TEMAS DE FE CATÓLICA: EL ANHELO DE DIOS.
Por Juan María Gallardo.
En el fondo del espíritu humano encontramos una nostalgia de felicidad que apunta a la esperanza de un hogar, de una patria definitiva. Somos terrenos, pero anhelamos lo eterno, anhelamos a Dios. Un Dios que podemos con certeza conocer como origen y fin del universo y como sumo bien, a partir del mundo y de la persona humana.
Presentación de Tema 1: El anhelo de Dios
El anhelo de Dios: la persona humana es capaz de Dios, deseo de la plena felicidad y deseo de Él
«El hombre está hecho para ser feliz como el pájaro para volar», escribió un literato ruso del siglo XIX. Todo el mundo busca la felicidad, el propio bien, y orienta su vida del modo que le parece más adecuado para alcanzarla. Poder gozar de bienes humanos que nos perfeccionan y enriquecen nos hace felices. Pero, mientras vivimos, la felicidad está siempre atravesada por una sombra. No solo porque, a veces, después de obtener cosas buenas, nos acostumbramos a ellas —lo que sucede con frecuencia cuando recibimos algo que habíamos deseado tener— sino, más radicalmente, porque ningún bien creado es capaz de colmar el anhelo de felicidad del hombre y porque además los bienes creados son pasajeros.
Somos hombres, hechos de cuerpo y espíritu en unidad, seres personales. Nuestra dimensión espiritual nos hace capaces de ir más allá de las realidades concretas con las que nos relacionamos: las personas, las instituciones, los bienes materiales, los instrumentos que nos ayudan a crecer… Conocer los distintos aspectos de la realidad no consume ni agota nuestra capacidad de conocer ni nuestras preguntas, siempre podemos conocer cosas nuevas o entenderlas con mayor profundidad. Y algo semejante sucede con nuestra capacidad de querer: no hay nada creado que nos sacie por completo y para siempre: podemos amar más, podemos amar cosas mejores. Y, de algún modo, nos sentimos impulsados hacia todo eso: conseguir objetivos nuevos nos hace felices, nos gusta comprender mejor los problemas y las realidades que tenemos alrededor, encontrar nuevas situaciones y adquirir experiencia. Procuramos realizar todo esto en nuestra vida y nos deprimimos cuando no alcanzamos a conseguirlo. Sentimos anhelos de plenitud. Todo eso es signo de una grandeza, del hecho que hay en nosotros algo infinito, que trasciende cada concreta realidad que forma parte de nuestra vida.
El mundo, sin embargo, es pasajero. Somos pasajeros nosotros mismos, y también el entorno que nos rodea. Las personas que amamos, los logros que alcanzamos, los bienes de que disfrutamos…, no hay nada que podamos retener para siempre. Nos gustaría aferrarlos, tenerlos siempre con nosotros porque mejoran nuestra vida, nos alegran con sus dones y cualidades, nos deleitan. Sin embargo, en el fondo de nuestra conciencia percibimos que son pasajeros, que no nos acompañarán siempre, que a veces nos prometen una felicidad que solo pueden dar por algún tiempo. «Todo lleva en sí el sello de su caducidad, oculto entre promesas. Porque el horror y la vergüenza de las cosas es ser caducas y, para cubrir esa llaga vergonzosa y engañar a los incautos, se disfrazan con vestidos de colores». Esa sombra que todo lo terreno posee nos toca profundamente, y si lo pensamos bien, nos asusta, nos lleva a desear que no sea así, que exista una salida para nuestro deseo de vida, de plenitud. Son anhelos de salvación, que están ahí, presentes en el corazón del hombre.
Hemos encontrado, entonces, dos tipos diferentes de anhelos humanos que señalan el «hambre de trascendencia» que tiene el hombre. Ante las diversas experiencias trascendentes del bien, se despiertan anhelos de plenitud —de ser, de verdad, de bondad, de belleza, de amor—. Y ante las diversas experiencias del mal, de la pérdida de esos bienes, se despiertan anhelos de salvación —pervivencia, rectitud, justicia, paz—. Son experiencias de trascendencia que dejan una nostalgia del más allá. Porque «el hombre está hecho para ser feliz como el pájaro para volar», pero la experiencia indica que la felicidad en este mundo no es completa, que la vida no es nunca plenamente satisfactoria, que queda más allá de nuestros intentos de alcanzarla, como siempre entrevista y nunca conseguida. Hay, por eso, en el fondo del espíritu humano una desazón, una insatisfacción, una nostalgia de felicidad que apunta a una secreta esperanza: la esperanza de un hogar, de una patria definitiva, en la que el sueño de una felicidad eterna, de un amor para siempre, quede colmada. Somos terrenos, pero anhelamos lo eterno.
Este deseo no funda por sí mismo la religiosidad natural, sino que más bien es como un «indicador» de Dios. El hombre es un ser naturalmente religioso porque su experiencia del mundo le lleva a pensar espontáneamente a un ser que es fundamento de toda la realidad: ese «a lo que todos llaman Dios», como decía santo Tomás concluyendo sus famosas cinco vías de acceso a Dios (cfr. Summa Theologiae, I, q.2, a.3). El conocimiento de Dios es accesible al sentido común, es decir, al pensamiento filosófico espontáneo que ejercita todo ser humano, como resultado de la experiencia de vida personal: la maravilla ante la hermosura y el orden de la naturaleza, la sorpresa por el don gratuito de la vida, la alegría de percibir el amor de otros… llevan a pensar en el «misterio» del que todo eso procede. También las diversas dimensiones de la espiritualidad humana, como la capacidad de reflexionar sobre sí mismo, de progresar cultural y técnicamente, de percibir la moralidad de las propias acciones, muestran que, a diferencia de los demás seres corpóreos, el hombre trasciende el resto del cosmos material y apuntan a un ser espiritual superior y trascendente que dé razón de estas cualidades del ser humano.
El fenómeno religioso no es, como pensaba Ludwig Feuerbach, una proyección de la subjetividad humana y de sus deseos de felicidad, sino que surge de una espontánea consideración de la realidad tal como es. Esto explica el hecho de que la negación de Dios y el intento de excluirlo de la cultura y de la vida social y civil sean fenómenos relativamente recientes, limitados a algunas áreas del mundo occidental. Los grandes interrogantes religiosos y existenciales continúan permaneciendo invariables en el tiempo, lo que viene a desmentir la idea de que la religión esté circunscrita a una fase «infantil» de la historia humana, destinada a desaparecer con el progreso del conocimiento.
La constatación de que el hombre es un ser naturalmente religioso llevó a algunos filósofos y teólogos a la idea de que Dios, al crearlo, lo había preparado ya, de algún modo, para recibir ese don en que consiste su vocación última y definitiva: la unión con Dios en Jesucristo. Tertuliano, por ejemplo, al notar cómo los paganos de su tiempo decían de modo natural «Dios es grande» o «Dios es bueno», pensó que el alma humana estaba de algún modo orientada hacia la fe cristiana y en su Apologético escribió: «Anima naturaliter christiana» (17,6). Santo Tomás, considerando el fin último del hombre y la apertura ilimitada de su espíritu, afirmó que los seres humanos tienen «un deseo natural de ver a Dios» (Contra Gentiles, lib.3, c.57, n.4). La experiencia muestra, sin embargo, que este deseo no es algo que podamos alcanzar por nuestras propias fuerzas, por lo que sólo se puede realizar si Dios se revela y sale de su misterio, si viene Él mismo al encuentro del hombre y se muestra tal como es. Pero este es el objeto de la Revelación.
El Catecismo de la Iglesia Católica ha resumido sintéticamente algunas de estas ideas en el n. 27: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar».
Fragmento del texto original de Tema 1. El anhelo de Dios.
- (1) Libro electrónico «Síntesis de la fe católica», que aborda algunas de las principales verdades de la fe. Son textos preparados por teólogos y canonistas con un enfoque primordialmente catequético, que remiten a la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia Católica, las enseñanzas de los Padres y el Magisterio.
TEMAS DE FE CATÓLICA: EL AHNELO DE DIOS.