ABRAZAR A UN ASESINO.
A los pocos días de salir de la cuarentena —aquella especie de arresto domiciliario continuado durante demasiadas semanas— viajé a Cuenca para visitar a unos amigos. Él no se acordará, pero al verme por primera vez desde hacía meses, Pablo se me abalanzó con una enorme alegría y casi me derriba con aquel abrazo, tan exagerado como necesario. Fue un abrazo prolongado y pronto supe que era aquél el sello de una amistad interrumpida durante casi medio año, el punto y final de aquella forzada distancia. Por eso, a pesar de mi pobre memoria, todavía lo recuerdo y dudo que algún día llegue a olvidarlo.
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Si ahora cuento esto es porque hace unos días estuve en la prisión de Alcalá Meco y me dieron otro abrazo que nunca olvidaré. Hay funcionarios que miden su éxito en trienios, columnistas que miden su calidad en adjetivos y otros —imagino que los menos— que medimos la vida en abrazos, que es quizás la forma más natural de hacerlo. Decía que pude visitar la cárcel madrileña y como no sabría por dónde empezar me limitaré a hacerlo por el principio. Unos cuantos amigos nos hemos propuesto hacer las obras de misericordia a lo largo del año y si ya estuvimos en un comedor social, repartiendo desayunos por la Plaza Mayor y rezando por los difuntos en un cementerio de la capital, este mes navideño nos propusimos visitar a los presos, hablar con ellos, poner, qué sé yo, rostro a nuestra oración, acompañar —aunque fuera con la calurosa torpeza de la mula— a los inquilinos de aquel abandonado establo.
Y allí pasamos la mañana hace apenas una semana. Gracias al capellán de la prisión los internos fueron avisados de que iríamos para allá, y con ellos —con los cuarenta presos de todos los módulos que se animaron a venir— cantamos alguna canción, rezamos alguna oración, pedimos alguna plegaria y hablamos de todo y nada. Especialistas en ideas generales, que diría aquel. Aunque tiene dibujos por las paredes y quijotes graffiteados, no negaré que la cárcel asusta. Meco no es Guantánamo, pero tampoco Marina D’Or. Y aunque yo no imaginaba piscinas con hidromasaje, tampoco esperaba una mole fría de hormigón y hierros. En fin, que no lo recomiendo, pero el asunto es otro.
Decía que, con no poco miedo, pronto entramos en contacto con los presos. En el auditorio de la prisión nos sentamos todos mezclados, unos con otros, frente al escenario. Yo llevaba una guitarra porque la idea era ésa, cantar algún villancico. Y a mi lado se sentó A, a quien saludé con una sonrisa. Él me dio la mano porque con los antecedentes a uno también le llegan unos códigos inquebrantables y se interesó por mi guitarra, mis estudios y mi sonrisa. Yo le pregunté —procuré hacerlo educadamente— por su situación y me contó que estudia Trabajo Social en la UNED, que aún le queda una larga temporada en prisión y que agradecía de corazón nuestra visita. A. resultó ser un tío majísimo, algo tocado por la vida, claro, pero una persona encantadora a la que no pude evitar darle un fuerte abrazo. Por cosas de la época o del instinto, imagino, él apretó fuerte, se recreó en ese cerrar de brazos y quedamos, con cierta camaradería carcelaria, en que rezaríamos el uno por el otro.
Así, abrazados, nos despedimos frente al lodazal con mástiles que llaman «instalaciones deportivas». Los presos se volvieron a su «chabolo» (sic), que es la forma menos deshumanizadora de decir celda, y nosotros salimos de la prisión sorteando controles policiales. En éstas, riendo aún con varias anécdotas, queriendo dejar tramitada la próxima visita, el capellán de la prisión se me acercó y me dijo: «Pablo, el chavalillo que tenías a tu lado, con quien has estado hablando, mató en mayo a sus padres. Ahora está muy medicado por problemas psiquiátricos. Has abrazado a un asesino». Y desde entonces tengo yo el cuerpo frío como las calles de Calamocha, como los pies de un cadáver. Qué habría hecho si lo hubiera sabido antes. Qué mirada, qué negación, qué temor, qué juicio. Pues no sé. Mi amigo Pablo se me abalanzó entonces y yo aún lo retengo en el corazón, que es el eco de la pupila. Por eso, por mi torpe recuerdo, y sabiéndolo ahora, creo que volvería a abrazar fuertemente a aquel asesino encantador y decirle «feliz Navidad». Quién sabe, claro.
ABRAZAR A UN ASESINO.