TEMA 13: PASIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO.

Continuación de La Encarnación.

Por Juan María Gallardo.

Todos los misterios de Jesús son causa de nuestra salvación. Con su vida santa y filial en la tierra Jesús reconduce al amor del Padre la realidad humana que había quedado deformada por el pecado original y por los sucesivos pecados personales de todos los hombres. La rehabilita y la rescata del poder del diablo.

Presentación de tema 13: Pasión, muerte y resurrección de Jesucristo

Sin embargo, solo con su misterio Pascual —su pasión y su muerte, su resurrección y ascensión al cielo junto al Padre— esa realidad de la redención se instaura definitivamente. Por eso, el misterio de nuestra salvación se atribuye con frecuencia a la pasión, muerte y resurrección de Cristo, a su misterio pascual. Pero no olvidemos que es la vida entera de Cristo, en su fase terrena y en su fase gloriosa, lo que —hablando con rigor— nos salva.

La Pasión y muerte de Cristo

El sentido de la Cruz. Desde el punto de vista histórico nuestro Señor murió porque fue condenado a muerte por las autoridades del pueblo judío, que lo entregaron al poder romano pidiendo que fuera ajusticiado. La causa de su condena a muerte fue su declaración ante el supremo concilio de los judíos —el Sanedrín— de que él era el Mesías hijo de Dios, aquel a quién Dios había dado el poder de juzgar a todos los hombres. Esta declaración fue considerada una blasfemia y así el Sanedrín pasó a decretar su muerte.

Hay que notar que esta condena de Jesús se sitúa en continuidad con la precedente historia de la salvación del pueblo judío. En muchas ocasiones Dios habló al pueblo de Israel por medio de profetas (cf. Heb 1,1). Sin embargo, no siempre Israel recibió bien la palabra de Dios. La historia de Israel es una historia de grandes gestas heroicas, pero también de grandes rebeliones. En muchas ocasiones el pueblo abandonó a Dios y olvidó las leyes santas que había recibido de Él. Por eso, con frecuencia los profetas tuvieron que sufrir injusticias para realizar la misión que Dios les encomendaba.

La historia de Jesús es la historia que culmina la historia de Israel, una historia con vocación universal. Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo para que, cumpliendo sus promesas a Israel, llevase a cabo la instauración de su Reino en el mundo. Pero sólo algunos aceptaron a Cristo y lo siguieron; los jefes del pueblo, en cambio, lo rechazaron y lo condenaron a muerte. Nunca los hombres habían rechazado tan directamente a Dios, hasta poder maltratarlo en todos los modos posibles. Sin embargo —y aquí está el aspecto más misterioso de la Cruz— Dios no quiso proteger a su Hijo de la maldad humana, sino que lo entregó en manos de los pecadores: «Permitió los actos nacidos de su ceguera para realizar su designio de salvación» (Catecismo, n. 600). Y Jesús, siguiendo la voluntad del Padre «aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres» (Catecismo, n. 609). Se entregó a sí mismo a esa pasión y muerte injustas. Confesó valientemente su identidad y su relación con el Padre, aunque sabía que no iba a ser aceptada por sus enemigos. Fue condenado a una muerte humillante y violenta y, de ese modo, experimentó en su carne y en su alma la injusticia de aquellos que lo condenaron. Y no sólo: en esa injusticia que sufrió y que aceptó por nosotros, estaban contenidas también todas las injusticias y pecados de la humanidad, pues cada pecado no es otra cosa que el rechazo del proyecto de Dios en Jesucristo, que alcanzó su mayor expresión en la condena de Jesús a una muerte tan cruel. Como afirma el Compendio del Catecismo: «Todo pecador, o sea todo hombre, es realmente causa e instrumento de los sufrimientos del Redentor» (n. 117).

Por tanto, Jesús aceptó libremente los sufrimientos físicos y morales impuestos por la injusticia de los pecadores, y, en ellos, de todos los pecados de los hombres, de toda ofensa a Dios. Se puede decir, metafóricamente, que ‘cargó’ nuestros pecados sobre sus hombros. Pero ¿por qué lo hizo? La respuesta que ha dado la Iglesia, sirviéndose de lenguajes distintos, pero con un fondo común, es ésta: lo hizo para anular o cancelar nuestros pecados en la justicia de su corazón.

¿Cómo canceló Jesús nuestros pecados? Los eliminó sobrellevando esos sufrimientos, que eran fruto de los pecados de los hombres, en unión obediente y amorosa con su Padre Dios, con un corazón lleno de justicia, y con la caridad de quien ama al pecador, aunque éste no lo merezca, de quien busca perdonar las ofensas por amor (cf. Lc 22,42; 23,34). Tal vez un ejemplo ayude a entender esto mejor. A veces en la vida se presentan situaciones en las que una persona recibe ofensas de otra a la que ama. En el entorno familiar puede ocurrir, por ejemplo, que una persona anciana e impedida esté de mal humor y haga sufrir a quienes la atienden. Cuando hay verdadero amor esos sufrimientos se aceptan con caridad y se sigue procurando el bien de esa persona que ofende. Los agravios mueren porque no encuentran cabida en un corazón justo y lleno de amor. Algo semejante hizo Jesús, aunque en verdad Él fue mucho más allá, porque quizá el anciano del ejemplo merece el cariño de quienes lo atienden por las cosas buenas que hizo cuando era más joven. Pero Jesús nos amó sin que nosotros lo mereciéramos, y no se sacrificó por alguien al que amaba por algún motivo particular, sino por cada una de las personas, por todas y cada una: Me amó y se entregó por mí, dice san Pablo, que había perseguido con saña a los cristianos. Jesús quiso ofrecer al Padre esos sufrimientos, junto con su muerte, en favor nuestro, para que, con base en su amor, nosotros pudiéramos alcanzar siempre el perdón de nuestras ofensas a Dios: En sus llagas hemos sido curados (Is 53,5). Y Dios Padre, que sostuvo con la fuerza del Espíritu Santo el sacrificio de Jesús, se deleitó ante el amor que había en el corazón de su Hijo. Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rom 5,20).

Así, en el acontecimiento histórico de la cruz lo fundamental no fue el acto injusto de quienes lo acusaron y condenaron, sino la respuesta de Jesús, llena de rectitud y de misericordia ante esa situación. Que fue, a su vez, un acto de la Trinidad: «Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo. Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia» (Catecismo, n. 614).

La cruz de Cristo es, sobre todo, la manifestación de amor generoso de la Trinidad hacia los hombres, de un amor que nos salva. En esto consiste esencialmente su misterio.

El fruto de la Cruz. Es, principalmente, la eliminación del pecado. Pero eso no significa que no podamos pecar o que cada pecado se nos perdone automáticamente sin que pongamos nada de nuestra parte. Quizá lo mejor sea explicar esto con una metáfora. Si, en una excursión o dando un paseo por el campo, nos muerde una serpiente venenosa, en seguida trataremos de buscar un antídoto para el veneno. El veneno, como el pecado, tiene un efecto destructivo para su sujeto. La función del antídoto es librarnos de esa destrucción que se está produciendo en nuestro organismo, y eso lo puede hacer porque contiene en sí mismo algo que neutraliza el veneno. Pues bien: la cruz es el ‘antídoto’ del pecado. Hay en ella un amor que está presente precisamente como reacción a las injusticias, a las ofensas, y ese amor sacrificado que brota en el corazón de Cristo, en la desolación de la Cruz, es el elemento capaz de superar el pecado, de vencerlo y de eliminarlo.

Somos pecadores, pero podemos librarnos del pecado y de sus efectos deletéreos participando en el misterio de la Cruz, deseando tomar ese ‘antídoto’ que Cristo fabricó en sí mismo precisamente al sostener la experiencia del daño que hace el pecado, y que se nos aplica a través de los sacramentos. El bautismo nos incorpora a Cristo y, al hacerlo, borra nuestros pecados, la confesión sacramental nos limpia y obtiene el perdón de Dios, la Eucaristía nos purifica y fortalece… Así, el misterio de la Cruz, presente en los sacramentos, nos va conduciendo hacia esa vida nueva, sin fin, en el que todo mal y todo pecado no existirán, porque fueron cancelados por la cruz de Cristo.

Hay también otros frutos de la Cruz. Ante un crucifijo nos damos cuenta de que la cruz no es solo antídoto del pecado, si no que revela también la potencia del amor. Jesús en la cruz nos enseña hasta donde se puede llegar por amor a Dios y a los hombres y así nos indica el camino hacia la plenitud humana, pues el sentido del hombre está en amar verdaderamente a Dios y a los demás. Claro que llegar a esa plenitud humana sólo es posible porque Jesús nos hace participar de su resurrección y nos da el Espíritu santo. Pero de esto se habla más adelante.

Fragmento del texto original de Tema 13. Pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

  • (1) Libro electrónico «Síntesis de la fe católica», que aborda algunas de las principales verdades de la fe. Son textos preparados por teólogos y canonistas con un enfoque primordialmente catequético, que remiten a la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia Católica, las enseñanzas de los Padres y el Magisterio.

TEMA 13: PASIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO.

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