DIÁLOGO VIVO CON SAN JUAN DE LA CRUZ: CONVERSACIONES SUBIENDO AL MONTE (46).
Continuación de Diálogo vivo con san Juan de la Cruz: Conversaciones subiendo al monte (45).
Por Silvio Pereira.
46. Los predicadores
«La segunda manera de bienes distintos sabrosos en que vanamente se puede gozar la voluntad, son los que provocan o persuaden a servir a Dios, que llamamos provocativos. Estos son los predicadores» (SMC L3, Cap. 45,1).
«El predicador, para aprovechar al pueblo y no embarazarse a sí mismo con vano gozo y presunción, conviénele advertir que aquel ejercicio más es espiritual que vocal; porque, aunque se ejercita con palabras de fuera, su fuerza y eficacia no la tiene sino del espíritu interior» (SMC L3, Cap. 45,2).
Querido Doctor Místico, son pocos los que verdaderamente advierten que lo importante sucede en lo invisible, inaudible, intangible, es decir en resumen, más allá de cuanto puede ser registrable por los sentidos corporales. El interior, la profundidad escondida, el corazón, el alma, el misterio. Porque Dios obra en lo secreto y en lo que florece se manifiesta su toque discreto, su paso humilde, su acción inadvertida.
«Y para que la doctrina pegue su fuerza, dos disposiciones ha de haber: una del que predica y otra del que oye» (SMC L3, Cap. 45,3).
Para juzgar pues la eficacia en gracia de una predicación no tendremos casi forma inmediata de hacerlo y menos debemos valorarla por los efectos exteriores cuantificables. Por ser breve no es mejor ni por extensa más elocuente o erudita y ambas pueden ser igualmente vacías o llenas de sentido. Si al concluir brota un estruendoso aplauso no sabremos si se trata tan solo de un efímero fervor causado por cuestiones estéticas y simpatías carismáticas o realmente ha dado en el núcleo de la cuestión de todos. Y si se cierra dejando al auditorio en silencio no podremos concluir con exactitud si se han aburrido y no han comprendido casi nada o si han sido presa de inquietudes y cuestionamientos que seguirán procesando o si han tocado el Misterio conducidos a las orillas de la contemplación.
Ciertamente los predicadores por gracia y oficio suelen intuir el proceso mientras lo viven pero su discernimiento también dependerá de su fineza de espíritu y maduración interior. No pocas veces son sorprendidos por comentarios adversos o elogiosos que les resultan tan desproporcionados como imprevisibles.
Es que la predicación es mucho más que un orador y un oyente. Supone capacidades y disposiciones. Y por supuesto es el Espíritu Santo quien predica al predicador y le mueve como su instrumento y quien unge a la asamblea y a cada discípulo para que escuche la voz de Dios. Pero también el predicador y el pueblo pueden estar mal dispuestos, escasamente preparados o faltarles capacidad para expresar o recibir.
Eres sacerdote y predicas la homilía frente a unas varias decenas de personas… ¿qué sabes? Sabes si lo haces en el Espíritu o no si te examinas y conoces sinceramente y eres apto para registrar en ti mismo los movimientos de la Gracia. Quizás también intuyes en general si hay receptividad, si el clima espiritual es benéfico o si por lo contrario cansas y molestas. ¿Debes pues guiarte por qué reglas? Solo por una: decir lo que crees que Dios quiere decir sin importarte demasiado las repercusiones inmediatas. Intentarás no hablar lo que tu Señor no te invita a proferir y no callar cuanto tu Señor te empuja a profetizar. Eres un instrumento y no es tuya la obra.
«Cuanto el predicador es de mejor vida, mayor es el fruto que hace por bajo que sea su estilo, y poca su retórica, y su doctrina común, porque del espíritu vivo se pega el calor. Porque, aunque es verdad que el buen estilo y acciones y subida doctrina y buen lenguaje mueven y hacen efecto acompañado de buen espíritu; pero sin él, aunque da sabor y gusto el sermón al sentido y al entendimiento, muy poco o nada de jugo pega a la voluntad» (SMC L3, Cap. 45,4).
De la abundancia o escasez del corazón habla la boca, podríamos decir. Hay una realidad que se percibe más allá de la palabra exterior: la ejemplaridad, lo que está verdaderamente vivo, la santidad. Y se nota tarde o temprano si el predicador anuncia lo que no vive y exige aquello a lo que no está dispuesto. No es la letra sino el Espíritu el que da vida. Un mensaje formalmente correcto y oportuno elaborado con el mejor estilo no podrá a la larga sino pasar por desabrido pues no tiene sustancia mística. Gustará tal vez a los oídos, pondrá enseñanzas en la inteligencia pero no pasará más allá de las emociones pasajeras. Para que toque la voluntad debe haber fuego del Espíritu Santo que encienda en la persona el anhelo de la transformación de su vida por la Gracia de su Señor. «Porque del espíritu vivo se pega el calor». Por tanto lo más óptimo será la confluencia de un predicador con espíritu vivo y un oyente con ese mismo espíritu. Disposiciones interiores que serán fruto tanto de una preparación inmediata como de una sostenida preparación mediata, es decir, una vida espiritual metódica y seria. Ese será nuestro aporte. Lo demás es obra misteriosa de la gratuidad del Espíritu.
«No hace mucho fruto aquella presa que hace el sentido en el gusto de la tal doctrina, impide que no pase al espíritu, quedándose sólo en estimación del modo y accidentes con que va dicha, alabando al predicador en esto o aquello y por esto siguiéndole, más que por la enmienda que de ahí saca» (SMC L3, Cap. 45,5).
Adherirse a un predicador no significa siempre adherirse al Evangelio. Sentirse reconfortado por una predicación no determina que se haya proclamado la Verdad. La mejor disposición será siempre querer escuchar la voz de Dios que nos invita a la Alianza, que promueve y sostiene el proceso de conversión, que nos hace madurar en santidad. No por nada el ministro ordenado tras proclamar el Evangelio besa el libro y ora en secreto:
«Las palabras del Santo Evangelio borren nuestros pecados». Ese ministro al que le fue confiada la Sagrada Escritura en estos términos: «Cree lo que lees, enseña lo que crees, vive lo que enseñas». Así bien dispuesto a la propia conversión personal, el predicador encara a sus oyentes para arrancarlos de las manos de Satanás y devolverlos a Dios, para llamarlos a la conversión y animarlos a sellar Alianza, para curar sus heridas y alentarlos con el consuelo de la Gracia y para alimentarlos con el Pan de esa Palabra Santa que no es suya y que le reclama ser su fiel y humilde servidor.
¿Su predicación en nombre del Señor Jesús será aceptada o rechazada, oída o desoída, valorada o desestimada? El predicador honesto, que no se busca a sí mismo intentando cosechar adhesiones personales, elogios y aplausos, sino solo permanecer fiel en el servicio de anunciar el Evangelio, sabe que de algún modo está en la Cruz. En esperanza confía que el Espíritu Santo le haya preparado un pueblo bien dispuesto y que la semilla que el predicador plante, Dios con su Sabiduría la haga crecer en el tiempo de su Providencia. Permanecerá pues luego en la oración que otea en lo escondido de los corazones la acción del Dios Invisible.
Pero mi queridísimo Fray Juan, ahora mismo llegamos al final de este trecho de camino. Esperemos que este diálogo vivo haya sido fecundo en Espíritu para quienes lo hayan seguido. Me quedo claro aguardando un pronto reencuentro con nuevos y luminosos diálogos de amor enamorado. Que las bendiciones de la Santísima Trinidad, el único Dios verdadero, lleguen a todos y les alcance la Unión a la que santamente aspiran.
DIÁLOGO VIVO CON SAN JUAN DE LA CRUZ: CONVERSACIONES SUBIENDO AL MONTE (46).
El Padre Silvio Dante Pereira Carro es también autor del blog Manantial de Contemplación. Escritos espirituales y florecillas de oración personal y tiene el canal de YouTube @silviodantepereiracarro.