TEMA 12: LA ENCARNACIÓN.
Continuación de El testimonio evangélico.
Por Juan María Gallardo.
La identidad de Jesús en el Nuevo Testamento
Los evangelios nos cuentan la historia de Jesús y esto es el fundamento de toda la doctrina cristológica. La cristología no es otra cosa que la reflexión sobre quién es Jesús y sobre qué vino a hacer en el mundo.
Presentación de tema 12: la encarnación
Esta reflexión tiene su punto de partida en los escritos del Nuevo Testamento: los evangelios, las cartas de San Pablo y de San Juan, y los otros textos. Ellos se interrogan a la vez sobre Jesús y sobre su importancia para el hombre. Y parten de una convicción muy importante: que Jesús no puede ser solamente un hombre. De hecho, en los años que siguieron a la resurrección, los primeros cristianos veneraban el nombre de Jesús, lo alababan, le cantaban himnos y se reunían los domingos para celebrar en su memoria la eucaristía.
Todo esto era muy lógico si se consideraba la vida de Jesús en su conjunto. A la luz de lo que cuentan los evangelios, se ve que Jesús se consideró el representante único de Dios en el mundo, se atribuyó —incluso de modo humilde y natural— prerrogativas divinas como perdonar los pecados, reformar la palabra que Dios había dado al pueblo a través de Moisés, o exigir un amor absoluto a su persona; confirmó, además, todo eso con milagros importantes como la resurrección de Lázaro, que mostraban su dominio y su poder sobre los elementos cósmicos, los hombres y los demonios, resucitó Él mismo y desde el trono del Padre envió el Espíritu santo. Todo eso significaba también que Jesús había cumplido las promesas que Dios había hecho a Israel para los tiempos últimos y definitivos: la promesa de instaurar un Reino que habría de durar eternamente, del que Él, Jesús, era el Mesías-Rey entronizado en los cielos. Jesús no podía ser solamente un hombre por muy santo que lo quisieran imaginar.
Esta convicción se enfrentaba, sin embargo, con una pregunta fundamental: ¿qué relación tenía Jesús con Dios? Esta pregunta no era sencilla de responder para los primeros cristianos. Ellos confesaban que había un solo Dios, pero también se daban cuenta que Jesús había obrado y hablado como si fuera Dios él mismo. El problema entonces era muy claro: ¿se puede decir que Jesús es Dios? Pero ¿en qué sentido? ¿No significa eso confesar dos dioses? Esto último era un absurdo, pues ellos, como todos los judíos, estaban también convencidos de que no hay —de que no puede haber— más que un solo Dios. Entonces, ¿cuál es la relación de Jesús con el Dios de Israel?
Esta reflexión va a ir llegando poco a poco a soluciones satisfactorias. Ya en las cartas de San Pablo vemos que el apóstol usa varios modos para expresar la divinidad de Jesús, sin confundirlo con Dios Padre y sin afirmar dos dioses. Por ejemplo, en la primera carta a los corintios escribe: Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por el cual son todas las cosas y por el cual somos nosotros (1 Co 8, 6). Usa esta expresión, «un solo Dios y un solo Señor», que pone al mismo nivel, en la práctica, a Dios Padre y a Cristo, pues en el Antiguo Testamento ‘Señor’ era «el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel» (Catecismo, n. 446). «Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor —dice el Catecismo de la Iglesia Católica—, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús porque Él es de ‘condición divina’» (Catecismo, n. 449).
Todo ello queda más claro aún en el Evangelio de San Juan, que desde el inicio distingue claramente a Dios Padre de la Palabra de Dios, que estaba en Dios desde siempre y que era Dios ella misma (cf. Jn 1,1). Jesús, dice San Juan, es la Palabra encarnada, que se ha hecho hombre y ha venido al mundo para nuestra salvación. Esa Palabra existía antes del tiempo y de la creación y, por tanto, no es creada. Ha sido siempre Palabra del Padre, y por eso se distingue del Padre aunque esté en relación con Él. Se trata de un texto importante, en el que San Juan responde al problema de cómo decir que Jesús es Dios sin que ello conlleve decir que hay dos dioses. Esa Palabra —piensa San Juan— es divina como el Padre mismo, pero no puede ser considerada un segundo Dios porque es completamente relativa al Padre. Se abre aquí el camino para una consideración del único Dios como Trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu. Así, en el nuevo Testamento, el Dios de Israel abre su intimidad y se revela como Amor, Amor que realiza la unidad perfecta de las tres personas divinas.
La Encarnación
Más allá de las problemáticas históricas, lo fundamental en la doctrina de la encarnación consiste en la presencia personal del Hijo de Dios en la historia. A través de sus palabras y de sus gestos humanos conocemos al Hijo de Dios, y de algún modo entendemos cómo es Dios mismo. Y lo que vemos, sobre todo, es que Dios es Amor, un amor fuerte capaz de dar la vida por nosotros.
La Encarnación es obra de Dios Trino. El Padre envía su Hijo al mundo, es decir, el Hijo entra en el tiempo y hace suya la sustancia humana, la humanidad que el Espíritu Santo suscita en el seno virginal de María, con la cooperación y el consentimiento de ella. De este modo, la Palabra de Dios, que existía eternamente, comienza a existir también como hombre en la historia.
La presencia en la historia del Hijo de Dios es también cercanía del Padre y del Espíritu Santo, pues en Jesús, y a través de Él, también las otras personas divinas se dan a conocer a los hombres. Sobre todo san Juan ha insistido en estos aspectos: la venida de Jesús revela los rasgos íntimos e inaccesibles del Ser divino, de modo que Aquel a quien nadie había visto jamás (Jn 1, 18) se hace patente en la vida de Cristo, el Unigénito encarnado. Cristo muestra en sus gestos, en sus afectos y palabras, su relación con el Padre y con los hombres, la benevolencia de Dios con las criaturas y el valor y el sentido de la realidad terrena.
Jesús es, por tanto, el Hijo Único de Dios que se ha hecho hombre por nuestra salvación. Es también el Portador del Espíritu Santo, su templo y morada en la historia, y por eso se le llama también Cristo, el Ungido. Ciertamente, otros personajes del antiguo Israel fueron ungidos con aceite con motivo de su particular vocación o misión y para significar la presencia en ellos del Espíritu divino, pero la unción de Jesús es mucho más radical, pues deriva de su propia constitución como hombre, del misterio de la encarnación. Jesús viene al mundo ungido en totalidad por el Espíritu, y por eso todo en Él evoca la presencia divina y refleja la pureza y la espiritualidad de la realidad del cielo.
Y esta radical presencia del Espíritu lo colma también de gracia y de dones sobrenaturales, que Él despliega en sus acciones, repletas de justicia y bondad, y que inspiran sus palabras, imperiosas o dulces, pero siempre llenas de sabiduría y vida. Todo en Jesús revela a los hombres el amor de Dios y este amor, que colma su corazón humano, se derrama sobre la realidad que Él encuentra, sobre todo aquello que dañó el pecado, para restaurarlo y reconducirlo al Padre.
Fragmento del texto original de Tema 12: La Encarnación.
- (1) Libro electrónico «Síntesis de la fe católica», que aborda algunas de las principales verdades de la fe. Son textos preparados por teólogos y canonistas con un enfoque primordialmente catequético, que remiten a la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia Católica, las enseñanzas de los Padres y el Magisterio.
TEMA 12: LA ENCARNACIÓN.