TEMA 9 Y 10: EL ESTOICISMO Y EL EPICUREÍSMO.

Continuación de Aristóteles.

Por Juan María Gallardo.

El estoicismo

Después de Aristóteles, la filosofía griega traspasa los límites del ámbito heleno para extenderse por todo el mundo conocido y civilizado a lo largo del Mediterráneo. Son causa de esta universalización, en primer lugar, el imperio de Alejandro, que difunde el conocimiento de la cultura griega por los pueblos conquistados, y la dominación de Roma, más tarde, que se apropia de esta misma cultura y la propaga por los dilatados horizontes de su imperio. Esta propagación coincide, sin embargo, con la decadencia de la filosofía griega. Del mismo modo que el imperio de Alejandro representa la muerte del ambiente político griego, la filosofía postaristotélica representa el ocaso del genio filosófico de aquel pueblo; una reducción de sus límites y de la profundidad de sus planteamientos.

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En Atenas, centro filosófico que irradiará ahora su influencia sobre todo el mundo clásico, aparecen, junto a la Academia y al Liceo, otras dos escuelas; la del Pórtico (Stoa, estoicismo) y la del Jardín (Epicureísmo) que dejarán tras de sí una larga influencia, mayor en el terreno práctico que en el especulativo.

Zenón de Citium (335-263) fue el fundador de una nueva escuela filosófica cuyos miembros departían entre sí en un pórtico o galería decorada con pinturas murales, de donde procede el nombre de escuela del Pórtico (στοα ποικιλη), y el de estoicos que se dio a sus miembros. Pero Zenón no fue más que uno entre las varias figuras filosóficas de la escuela —ninguna de primer plano— que coexisten o se suceden en su seno: Cleantes, Panecio, Posidonio… La de mayor relieve, sin duda, será Séneca, que corresponde ya a la prolongación romana del estoicismo. La doctrina hay que atribuirla, pues, a la escuela de un modo genérico.

La filosofía estoica, como toda filosofía de decadencia, comienza por una negación, por una actitud negativa. Combaten los estoicos, ante todo, la creencia platónica en un mundo separado de ideas, y también la afirmación aristotélica de unas esencias universales en el seno de las cosas, así como de todos los principios filosóficos: forma, materia, sustancias, etcétera. Solo existen para ellos las cosas materiales, capaces de impresionar a nuestros sentidos. Este principio les hace desentenderse de la metafísica, aunque para ser consecuentes con su postulado materialista tienen que admitir cosas mucho menos verosímiles que las formas y esencias; así a todas aquellas realidades que se ven forzados a admitir las adjudican naturaleza material: Dios y el alma, las virtudes, los sentimientos e incluso las acciones como el andar, el amar, tienen para ellos un ser corporal. La realidad universal es para el estoicismo objeto de la física, pero esta física tampoco tiene para ellos un valor en sí, sino que sirve solo de supuesto previo a la ética, que es la única parte de la filosofía hacia la que muestran verdadero interés. El Universo material está penetrado por una fuerza o hálito divino, que conciben bajo la forma física de fuego, de modo que Dios es alma y razón del mundo. El acontecer universal es, así, necesario, fatal. Ni el azar ni la libertad existen más que como apariencia o ilusión. Todo acaece de acuerdo con las rationes seminales o germinativas mediante las cuales Dios vivifica el mundo. Si, pues, esto es así, el hombre debe desentenderse de esa realidad panteística que solo Dios comprenderá adecuadamente y ceñirse a la cuestión de qué actitud debe adoptar ante lo que de suyo es inexorable.

Imaginemos que un hombre ha contraído una enfermedad incurable que, tras un proceso conocido de desintegración orgánica, acarrea determinado género de muerte. Él ha sabido su diagnóstico y, por ser médico, conoce perfectamente el proceso que necesariamente le espera y el desenlace irremediable. ¿Cuál será, en lo humano y personal, la única preocupación para este hombre? Puesto que es necesario admitir el destino que se impone, admitirlo dignamente, con elegancia; como diríamos aún hoy, en el lenguaje vulgar, estoicamente.

Este problema es el único que para los estoicos ofrece interés; lo que ellos llaman la actitud del sabio, entendiendo por sabio el hombre que obra con consciencia de su destino, de su situación en el mundo. Si la metafísica se disolvía para ellos en física, esta viene a reducirse a una ética o doctrina de obrar sabiamente. Es característica general de todas las épocas de decadencia la falta de interés hacia lo especulativo y metafísico para limitarse solo a lo práctico y humano.

El supremo bien para el hombre consiste, según los estoicos, en vivir conforme a la naturaleza. El vulgo se afana tras las cosas, obedece a sus pasiones, se alegre o entristece por la varia fortuna. Pero esto es una conducta necia, opuesta al verdadero ser de la naturaleza, ya que cuanto sucede es lo único que podría suceder, nada se puede evitar ni nada debe deplorarse. Todo cuanto existe en el Universo físico pertenece por entero al acaecer universal, divino; solo un dominio queda al hombre: su propia interioridad, su espíritu, su libertad interior. Según un estoico, el principio de la moralidad estriba en distinguir lo que depende de nosotros de lo que nos es extraño. Según Zenón de Citium, el hombre debe aceptar esa fatalidad universal, refugiarse en su interioridad, de la que podrá llegar a ser amo y señor, y organizaría según estricta consecuencia. Vivir consecuentemente es la forma de responder con elegancia a esa certeza de la propia situación.

Los estoicos posteriores representan el ideal del sabio bajo el lema de libertad. Solo el sabio, como los dioses, es libre. Esta libertad se define por relación a las dos esclavitudes que puede sufrir el hombre: los afectos interiores (o pasiones) y las cosas exteriores, la varia fortuna. Las pasiones son impulsos que por su desmesura alteran el solemne orden universal. Son, por otra parte, engañosas, sin objeto, y causas de dolor y de menosprecio de sí mismo. El sabio las dominará no deseando nada: esta es la apatía estoica, que debe lograrse por la austeridad y el ascetismo. Las cosas exteriores, por otra parte no dependen de nosotros ni deben afectar a nuestra serena interioridad: el sabio debe lograr la imperturbabilidad y la autarquía absolutas. Practicando la apatía y la imperturbabilidad, el hombre adquiere la virtud y se convierte en sabio. Es característico el orgullo estoico, el desdén del sabio hacia el vulgo que corre como dementado tras las sombras de lo que cree a su alcance, o se mueve como autómata al servicio de las pasiones. Solo el sabio se basta a sí mismo, solo él logra la autarquía. Solo él, por fin, se penetra con el alma del Universo, identificándose —por vía práctica— con el ser verdadero e inmutable.

El juicio que los estoicos han merecido a lo largo de la historia ha sido muy diferente y extremado. Para unos (Montesquieu, por ejemplo) constituyeron una secta maravillosa en la que rayaron a su máxima altura las virtudes humanas. Para otros (Mommsem) no fueron sino unos fariseos que escondían la más refinada soberbia bajo las apariencias de virtud. Otros, en fin, quisieron ver en ellos una feliz anticipación a muchas ideas y al espíritu del Cristianismo. Pero a esta última opinión aludiremos al tratar del más grande de los estoicos —Séneca— que alcanza ya los primeros tiempos de la Iglesia.

El epicureísmo

Contemporánea de la escuela del Pórtico es otra escuela filosófica que fundó Epicuro (341-207) en Atenas, instalándola en el jardín de su propia casa, de donde el nombre de escuela del Jardín con que se la conoció. Su significación es muy semejante a la estoica, aunque en el lenguaje de hoy día se entienda —y no sin un fundamento— por epicúreo algo opuesto a estoico. Si esto evoca ascetismo, aquello sugiere una idea de refinamiento en el placer. Fácil nos será comprender cómo se hermanan y se oponen a la vez una y otra escuela.

Comparte Epicuro con los estoicos su aversión a las entidades metafísicas de Platón y de Aristóteles, para no admitir más que la realidad material y sensible. Esto le hace prescindir del plano metafísico y limitarse al cosmológico o físico. Aquí admite una concepción más lógica que la de los estoicos dentro de su principio materialista. No es que todas las cosas deban ser concebidas con una naturaleza material, sino que no existen otras realidades que los átomos o partículas indivisibles de materia que, sometidas a una causalidad ciega y necesaria, producen cuanto hay. Concepción esta que renueva la teoría llamada atomismo que inició Demócrito. Nosotros imaginamos al mundo construido según un plan inteligente y suponemos que al obrar lo hacemos en vista de un fin y libremente. Nada más puramente ilusorio. Si los copos de nieve poseyeran consciencia podrían imaginar, en su caída muelle y pausada, que lo hacen por su propia espontaneidad. El mundo es una inmensa estructura de átomos materiales sometida a leyes necesarias, como puede ser la lluvia o la nieve.

Con esto, pasa Epicuro al problema práctico de la actitud que debe adoptar el hombre ante este acontecer necesario. La física no constituye para él más que una antesala de la ética, como sucedía a los estoicos. Pero enseguida se le plantea una grave dificultad para conciliar esta concepción física del Universo con la posibilidad de una ética. Toda ética se propone establecer unas normas —de obligación o de consejo— para el ordenamiento de la conducta. Ello supone la posibilidad en el sujeto moral —el hombre— de seguirlas, de ajustar a ellas sus actos; esto es, la libertad. Si todo —incluso el hombre— es de naturaleza material y obedece a leyes necesarias, ¿qué objeto o utilidad podrán tener unas normas morales? Aquellos que actúan de ese modo —o aquellos que actúan de ese otro— lo harán porque así resulta de la causalidad universal.

Unos serán vulgo, por ejemplo, y otros sabios, irremediablemente, por necesidad física. Pero a nadie se predique que obre de otro modo, porque toda autodeterminación es imposible. Pues bien, para conciliar la concepción determinista con la posibilidad de una ética, sostiene Epicuro una teoría tan curiosa como ilógica: lo que él llama el clinamen, o ligera inclinación de los átomos en su caída. Un hombre que cae desde lo alto de una casa no puede, ciertamente, evitar la caída una vez iniciada, pero puede imprimir un movimiento a su cuerpo que le haga caer algo más acá o más allá, en una postura o en otra. Algo semejante supone Epicuro que puede acontecer en los átomos materiales que integran nuestra alma, y en ello pretende fundar la posibilidad de una actuación moral y de una ética. Pero esto es en realidad un subterfugio basado en una mera comparación, ya que el determinismo universal o lo es realmente, o, si tiene el más ligero fallo, desaparece como tal y ha de admitirse la indeterminación y la libertad por restringido que sea su campo.

Sentadas estas premisas, se pregunta Epicuro cuál será el fin que el hombre puede y debe alcanzar en esta vida, es decir, la dirección en que el hombre debe lograr esa desviación o clinamen en su caer a lo largo de la existencia. Y la respuesta no ofrece para él ninguna duda: es un hecho de experiencia evidente, que todos los hombres han tendido siempre, consciente o inconscientemente, acertada o erróneamente, hacia el placer. Esto para Epicuro es un hecho indudable que debe admitirse sin más. Cierto que los hombres trabajan y buscan cosas que no son el placer mismo, pero se trata solo de medios para mantener la vida —condición del placer futuro— o para procurarse fuentes de placer. Todo en la vida del hombre tiene valor de medio, menos el placer, que tiene valor de fin. La dificultad fundamental con que los hombres chocan para llevar una vida serena y verdaderamente natural que busque directamente el placer que, en el fondo, todos buscan, estriba en un temor que les persigue de por vida: el que nace de la creencia en la justicia de Dios y en el más allá. Pero en esta estructura material regida por causalidad mecánica no hay sitio para la acción de los dioses. Estos existen, según Epicuro, pero llevan una existencia feliz en el lejano Olimpo, sin preocuparse para nada de los hombres. El alma, por otra parte, es una especie de burbuja material que se disuelve en la nada al morir el hombre. Tampoco la muerte misma debe temerse, porque mientras vivimos no está ella presente, y cuando ella llega, ya no estamos nosotros.

Parece, pues, que el camino del placer está abierto para el hombre y desembarazado de toda traba religiosa o filosófica. Epicuro comienza así haciendo abierta profesión del más alegre hedonismo, que es aquella doctrina ética que establece el placer (hedoné) como valor supremo. Mas he aquí que, acto seguido, tiene que enfrentarse con la terrible antítesis de todo hedonismo: cualquier ética, para serlo, ha de pretender dar unas normas con carácter general e imperativo; pero el placer es un hecho subjetivo, que se realiza en la intimidad del sujeto sin que cada hombre pueda tener experiencia más que del propio.

Imaginemos que se manda o aconseja a un hombre que, para lograr una vida placentera, se abstenga de drogas, como el opio, por ejemplo. Pero él responde: el placer de un momento que el opio me depara es para mí superior a todos los placeres que podría ofrecerme una larga vida; por mi parte, lo cambio con gusto y nadie puede discutirme el derecho, porque el placer es mío y solo yo puedo conocerlo y valorarlo. Esto es incontestable desde el punto de vista puramente hedonista, y, por ello, toda ética de este género ha de enfrentarse, antes de nada, con el problema de objetivar el placer, hacer de él algo objetivo que pueda erigirse en fin concreto y norma para todos los hombres.

A este efecto divide, en primer lugar, los placeres posibles en placeres corporales y placeres espirituales. ¿Cuáles serán los superiores y, por tanto, los deseables? En un principio se decide Epicuro por los espirituales, porque se pueden traer a voluntad y, por tanto, sujetan al hombre a las cosas exteriores y a la variable fortuna. Pero los placeres espirituales consisten para Epicuro en recordar, imaginar o proyectar situaciones placenteras, y esto no es posible, naturalmente, si no existen previamente unas auténticas y originales situaciones placenteras. Estas no pueden consistir sino en los placeres del cuerpo.

Divide a continuación los placeres en lo que él llama placeres en reposo y placeres en movimiento. Son en reposo aquellos placeres que advienen al alma como algo natural a su actividad, como la satisfacción  de una necesidad, el fácil y grato ejercicio de sus operaciones. Son en movimiento aquellos otros que experimenta el alma como algo sobreañadido a su naturaleza, algo que se ha de buscar en el exterior porque no resulta de su normal actividad. El placer de reposar tras la fatiga, el beber agua con sed, son típicos placeres en reposo. Las drogas, el beber bebidas alcohólicas, son ejemplos de placeres en movimiento. Epicuro opta decididamente por los placeres en reposo, porque los en movimiento producen a la larga dolor, y, convertidos en hábito, esclavizan al alma sometiéndola a las cosas exteriores.

Y aquí, el viraje y la sorprendente conclusión del hedonismo epicúreo: si los placeres espirituales vienen a reducirse a los corporales y si en estos solo deben admitirse por tales placeres los en reposo, resultará que el único fin de la vida es el placer derivado de satisfacer las más elementales necesidades de la naturaleza. Lo cual exige del hombre un abstencionismo ascético, una estricta austeridad. El sabio epicúreo, en la práctica y por camino bien distinto, habrá de tener las mismas características del estoico. El sistema que empezó proclamando un alegre hedonismo, el culto libre y sin trabas del placer, acaba en un riguroso ascetismo. Más aún: como al sabio epicúreo le falta aquella visión panteística de un mundo inflamado por el espíritu divino, que poseía el estoico, no encuentra un verdadero e ilusionado objetivo a esta vida ascética a que le ha conducido su propio sistema, y tampoco lo encuentra, por tanto, a la vida misma. Por eso, pocos panegiristas han cantado a la muerte y al suicidio como Epicuro.

De este modo, el mismo desarrollo de la ética epicúrea demuestra cómo el hedonismo conduce por sí mismo a la desesperación y a la nada. Cómo no puede fundarse una moral sobre el placer, que es solo una reacción, un tono afectivo, que acompaña a los actos, pero nunca una realidad en sí misma que pueda buscarse como objetivo último. El placer, como la caza, aparece muchas veces en nuestro camino cuando no lo buscamos, pero rara vez si marchamos en su busca.

En política, por fin, opina Epicuro que la participación en la vida pública es impropia del sabio, porque ni suele ser compatible con la existencia placentera ni merece la pena dentro del ideal austero y mínimo de cada vida. Por ello estima Epicuro que la tiranía es el gobierno más deseable, porque ahorra a todos los ciudadanos la preocupación de las cosas públicas al hacerse cargo de ellas uno solo. Esta apatía hacia cuanto se salga de la propia vida y de su más útil organización es un signo más de la decadencia que representan estos sistemas filosóficos, y también de la pasiva actitud del pueblo griego que, dominado primero por Alejandro de Macedonia y ocupado después por Roma, estaba ya casi en el término de su misión histórica.

El tipo humano del sabio estoico y epicúreo no deja, sin embargo, de poseer cierta grandeza. En él se expresa el cansancio decadente del vivir, la vejez digna y orgullosa de una cultura ilustre. En esta retirada a posiciones mínimas, pero autárquicas y llenas de serenidad, se revela una vez más la íntima genialidad del espíritu griego. Puede ser una encarnación típica del espíritu estoico aquel sabio que tomaba plácidamente el sol ante una puerta de Salónica cuando se presentó ante él, atraído por la fama de su virtud y sabiduría, el propio rey Alejandro. «Pídeme lo que quieras —ofreció el monarca al sabio, que ni se había incorporado—, y te lo concederé enseguida». «Hacedme entonces merced —contestó este— de apartaros un poco, señor, que me estáis quitando el sol».

Una tercera escuela brota, en fin, de ese periodo de decadencia griega: el escepticismo fundada por Pirrón de Elis. Deriva su nombre del verbo skeptomai, dudar o vacilar. Pirrón acumula razones para dudar de todo hasta llegar a la imposibilidad de certeza alguna. Esto conduce al hombre a un estado de indiferencia del que —según él— nace la libertad y la felicidad del sabio, semejantes a las del estoico. La Academia platónica derivó, como sabemos, hacia posiciones escépticas.

TEMA 9 Y 10: EL ESTOICISMO Y EL EPICUREÍSMO.

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