¿SOLEDAD O AISLAMIENTO DEL SACERDOTE? TIEMPOS DE PANDEMIA Y SALUD INTEGRAL.
En estos tiempos difíciles de restricciones, de cambios radicales en nuestros vínculos, la vida cotidiana no ha dejado de transformarse en nosotros los sacerdotes.
Los ámbitos de nuestra vida ministerial con sus facetas de vida intelectual, humano-afectiva, espiritual y pastoral han sido cuestionados y necesitan que nosotros podamos gestionarlos de una manera más o menos ‘exitosa’. Sacando todo elemento de ‘voluntarismo’ que podría significar este término, quisiera hacer alusión a poder disponernos ‘más y mejor’ a la gracia, para dejarla actuar, y cuánto más aún en estos días anteriores a Pentecostés debiéramos pedir el don del Espíritu Santo para que Él transforme nuestras vidas. Reavivar el don que hemos recibido por la imposición de las manos —cf. 2 Tim 1, 6— es el camino a emprender y mejor aún juntos, unidos. Pero, ¿cómo lo hacemos?
La formación permanente vista también desde la dimensión de la salud integral.
La formación permanente del presbítero llamada a ser continua y ‘continuada’ en nuestra vida nos debe alentar a llenarnos de la gracia, y de los instrumentos humanos para dejarla actuar, sacando los obstáculos, para que el Señor que nos llamó reine en todas las facetas de nuestra vida y podamos ser fieles al don recibido. Ante la creciente transformación de nuestros vínculos no podemos ni debemos quedarnos solos. Siempre estamos vinculados en nuestro presbiterio y en nuestras comunidades. Pero, ¿tiene una connotación positiva o negativa la soledad? ¿Cuál es el sentido positivo o negativo de esa soledad que el sacerdote y/o el obispo puede experimentar?
1. La soledad: sentido positivo y negativo
La soledad sacerdotal desde un sentido positivo es «condición indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una soledad llena de la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la luz del Espíritu» (Pastore Dabo Vobis, 74). Jesús con frecuencia se retiraba solo a rezar: Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo (Mt 14, 23). «Hay una soledad que forma parte de la experiencia de todos y que es algo absolutamente normal. Pero hay también otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez, provoca nuevas dificultades. En este sentido, la participación activa en el presbiterio diocesano, los contactos periódicos con el Obispo y con los demás sacerdotes, la mutua colaboración, la vida común o fraterna entre los sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad con los fieles laicos comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para superar los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede experimentar el sacerdote» (Pastore Dabo Vobis, 74).
Lo bueno sería poder determinar qué tipo de soledad estoy viviendo como sacerdote en este tiempo de pandemia: ¿es una soledad que me ayuda a profundizar mi contacto con Cristo, mi sanos vínculos con los hermanos sacerdotes y laicos? O bien, ¿es una soledad que me produce aislamiento y ‘refugio’ en conductas que no me hacen bien, en vínculos desordenados, en adicciones quizás no tan claras o ya instaladas, pero que son un llamado a discernir, profundizar y clarificar por el bien de mi cuerpo, mente y espíritu? Y entonces aquí aparece la faceta que no debemos nunca dejar de lado: «nuestra salud integral: física, psíquica y espiritual». ¿Está la misma en peligro? Es importante ‘no negar’ la situación y rápidamente buscar ayuda.
La soledad negativa o aislamiento conduce a mirar la vida con desesperanza, a sentir que no se puede ser fiel al don del sacramento del orden recibido, a centrarse en la autorreferencialidad y victimización, a cortar los puentes de vínculos y posiblemente crear otros que parecen sanos, pero que en definitiva, no lo son. Aparentes ‘salvavidas’ en medio de la tormenta pero que no contribuyen decididamente a la salud física, psíquica y espiritual, ni tampoco a nuestra felicidad sacerdotal.
A mi modo humilde de ver, es importante hoy en día poder desarrollar la mirada y el discernimiento desde el punto de vista de la salud. En este tiempo de la Iglesia y del mundo, de «hospital de campaña», es necesario chequear el nivel de salud propio y de manera integral, y ‘velar’ por la salud de nuestros hermanos en el presbiterio, o en el episcopado y más allá. Sea quien fuere que haya recibido la gracia por la imposición de manos, nos tiene que hacer sentir que es nuestro hermano, que es de nuestra carne, y no tener miedo de ‘tocarla’ para sanar las heridas.
2. La unión de Pablo VI y Don Orione para salvar sacerdotes. Ejemplos y modelos.
Podríamos observar agradeciendo a Dios estas actitudes de nuestros hermanos sacerdotes santos: Pablo VI y Don Orione. Ellos se unieron para atender sacerdotes considerados «casos perdidos». Don Orione, con su maravillosa y exquisita caridad, los atendía en un ambiente reservado, capaz de favorecer su recuperación humana y espiritual. Mons. Montini, más allá de sus trabajos ‘de oficina’ se involucra personalmente en la ayuda de los sacerdotes con dificultades. Este se convierte para él en un campo personal para el apostolado, y le pide ayuda a Don Orione: «Monseñor Canale me ha enviado de nuevo casos similares con la oración en la búsqueda de un remedio o al menos dar un poco de consuelo». En esa misma carta Mons. Montini —más adelante San Pablo VI—, le diría también al fundador de la Pequeña Obra de la Divina Providencia: «He tenido una buena experiencia en la necesidad de la aparición de una obra de asistencia a estos desafortunados, a quien nadie quiere extender la mano… Oh, si el Señor inspirara la fundación de este trabajo también, Don Orione…» (Carta 08/02/1929).
Más adelante en la historia, San Juan Pablo II nos dirá: «La fraternidad presbiteral no excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias: las preferencias evangélicas reservadas a quienes tienen mayor necesidad de ayuda o de aliento….También a los sacerdotes que han abandonado esta forma de vida o que no la siguen, no sólo no los abandona, sino que los acompaña aún con mayor solicitud fraterna» (Pastore Dabo Vobis, 75).
Oración
Para concluir los invito a que nos unamos con San Juan Pablo II en esta misma Exhortación Apostólica, a María, Madre de los Sacerdotes, en esta espera de la Fiesta de Pentecostés:
Oh, María, Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes: acepta este título con el que hoy te honramos para exaltar tu maternidad y contemplar contigo el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos, oh Santa Madre de Dios.
Madre de Cristo, que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne por la unción del Espíritu Santo para salvar a los pobres y contritos de corazón: custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes, oh Madre del Salvador.
Madre de la fe, que acompañaste al templo al Hijo del hombre, en cumplimiento de las promesas hechas a nuestros Padres: presenta a Dios Padre, para su gloria, a los sacerdotes de tu Hijo, oh Arca de la Alianza.
Madre de la Iglesia, que con los discípulos en el Cenáculo implorabas el Espíritu para el nuevo Pueblo y sus Pastores: alcanza para el orden de los presbíteros la plenitud de los dones, oh Reina de los Apóstoles.
Madre de Jesucristo, que estuviste con Él al comienzo de su vida y de su misión, lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre, lo acompañaste en la cruz, exhausto por el sacrificio único y eterno, y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo: acoge desde el principio a los llamados al sacerdocio, protégelos en su formación y acompaña a tus hijos en su vida y en su ministerio, oh Madre de los sacerdotes. Amén.
¿SOLEDAD O AISLAMIENTO DEL SACERDOTE? TIEMPOS DE PANDEMIA Y SALUD INTEGRAL.
El padre Alejandro Antonio Zelaya es miembro del Equipo de Formación Permanente del Clero de la diócesis de Avellaneda-Lanús.