Por Silvio Pereira. ¿En medio de una apostasía silenciosa?
Tesis fundamental
La crisis a causa de la pandemia de covid-19 o ‘coronavirus’ ha paralizado al mundo entero. Ante lo poco que se conoce del virus y cómo tratarlo o prevenirlo se ha generado una globalizada angustia. Todo cuanto decidimos y vivimos en esta crisis tiene como telón de fondo y clave de interpretación ‘el miedo a la muerte’. Ciertamente frente a la posible enfermedad y muerte propia o de nuestros seres queridos la experiencia más relevantemente común es el miedo. Y este miedo se expresa desde el temor hasta la angustia, el pánico o el terror en la mayor parte de la población. Hasta se ha instalado la
incertidumbre y el horror por no saber si de manera involuntaria podríamos ser ‘transmisores de la muerte’. Parece ser entonces que lo mejor es quedarse quieto y no hacer absolutamente nada o apenas lo imprescindible para sobrevivir. Como ‘un vivir sin vivir’ se ha instalado entre nosotros. Nos hemos encaminado hacia una preventiva ‘suspensión de todo’ pero sin certeza sobre si los reparos tienen un fundamento real o al menos proporcionado. Se trata de la irracionalidad del miedo.
Pero también es parte de mis certezas que quienes mejor deberíamos poder asumir esta circunstancia, las personas con una fe religiosa, también parecemos estar perplejos. No estamos dando un mensaje contundente sino timorato en la esperanza. Especialmente los cristianos católicos vamos descubriendo lo que insistíamos en negar desde hace mucho tiempo: nuestra fe es débil e inmadura, superficial y no ha tomado toda nuestra vida.
¿Una apostasía silenciosa?
¿Se ha paralizado la Iglesia? ¿Cuál es el estado de nuestra fe? Estas parecen ser las preguntas inquietantes que nos acerca la presente crisis de la pandemia de covid-19. Los cristianos católicos como todos los demás habitantes del mundo nos hemos replegado en cuarentena y no queda claro cuál será nuestro aporte específico en esta hora. Templos mayoritariamente cerrados y celebraciones eucarísticas sin participación de fieles, suspensión de los sacramentos en virtud del peligro de aglomeración, algunos voluntariados caritativos en pie y el recurso a la realidad virtual para sostener alguna dinámica comunitaria. Toda la vida de la Iglesia aparece de pronto entre paréntesis. ¿Pero no es lo que vive toda la humanidad? ¿Por qué los cristianos debieran diferenciarse y vivir las presentes circunstancias de otro modo? Cierto que se ha esbozado el recurso a la Providencia Divina: «es un tiempo con el que Dios quiere decirnos algo». Surge pues un aparente redescubrimiento de la interioridad y de la ‘familia iglesia doméstica’ pero… ¿será verdadero camino?, ¿será sustentable este talante durante todo el plazo del aislamiento?, ¿o quizás un mero espejismo e ilusión del desierto? Las justificaciones espirituales para conceder semejante repliegue —donde la fe queda casi sin un rostro ‘público’ y confinada a lo ‘privado’— ¿son discernimientos sinceros o camufladas excusas? La fe cristiana creo se debate entre dos opciones: o se imposta como una fe martirial o se diluye en la apostasía silenciosa.
Pido perdón. La aplicación del concepto de ‘apostasía’ en cuanto rechazo total de la fe es claramente una exageración de mi parte. Lo uso solo con valor didáctico y en sentido proyectivo. ¿Vamos hacia una apostasía masiva?
Yo diría que una ‘apostasía silenciosa’ va creciendo entre nosotros desde hace mucho tiempo. Podríamos usar el concepto ‘descristianización’. Generalmente las estadísticas nos hablan de la cantidad de bautizados en el mundo, sin embargo es muy inferior a ese número la cantidad de personas que intentan vivir y practicar el estilo de vida del Evangelio de Jesús. Y entre los fieles católicos es notable la distancia entre quienes podríamos decir expresan una ‘fe viva’ y aquellos que se conforman con ciertos ritualismos y costumbres piadosas y prácticas morales a veces no bien enraizadas en el Misterio de Dios. El ‘portarse bien’ tan difundido no siempre tiene ligazón con ‘el vínculo discipular con Cristo’. Por debajo de aparentes praxis cristianas no siempre se encuentra una real y concreta Alianza con el Señor que toma toda la vida del creyente.
Una ‘apostasía silenciosa’ ya se introduce y vive cuando Dios queda confinado a ser un apéndice o una parte de mi vida —que sigue siendo mía, que de ninguna manera entregaré entera sino solo parcialmente— y en la cual permito y autorizo al Señor que ocupe algún espacio. No se trata de un proceso de maduración aún no logrado pero en el cual se nota que la persona se halla en movimiento, en camino y que está batallando para alcanzar la meta. Aquí se trata de la claudicación y de la autojustificación de una decisión oculta: «Nunca te entregaré enteramente mi vida sino que siempre me reservaré una pequeña o gran parte para mí, y eso está bien. No tienes derecho a pedirme todo. No me entregaré así».
Una ‘apostasía silenciosa’ ya se introduce y vive al reducir el cristianismo a la solidaridad y los sistemas de valores como si bastaran por sí solos descuidando la espiritualidad, una experiencia personal de encuentro con Dios que resulte fundante de un nuevo vivir. Esa forma de apostasía dice que por Dios uno ama al prójimo pero sin efectivamente amar y dejarse amar por Dios. Se trata de un ‘humanismo nuestro’ donde el Evangelio funciona como marco doctrinal de referencia pero la Persona de Jesús no es la fuente de nuestro obrar. Nuestra falta de comunión con Él nos pone fuera de su influjo de gracia. «Llevamos la etiqueta pero no contenemos la realidad». Decimos obrar por Él pero sin Él.
La forma más peligrosa de la ‘apostasía silenciosa’ es una reducción de la fe a lo inmanente, al horizonte mundano de la historia. Es la forma más peligrosa porque la introducimos nosotros mismos —creyentes laicos, consagrados y pastores— por una descompensación o desequilibrio en nuestra comprensión del Misterio. Creo que no nos damos cuenta pero todo nuestro lenguaje lo está revelando. Casi pareciera que todo nuestro diálogo con Dios tiene que ver con que solucione nuestros problemas cotidianos. Tratamos con el Señor por la enfermedad, por el trabajo, por la familia, por los proyectos
personales de crecimiento, por el sustento económico y un sinfín de situaciones del aquí y ahora de la historia. Y predominantemente a esos objetivos dirigimos el ejercicio pastoral. Dios se torna ‘funcional a nosotros’ que estamos claramente en el centro de la escena. La salvación se trata de que con la ayuda de Dios nos ‘vaya bien en esta vida’. Y por supuesto que el Señor nos ama y quiere nuestro bien, nos apoya y acompaña. El problema es la ‘reducción o mutilación’ de la fe. No se tiene en cuenta ya la dimensión trascendente y no se camina hacia la Gloria eterna. Gozar descubriendo y realizando la voluntad de Dios no es ya una básica experiencia de la vida cristiana. ‘Cielo y santidad’ son dos conceptos bastante ausentes en nuestra prédica del Evangelio. ‘Su Reino’ es más ‘nuestro reino’ que el suyo. Se construye así una ‘soteriología intramundana’ donde cada vez se percibe con mayor perplejidad el acontecimiento de la Cruz.
Y por estos días me ‘hace ruido’ la facilidad y prontitud con la cual hemos suspendido las ‘misas con participación de los fieles’. Justamente ese ‘ruido’ me ha dejado entrever ese clima de oculta apostasía silenciosa que el Tentador como veneno viene secretamente inoculando entre nosotros. Ahora nos ha convencido sutilmente en el discurso globalizado que ‘cuidar la vida’ supone limitar la presencia de Dios o incluso que alguna presencia de Dios —la Eucaristía— puede ser peligrosa. Mejor recurrir a presencias divinas ‘con aislamiento y esterilizadas’, presencias divinas intimistas y virtuales que convenientemente resulten menos visibles y operativas en la concretez del horizonte mundano.
Sabemos que la Eucaristía se celebra en la comunión de los santos y que el sacerdote solo no está solo sino en comunión con toda la Iglesia —no sólo la ‘militante’ sino también la ‘purgante’ y la ‘triunfante’ por usar terminología clásica—. Pero parece haber sido ‘poco traumática’ la decisión de celebrar sin fieles. A decir verdad, masas de laicos han dejado de venir a los templos para celebrar la Eucaristía antes que los Obispos dieran una norma. Y los comunicados episcopales de la decisión —al menos a los que he tenido acceso— quizás son deficitarios. Lo digo humilde y filialmente, parecen comunicados ‘al estilo de los funcionarios’, precisos y ejerciendo humana autoridad con lenguaje legislativo. ¡Cuánto bien nos habría hecho una palabra más cálida y personal en tono pastoral! «Los Obispos con lágrimas en los ojos y dolor en el corazón, pidiendo perdón a Dios si nos equivocamos, y pidiéndole perdón al pueblo santo, hemos decidido suspender la participación de los fieles en la celebración de la Misa. Nos angustia quitarle a nuestros hijos el Pan de la Vida y no consideramos que sea un bien hacerlo sino un mal menor en prevención de males mayores. Pero rogamos a Dios nos permita pronto reencontrarnos en el altar donde celebramos aquel sacramento que es lo más parecido al Cielo que tenemos aquí en la tierra. Rogamos a los sacerdotes que lo administren como viático a los moribundos y que no le falte a quien lo
pida». Estoy seguro que así piensan y sienten nuestros Obispos pero también se hace necesario que así nos lo comuniquen. Como hijo lo expreso.
Pienso que todos juntos como Iglesia tendríamos que haberle dicho al mundo que para nosotros la Eucaristía es ‘Alguien esencial’. Y más bien el mundo parece haber percibido que nos las puede quitar con suma facilidad pues tal vez no teníamos en ella a un ‘Alguien’ sino a un ‘algo’. Debiéramos haber expresado que en la Eucaristía, memorial de la Pascua, se realiza el Misterio de la Salvación. Pero el mundo ha prevalecido con su mensaje: salvarte es cuidar esta vida histórica y tú puedes ser salvación tuya y de los demás como también lo pensó Adán. El Maligno en algún punto ha ganado: no serán administrados por un tiempo los sacramentos de la salvación. ¿Y pensamos que tal ausencia no traerá ningún daño sobre la faz de la tierra?
No es injusto ni falaz afirmar que en algún punto la Iglesia se ha paralizado y replegado encorvada sobre sí. Me pregunto si el Príncipe de este mundo no habrá usado la misma estrategia del miedo sobre los creyentes. ¿Pero a qué le tiene miedo la esposa de Jesucristo? Sólo puede tener miedo si la unión esponsal no está firme y madura en el amor; sólo puede temer si se ha debilitado la entrega mutua y sin reserva, una entera receptividad al Esposo que se ofrece y una entera respuesta de la esposa devolviéndose a Él. Tal vez sea tiempo de que la Iglesia se enfrente con la apostasía silenciosa que viene creciendo oculta en su cuerpo y en su corazón.
El Padre Silvio Dante Pereira Carro es también autor del blog Manantial de Contemplación. Escritos espirituales y florecillas de oración personal.