lucha repentinamente, cuando quizá falta todavía formación y oración para tomar conciencia recta de la propia situación y de su valoración moral. El sacerdote que acompaña y ayuda a discernir los pasos que el fiel está en condiciones de dar con la ayuda de la gracia, tratará de suscitar en su alma el propósito de vivir de acuerdo con la solución apuntada: mantener la convivencia si hay motivos serios para ello, evitando los actos propios de los esposos y el escándalo de la comunidad. No puede eximirle de esa meta, aunque por ahora le resulta difícilmente alcanzable. Le animará a ‘querer querer’, a tener al menos ‘deseos de tener deseos’, pidiendo para ello la luz y la fuerza del Espíritu Santo. Si el propósito de vivir de acuerdo con la meta propuesta es sincero —aunque se prevean dificultades para realizarlo, por ejemplo por la distinta disposición de la otra parte— podrá ser admitido a los sacramentos. Como es evidente, la clave está en la sinceridad del fiel, que ha de ser acompañado en ese camino —realizable aunque comporte la presencia de la cruz— que recorre confiado en la ayuda de la gracia.
Conviene recordar cuanto escribía Juan Pablo II en 1996: «Si quisiéramos apoyar la decisión de no pecar más sola o principalmente en nuestras fuerzas, con una pretendida autosuficiencia, casi con un estoicismo cristiano o nuevo pelagianismo, traicionaríamos aquella verdad sobre el hombre a la que hacíamos referencia, como si declaráramos al Señor, más o menos conscientemente, que no tenemos necesidad de Él. Hay que recordar por otro lado que una cosa es la existencia de un sincero propósito y otra el juicio de la inteligencia acerca del futuro: es posible en efecto que, aun con un propósito leal de no pecar, la experiencia del pasado y la conciencia de la actual debilidad acarreen el temor de nuevas caídas; pero todo ello no cuestiona la autenticidad del propósito cuando a aquel temor va unida la voluntad, acompañada de la oración, de hacer lo posible por evitar la culpa». En todo caso, aunque los divorciados consideren no tener —aún— la fuerza de tomar la decisión de la continencia, no por eso la Iglesia los abandona. Es más, en esas circunstancias debe multiplicar sus cuidados, ofreciéndoles los medios de salvación a los que pueden acceder, con el deseo de que cultiven un estilo cristiano de vida, confiando en que «pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad».
En definitiva, sin cambiar la norma moral, hay que tratar de comprender y ayudar de modo continuo a los fieles que están en situaciones irregulares, facilitando el camino de la conversión por arduo o lejano que parezca. «El hombre tiene íntimamente necesidad de encontrarse con la misericordia de Dios hoy más que nunca, para sentirse radicalmente comprendido en la debilidad de su naturaleza herida; y sobre todo para hacer la experiencia espiritual de ese Amor que acoge, vivifica y resucita a la vida nueva».
(*) Profesor ordinario de Derecho matrimonial canónico en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz y juez del Tribunal de Apelación del Vicariato de Roma. En estas páginas retomo en gran parte las consideraciones expuestas en M.A. ORTIZ, La Misericordia, pienezza della Ciustízia, en AA.VV., Studi in onore di Cario Cutio, Vol. III, Librería Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano 2017, 295-311; publicado también como Las exigencias de justicia como clave de interpretación de la pastoral matrimonial. El capítulo VIII de Amoris laetitia, «Anuario Canónico» 5 (2019) 101-116.
TEMA 10. MISERICORDIA Y JUSTICIA EN LA PASTORAL MATRIMONIAL.