NO SOY DIGNO DE QUE ENTRES EN MI CASA.

Por Mario Ortega.

Lc 7,1-10. No soy digno de que entres en mi casa. Lunes de la semana XXIV del TO.

En aquel tiempo, cuando terminó Jesús de hablar a la gente, entró en Cafarnaún. Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos, para rogarle que fuera a curar a su criado. Ellos, presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente:
– Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido una sinagoga.
Jesús se fue con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle:
– Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes y le digo a uno: «ve» y va; al otro «ven» y viene; y a mi criado: «haz esto» y lo hace. Al oír esto, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo:
– Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe.
Y al volver a la casa, los enviados encontraron al siervo sano.

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CORREGIRME PARA CORREGIR

1. Jesús nos habla hoy de la paja en el ojo ajeno que nos empeñamos en sacar mientras que nosotros no vemos o no queremos ver la viga que llevamos en el nuestro. Para ver nuestro propio ojo con semejante armatoste, necesitamos un espejo o alguien que nos lo diga. No lo vemos por nosotros mismos.

2. Y Jesús nos lo está diciendo muy claro: sé humilde, reconoce tus defectos antes de juzgar los del prójimo. No nos echa en cara nuestra soberbia, sino que trata de corregirla. Sólo el humilde puede ver claro y corregir al hermano con objetividad y con amor. Es más, Jesús es para nosotros el mejor espejo en el que podemos mirarnos para arreglarnos el ojo y el corazón enfermo de juicios hipócritas. Mirar a Jesús es descubrir nuestra miseria y estar al mismo tiempo sanándola ya.

3. Su mirada deshace las vigas más aparatosas de nuestros ojos. Mirarle en la blancura de la Eucaristía, mirarle a través de la contemplación de las escenas del Evangelio. Mirar, mirar a Jesús, antes de mirar al prójimo. Para que nuestra mirada sea sana y limpia.

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