CURSO «LA FE CRISTIANA»: TEMA 38. EL NOVENO Y EL DÉCIMO MANDAMIENTOS DEL DECÁLOGO.
Continuación de Curso «La fe cristiana»: Tema 37. El octavo mandamiento del Decálogo.
Por Juan María Gallardo.
No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni desearás la casa de tu prójimo, ni su tierra, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni ninguna cosa que sea de tu prójimo (Dt 5, 21).
El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5, 28).
Presentación de Tema 38. El noveno y el décimo mandamientos del Decálogo
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- Los pecados internos
Estos dos mandamientos se refieren a los actos internos correspondientes a los pecados contra el sexto y el séptimo mandamientos, que la tradición moral clasifica dentro de los llamados pecados internos. De modo positivo ordenan vivir la pureza —el noveno— y el desprendimiento de los bienes materiales —el décimo— en los pensamientos y deseos, según las palabras del Señor: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios y Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos ( Mt 5, 3.8).
La primera cuestión a la que habría que dar respuesta es si tiene sentido hablar de pecados internos; o dicho de otro modo, ¿por qué se califica negativamente un ejercicio de la inteligencia y de la voluntad que no se concreta en una acción externa reprobable?
La pregunta no es evidente, pues en las listas de pecados que nos ofrece el Nuevo Testamento aparecen sobre todo actos externos —adulterio, fornicación, homicidios, idolatría, hechicerías, pleitos, iras, etc.—. Sin embargo en esos mismos elencos vemos citados también, como pecados, ciertos actos internos —envidias, mala concupiscencia, avaricia—.
Jesús mismo explica que es del corazón del hombre de donde proceden los malos pensamientos, muertes, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias (Mt 15, 19). Y en el ámbito específico de la castidad, enseña que cualquiera que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón (Mt 5, 28). De estos textos procede una importante anotación para la moral, pues hacen entender cómo la fuente de las acciones humanas, y por tanto de la bondad o maldad de la persona se encuentra en los deseos del corazón, en lo que la persona «quiere» y elige. La maldad del homicidio, del adulterio, del robo no está principalmente en la fisicidad de la acción, o en sus consecuencias —que tienen un papel importante—, sino en la voluntad —en el corazón— del homicida, del adúltero, del ladrón, que al elegir esa determinada acción, la está queriendo: se está determinando en una dirección contraria al amor del prójimo, y por tanto, también al amor a Dios.
La voluntad se dirige siempre a un bien, pero en ocasiones se trata de un bien aparente, algo que aquí y ahora no es ordenable racionalmente al bien de la persona en su conjunto. El ladrón quiere algo que considera un bien, pero el hecho de que ese objeto pertenezca a otra persona hace imposible que la elección de quedárselo se pueda ordenar a su bien como persona, o lo que es lo mismo, al fin de su vida. En este sentido, no es necesario el acto exterior para determinar la voluntad en un sentido positivo o negativo. El que decide robar un objeto, aunque después no pueda hacerlo por un imprevisto, ha obrado mal. Ha realizado un acto interno voluntario contra la virtud de la justicia.
La bondad y maldad de la persona se dan en la voluntad, y por tanto, estrictamente hablando habría que utilizar esas categorías para referirse a los deseos —queridos, aceptados—, no a los pensamientos. Al hablar de la inteligencia utilizamos otras categorías, como verdadero y falso. Cuando el noveno mandamiento prohíbe los «pensamientos impuros» no se está refiriendo a las imágenes, o al pensamiento en sí, sino al movimiento de la voluntad que acepta la delectación desordenada que una cierta imagen —interna o externa— le provoca.
Los pecados internos se pueden dividir en:
— «malos pensamientos» —complacencia morosa—: son la representación imaginaria de un acto pecaminoso sin ánimo de realizarlo. Es pecado mortal si se trata de materia grave y se busca o se consiente deleitarse en ella;
— mal deseo —desiderium—: deseo interior y genérico de una acción pecaminosa con el cual la persona se complace. No coincide con la intención de realizarlo —que implica siempre un querer eficaz—, aunque en no pocos casos se haría si no existieran algunos motivos que frenan a la persona —como las consecuencias de la acción, la dificultad para realizarlo, etc.—;
— gozo pecaminoso: es la complacencia deliberada en una acción mala ya realizada por sí o por otros. Renueva el pecado en el alma.
Los pecados internos, en sí mismos, suelen tener menor gravedad que los correspondientes pecados externos, pues el acto externo generalmente manifiesta una voluntariedad más intensa. Sin embargo, de hecho, son muy peligrosos, sobre todo para las personas que buscan el trato y la amistad con Dios, ya que:
— se cometen con más facilidad, pues basta el consentimiento de la voluntad; y las tentaciones pueden ser más frecuentes;
— se les presta menos atención, pues a veces por ignorancia y a veces por cierta complicidad con las pasiones, no se quieren reconocer como pecados, al menos veniales, si el consentimiento fue imperfecto.
Los pecados internos pueden deformar la conciencia, por ejemplo, cuando se admite el pecado venial interno de manera habitual o con cierta frecuencia, aunque se quiera evitar el pecado mortal. Esta deformación puede dar lugar a manifestaciones de irritabilidad, a faltas de caridad, a espíritu crítico, a resignarse con tener frecuentes tentaciones sin luchar tenazmente contra ellas, etc.; en algunos casos puede llevar incluso a no querer reconocer los pecados internos, cubriéndolos con razonadas sinrazones, que acaban confundiendo cada vez más la conciencia; como consecuencia, fácilmente crece el amor propio, nacen inquietudes, se hace más costosa la humildad y la sincera contrición y se puede terminar en un estado de tibieza. En la lucha contra los pecados internos, es muy importante no dar lugar a los escrúpulos.
Para luchar contra los pecados internos, nos ayudan:
— la frecuencia de sacramentos, que nos dan o aumentan la gracia, y nos sanan de nuestras miserias cotidianas;
— la oración, la mortificación y el trabajo, buscando sinceramente a Dios;
— la humildad —que nos permite reconocer nuestras miserias sin desesperar por nuestros errores—, y la confianza en Dios, sabiendo que está siempre dispuesto a perdonarnos;
— el ejercitarnos en la sinceridad con Dios, con nosotros mismos y en la dirección espiritual, cuidando con esmero el examen de conciencia.
Fragmento del texto original de Tema 38. El noveno y el décimo mandamientos del Decálogo de Pablo Requena.
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