SAN ANTONIO ABAD.

Por David Saiz.

La vida de este santo la escribió San Atanasio, arzobispo de Alejandría, en Egipto. Su lectura es muy recomendable y hace mucho bien.

Antonio nació en Alejandría, Egipto, en el año 251, año de las terribles persecuciones contra los cristianos del emperador romano Decio. A nuestro santo se le llama «Abad», que significaba «padre», porque él fue el padre o fundador de la vida monástica en el desierto de Egipto.

Lo abandona todo para seguir a Jesucristo como monje

De pequeño no le enseñaron a leer ni escribir, pero sí lo supieron educar cristianamente. A los veinte años quedó huérfano de padre y madre, y al entrar a una iglesia oyó leer aquellas palabras de Jesús en el Evangelio: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme (Mt. 19, 21). Se fue entonces y vendió las casi doscientas hectáreas de buenas tierras que sus padres le habían dejado en herencia y repartió el dinero a los necesitados. Lo mismo hizo con sus casas y mobiliarios. Sólo dejó una pequeña cantidad para vivir él y su hermana.

Pero luego oyó leer en un templo aquella frase de Cristo: No os preocupéis por el día de mañana (Mt. 6, 34) y vendió el resto de los bienes que le quedaban, y asegurando en un convento de vírgenes la educación y el futuro de su hermana, repartió todo lo demás entre la gente más pobre, y él se quedó en absoluta pobreza, confiado sólo en Dios. Se retiró a las afueras de la ciudad a vivir en soledad y oración. Vivía cerca de algunos monjes que habitaban por allí, y de ellos fue aprendiendo a orar y a meditar. Le enseñaron a leer y su memoria era tal que lo que leía lo aprendía de memoria. Esto le va a servir mucho para el futuro, cuando no tendrá libros para leer, pero sí recordará maravillosamente lo leído anteriormente.

Recordando la frase de San Pablo: El que no trabaja, que no coma (2 Tes. 3,10) aprendió a tejer canastos, y con el trabajo de sus manos conseguía su sustento y aún le quedaba para ayudar a los pobres.

Su fervor era tan grande que de pronto oía hablar de algún monje o ermitaño muy santo, y se iba hacia donde él a escucharle sus consejos y tratar de aprender cómo se llega a la santidad. Y así pronto fue también él un ermitaño admirablemente santo.

Pasaba muchas horas del día y de la noche orando. No comía ni bebía nada jamás antes de que se ocultara el sol. Y su alimento era un poco de pan o de dátiles, un poco de sal, y agua de una cisterna.

Combate contra los demonios

Pero el demonio empezó a traerle temibles tentaciones. Le presentaba en la mente todo el gran bien que él podría haber hecho si en vez de repartir sus riquezas a los pobres las hubiera conservado para extender la religión. Y le mostraba lo antipática y fea que sería su futura vida de monje ermitaño. Trataba de que se sintiera descontento de la vocación a la cual Dios lo había llamado. Como no lograba desanimarlo, entonces el demonio le trajo las más desesperantes tentaciones contra la pureza. Le presentaba en la imaginación toda clase de imágenes impuras. Pero él, recordando aquellas frases de Jesús: Vigilad y orad para no caer en la tentación (Mt. 26, 41), Ciertos malos espíritus no se alejan sino con ayuno y oración (Mc. 9, 29), se puso a vigilar sus sentidos: ojos, oídos, etc., para que ninguna mala imagen o atracción lo sedujeran. Y luego empezó a orar mucho y a ayunar fuertemente.

Un día, el demonio, enfurecido porque no lograba vencerlo, le dio un golpe tan violento que el santo quedó como muerto. Vino un amigo y creyéndolo ya cadáver se lo llevó a enterrar, pero cuando ya estaban disponiendo los funerales, él recobró el sentido y se volvió a su choza a orar y meditar. Allí le dijo a Nuestro Señor: «¿A dónde te habías ido, mi buen Dios cuando el enemigo me atacaba tan duramente?» Y una voz del cielo le respondió: «Yo estaba presenciando tus combates y concediéndote fuerzas para resistir. Yo te protegeré siempre y en todas partes».

Vida de soledad en el desierto

A los 35 años de edad siente una voz interior que lo invita a dedicarse a la soledad absoluta. Hasta entonces había vivido en una celda, no muy lejos de la ciudad y cerca de otros ascetas. La palabra «asceta» significa «el que lucha por dominarse a sí mismo». La gente llamaba ascetas a los cristianos fervorosos que se dedicaban con la oración, el sacrificio y la meditación a conseguir la santidad. Cerca de un grupo de ellos había vivido ya varios años Antonio y había aprendido cuanto ellos podían enseñarle para ser santo. Ahora se sentía capaz de alejarse a tratar de entenderse a solas con Dios.

Se fue lejos, al otro lado del río Nilo. Encontró un cementerio abandonado y allí se quedó a vivir. Las gentes antiguas creían que las almas en pena venían a espantar en los cementerios. Para convencerse de que tal creencia era cuento y mentiras, se quedó a vivir en aquel cementerio y ningún alma de difunto vino a espantarlo. Aquel terreno estaba infestado de serpientes venenosas. Les dio una bendición y ellas se alejaron. Solamente un amigo suyo venía muy de vez en cuando a traerle un poco de pan. Levantó un muro para hacer el sacrificio de no ver a nadie, y hasta el que le traía el pan tenía que lanzárselo por encima del muro. Muchas gentes venían a consultarlo y les hablaba a través del muro.

Fama de santidad

Pero la fama de que sus consejos hacían mucho bien se extendió tanto que al fin los peregrinos no pudieron contenerse y derribaron aquella pared. Allí estaba Antonio, que desde hacía veinte años no veía rostro humano alguno, y no comía carne, y sólo se alimentaba de un poco de pan y un poco de agua cada día. Pero en su rostro no se notaba ningún mal efecto de estos sacrificios, sino que aparecía amable y lleno de alegría.

Padre o abad de otros monjes

A los 55 años, para satisfacer la petición de muchos hombres que le pedían les ayudara a vivir vida de ermitaños como él, organizó una serie de chozas individuales, donde se practicaba una pobreza heroica. En cada una de estas chozas vivía un ermitaño dedicado a orar, a trabajar y a hacer sacrificios. Constantemente se oían cantar por allí las alabanzas de Dios.

Antonio los fue formando en la santidad con sus sabios consejos. San Atanasio narra que les aconsejaba lo siguiente: «No vivir tan preocupados por el cuerpo, sino por la salvación del alma. Cada mañana pensar que éste puede ser el último día de nuestra vida, y vivir tan santamente como si en verdad lo fuera. Ejecutar cada acción como si fuera la última de la vida. Recordar que los enemigos del alma son vencidos con la oración, la mortificación, la humildad y las buenas obras y se alejan cuando hacemos bien la señal de la cruz». Les contaba que muchas veces había hecho salir huyendo al demonio con sólo pronunciar con toda fe el santo nombre de Jesús. Les decía que para combatir la impureza hay que pensar frecuentemente en lo que nos espera al final de la vida: Muerte, Juicio, Infierno o Gloria. Les insistía que se esforzaran por llegar a ser mansos y amables; que no buscaran ser alabados o muy estimados; que lo que obtuvieran con el trabajo de sus manos ―se dedicaban a tejer esteras y canastos― lo dedicaran a los pobres y que su preocupación fuera siempre ir apreciando y amando cada día más a Jesucristo. Así, con San Antonio nació en la Iglesia la primera comunidad de religiosos.

La herejía arriana

Luego se fue a vivir más lejos todavía y duró 18 años sin ver a nadie, sólo meditando, haciendo penitencias y hablando con Dios. En los terribilísimos calores del desierto ―más de 40 grados― hizo el sacrificio de no bañarse ni una vez, ni cambiarse de ropa. Era un sacrificio tremendo para esos calores sofocantes. No bebía ni una gota de agua antes de que se ocultara el sol.

Pero apareció luego una terrible herejía que decía que Cristo no era Dios. La propagaba un sacerdote llamado Arrio. San Antonio contempló en una visión que el mundo se llenaba de serpientes venenosas, y oyó una voz que decía: «Son los que niegan que Jesucristo es Dios». Inmediatamente hizo expulsar de sus monasterios a todos los arrianos que negaban la Divinidad de Jesucristo y se fue otra vez a Alejandría a apoyar a arzobispo San Atanasio, que era el gran orador y adalid que atacaba a los arrianos ―fue desterrado hasta cinco veces por defender la verdadera Religión―. Allá San Antonio hizo milagros portentosos para probar que Cristo sí es Dios.

Al famoso sabio Dídimo el Ciego le dijo que no entristeciera por ser ciego, sino que se alegrara porque con la fe podía ver a Dios en su alma.

Últimos años de vida

Los últimos años de su vida era muy visitado por peregrinos que iban a pedirle consejos. El hacía que sus monjes más santos y más sabios los aconsejaran y luego reuniendo al atardecer a todos los peregrinos les hacía algún pequeño sermón.

Murió de más de cien años, pero conservaba bien la vista y la cabeza. Y aparecía siempre tan alegre y amable, que cuando llegaba un peregrino y preguntaba por él, le decían: «Busque entre los monjes, y el más alegre de todos, ése es Antonio». Y aunque el peregrino jamás lo había visto antes en su vida, pasaba por entre los monjes y al ver a uno más amable y risueño y alegre que los demás, preguntaba: «¿Es este Antonio?» Y le respondían que sí, que era él.

Antes de morir hizo jurar a sus discípulos que no contarían dónde estaba enterrado, para que las gentes no tuvieran el peligro de dedicarse a rendirle cultos desproporcionados. Murió el 17 de enero del año 356. Siglos más tarde, unos devotos encontraron sus restos en Egipto y se los llevaron al sureste de Francia, donde fundaron un pueblo que llamaron ‘San Antonio Abad’, en francés ‘Saint Antoine l’Abbaye’, donde levantaron una hermosa basílica en su honor. Allá esperan la llamada de Jesucristo a la resurrección al final de la Historia.

¡San Antonio Abad, ruega por nosotros!

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí