Por Nicolás Lafferriere. Entre huir del mundo o amoldarse a él. Tensiones de la vocación laical
Entre los grandes desafíos que la Iglesia enfrenta en el siglo XXI se encuentra la decisiva tensión entre la legítima autonomía de las realidades temporales y la evangelización como misión inherente a la Iglesia para la realización del plan de amor de Dios para el mundo. Los laicos son como un laboratorio en que esta tensión se juega, pues ellos permanecen en el mundo, pero sin ser del mundo.
Todos los días los laicos vivimos esta tensión inherente a nuestra vocación. Por un lado, experimentamos la fuerza del mal, las injusticias, la corrupción, las amenazas a la vida, los egoísmos, las mentiras y todo el poder destructor de Satanás que opera en el mundo. Ante la crudeza y por momentos abrumadora realidad del mal, nos sentimos tentados a limitarnos a condenar al mundo y huir de él, volviéndonos como monjes en medio de la ciudad y limitándonos a rezar por la salvación de las almas.
Por otra parte, no menos preocupante es la tentación contraria. Fascinados por los progresos de la técnica, cautivados por la múltiple y abrumadora oferta de consumo (Evangelii Gaudium 2), podemos amoldarnos al mundo, conformarnos a él y vivir una espiritualidad intimista e individual, sin preocuparnos demasiado por las injusticias, confiando en que Dios de todos modos ya ha redimido al mundo y contentándonos con ser buenas personas sin mayores preocupaciones que pasar el momento.
Pero la vocación cristiana es siempre paradójica y conlleva entrar en un dinamismo de amor que es el que vivió el mismo Jesús. Se trata de amar a las personas y el mundo, entregando la vida para asumir, purificar y elevar toda la realidad.
Es decisivo comprender que, como enseña el Concilio Vaticano II, corresponde a los laicos gestionar y ordenar los asuntos temporales según el plan de Dios (Lumen Gentium 31). Se trata de que el plan de Dios se realice, de modo que “los hombres restauren concordemente el orden de las cosas temporales y lo perfeccionen sin cesar” (Concilio Vaticano II, Apostolicam Actuositatem -AA- 7).
Si los laicos tienen que asumir esa responsabilidad en el orden temporal, su vida está decisivamente atravesada por la tensión entre llevar adelante esas responsabilidades temporales y evangelizar.
El Concilio Vaticano II explica qué se entiende por orden temporal: “los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales, y otras cosas semejantes, y su evolución y progreso” (AA 7).
En este punto, trabajar para que estas realidades se ordenen según el plan de Dios no concierne únicamente al “último fin del hombre, sino que tienen un valor propio, que Dios les ha dado, considerados en sí mismos, o como partes del orden temporal: “Y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno” (Gén., 1,31). Esta bondad natural de las cosas recibe una cierta dignidad especial de su relación con la persona humana, para cuyo servicio fueron creadas” (AA 7).
Así, los laicos tenemos un deber que viene del mandato que Dios dio a los seres humanos en la creación. Y en esa dimensión se enmarca la tarea de trabajar en las realidades temporales y reconocer su legítima autonomía.
Pero también es cierto que existe el pecado, la muerte y la injusticia, y que entonces ese orden de la creación está herido y necesitado de redención. Por eso, el laico cristiano no cumple su tarea temporal como lo haría cualquier otra persona, sino que se reconoce llamado por Dios a configurarse con Jesús, muerto y resucitado. Como lo explica el Concilio, “plugo, por fin, a Dios el aunar todas las cosas, tanto naturales, como sobrenaturales, en Cristo Jesús “para que tenga El la primacía sobre todas las cosas” (Col., 1,18)” (AA 7). Y se agrega: “En el decurso de la historia, el uso de los bienes temporales ha sido desfigurado con graves defectos, porque los hombres, afectados por el pecado original, cayeron frecuentemente en muchos errores acerca del verdadero Dios, de la naturaleza, del hombre y de los principios de la ley moral, de donde se siguió la corrupción de las costumbres e instituciones humanas y la no rara conculcación de la persona del hombre. Incluso en nuestros días, no pocos, confiando más de lo debido, en los progresos de las ciencias naturales y de la técnica, caen como en una idolatría de los bienes materiales, haciéndose más bien siervos que señores de ellos. Es obligación de toda la Iglesia el trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por Jesucristo”.
Pero el mismo Concilio aclara que el hecho de que la Creación esté destinada a tener a Cristo como cabeza, “no sólo no priva al orden temporal de su autonomía, de sus propios fines, leyes, ayudas e importancia para el bien de los hombres, sino que más bien lo perfecciona en su valor e importancia propia y, al mismo tiempo, lo equipara a la integra vocación del hombre sobre la tierra” (AA 7).
Así, “es preciso, con todo, que los laicos tomen como obligación suya la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, obren directamente y en forma concreta en dicho orden; que cooperen unos ciudadanos con otros, con sus conocimientos especiales y su responsabilidad propia; y que busquen en todas partes y en todo la justicia del reino de Dios. Hay que establecer el orden temporal de forma que, observando íntegramente sus propias leyes, esté conforme con los últimos principios de la vida cristiana, adaptándose a las variadas circunstancias de lugares, tiempos y pueblos. Entre las obras de este apostolado sobresale la acción social de los cristianos, que desea el Santo Concilio se extienda hoy a todo el ámbito temporal, incluso a la cultura” (AA 7).
Publicado originalmente en @tevangelizar