SANTA ISABEL DE HUNGRÍA.

Por David Saiz.

Familia de santos

Su padre era rey de Hungría y hermano de Santa Eduvigis.

Nacida en 1207, vivió en la tierra solamente 24 años, y fue canonizada o declarada santa, apenas cuatro años después de su muerte. La Iglesia católica ha visto en ella un modelo admirable de donación completa de sus bienes y de su vida entera a favor de los pobres y de los enfermos.

Joven esposa, madre… y viuda

A los quince años, ya la habían casado sus padres con el príncipe Luis, que tenía veinte años y en su matrimonio tuvieron tres hijos. Se amaron tan intensamente, que ella exclamaba: «Dios mío, si a mi esposo lo amo tantísimo, ¿cuánto más te debería amar a Ti?». Su principado se llamaba Turingia, en el centro de Alemania, y el esposo aceptaba de buen modo las santas exageraciones que Isabel tenía, en repartir a los pobres cuanto encontraba en la casa. Él respondía a los que criticaban: “Cuanto más demos nosotros a los pobres, más nos dará Dios a nosotros».

Cuando ella sólo tenía veinte años y su hijito menor estaba recién nacido, el esposo murió al viajar como cruzado a defender Tierra Santa. Casi se desespera al oír la noticia, pero luego aceptó la voluntad de Dios. Renunció a propuestas que le hacían para nuevos matrimonios y decidió que el resto de su vida sería para vivir totalmente pobre y dedicarse a los más pobres.

Desterrada

El sucesor de su marido la desterró del castillo y tuvo que huir con sus tres hijitos, desprovista de toda ayuda material. Ella, que cada día daba de comer a casi mil pobres en el castillo, ahora no tenía quién le diera para un desayuno. Pero confiaba totalmente en Dios que no abandona jamás a ninguno de sus hijos. Y entonces sucedió que algunos familiares la recibieron en su casa, y más tarde el rey de Hungría obtuvo que le devolvieran los bienes que le pertenecían como viuda, y con ellos construyó un gran hospital para pobres, y ayudó a muchas familias necesitadas.

Voto de pobreza y caridad con los pobres

Un Viernes Santo, después de las ceremonias, cuando ya habían quitado los manteles a los altares, se arrodilló ante un altar y delante de varios religiosos hizo voto de renunciar a todos sus bienes y de vivir totalmente pobre, como San Francisco de Asís hasta el final de su vida y de dedicarse por completo a ayudar a los más pobres. Cambió sus vestidos de princesa por un simple hábito de hermana franciscana, de tela burda y ordinaria, y los últimos cuatro años de su vida —desde los 20 hasta los 24— estuvo dedicada a atender a los pobrísimos enfermos del hospital que había fundado. Se propuso recorrer calles y campos pidiendo limosna para sus pobres, y vestía como las mujeres más pobres del campo. Vivía en una humilde choza, junto al hospital. Tejía y hasta pescaba, con tal de obtener con qué compararles medicinas a sus enfermitos.

La gente la llamaba «la mamacita buena».

Anécdotas sorprendentes

Tenía un director espiritual que para lograrla hacer más santa la trataba muy duramente. Ella exclamaba: «Dios mío, si a este padre le tengo tanto temor, ¿cuánto más te debería temer a Ti, si desobedezco tus mandamientos?».

Cuando era princesa, un día fue al templo vestida con los más exquisitos lujos, pero al ver una imagen de Cristo crucificado pensó: «¿Jesús en la cruz, despojado de todo y coronado de espinas, y yo con corona de oro y vestidos lujosos?». Y nunca más volvió a ir con lujos al templo de Dios.

Una vez se encontró un leproso abandonado en el camino, y no teniendo otro sitio en dónde colocarlo por el momento, lo acostó en la cama de su marido que estaba ausente. Llegó este inesperadamente y le contaron el caso. Se fue furioso a regañarla, pero al llegar a la habitación, vio en su cama, no el leproso sino un hermoso crucifijo, chorreante de sangre. Entonces recordó que Jesús paga como hecho a Él mismo cualquier acto de caridad que tenemos para con los pobres.

Uno de los sacerdotes de ese tiempo escribió: «Afirmo delante de Dios que raramente he visto una mujer de una actividad tan intensa, unida a una vida de oración y de contemplación tan elevada». Algunos religiosos franciscanos que la dirigían en su vida de total pobreza, afirman que varias veces, cuando ella regresaba de sus horas de oración, la vieron rodeada de resplandores y que sus ojos brillaban como luces muy resplandecientes.

El mismo emperador Federico II afirmó: «La venerable Isabel, tan amada de Dios, iluminó las tinieblas de este mundo como una estrella luminosa en la noche oscura».

Muerte y canonización

Cuando apenas iba a cumplir sus veinticuatro años, el 17 de noviembre del año 1231, pasó de esta vida a la eternidad. A sus funerales asistieron el emperador Federico II y una multitud tan grande formada por gentes de diversos países y de todas las clases sociales, que los asistentes decían que no se había visto ni quizá se volvería a ver en Alemania un entierro tan concurrido y fervoroso como el de Isabel de Hungría, la patrona de los pobres.

El mismo día de la muerte de la santa, a un hermano lego se le destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles dolores. De pronto vio a parecer a Isabel en su habitación, vestida con trajes hermosísimos. Él dijo: «¿Señora, Usted que siempre ha vestido trajes tan pobres, por qué ahora tan hermosamente vestida?». Y ella sonriente le dijo: «Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado». El paciente estiró el brazo que tenía totalmente destrozado, y la curación fue completa e instantánea.

Dos días después de su entierro, llegó al sepulcro de la santa un monje cisterciense el cual desde hacía varios años sufría un terrible dolor al corazón y ningún médico había logrado aliviarle de su dolencia. Se arrodilló por un buen rato a rezar junto a la tumba de la santa, y de un momento a otro quedó completamente curado de su dolor y de su enfermedad.

Estos milagros y muchos más, movieron al Sumo Pontífice a declararla santa, cuando apenas habían pasado cuatro años de su muerte.

Que el Señor nos conceda como a su buena Isabel, el don de un gran desprendimiento para dedicar nuestra vida y nuestros bienes a ayudar a los más necesitados.

SANTA ISABEL DE HUNGRÍA.

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