SIN ENTREGA NO HAY FELICIDAD.

Por Rubén Revello.

Con Dios no valen los cálculos

No valen los cálculos con Dios. Con Dios hay una respuesta, sí o no. Si uno le dice a Dios que sí, Dios hace como en la multiplicación de los panes, con dos peces y cinco panes, da de comer a una multitud. Uno no puede hacer cálculos vocacionales en base a cuánta gente voy a evangelizar, cuánto bien pastoral voy a hacer, a cuántos voy a llevar la Palabra de Dios.

Lanzarse a Cristo

Miren, y se los digo desde mi propia vocación. Ustedes saben mi historia. Yo estaba en cuarto año de medicina y venía pateándolo por tres años, desde fines del primer año de medicina. Y siempre preguntándome ¿por qué no? Haciendo estos cálculos, ¿por qué no podría seguir a Cristo? Que la familia, que los hijos, que esto, que lo otro, que la medicina. Hasta que en un momento dije: «Me lanzo a la vocación a la cual entiendo que Dios me llama. Sin postergar nada, sin que me importe mi familia, sin que me importe nada, ninguna otra cosa que Cristo y yo».

Miedo de perder el control de la propia vida

Cuando el planteo se presenta en estos términos, Cristo y la propia persona, todo lo demás desaparece, desaparecen los cálculos de cantidades, de tiempos. Tiene que ser ya y todo. Es fácil la respuesta. Lo que pasa es que es una respuesta que da miedo, porque uno pierde el control. Uno siempre quiere tener el control de la propia vida, pero cuando uno se entrega a Dios uno pierde el control.

Mi interés o el interés de Dios

Cuando eras joven, ibas adonde querías, cuando seas viejo, otros te ceñirán los lomos, le dice Jesús a Pedro, y te llevarán por donde no quieras. Y esto es así: no se puede iniciar algo tan sagrado como una vocación desde el cálculo. Porque el cálculo supone que antepongo mi interés al interés de Dios. Y no es así, o, mejor dicho, si lo hago así, la respuesta es: esto no es para vos. Yo les comenté que conocí gente buenísima, con muchísimas condiciones para ser sacerdote, pero que en este minué de hoy sí, mañana no, después sí, un paso para adelante, un paso para atrás. En este minué se les fue la vida, y no fueron ni chicha ni limonada, ni se casaron ni fueron padres de familia. Terminaron siendo vocacionalmente sacerdotes, pero nunca se lanzaron de lleno al Señor.

Seguir a Dios

Y creo que eso también es una confirmación de la propia vocación, ese lanzarse de lleno sin cálculos, como se dice hoy acá: deja que los muertos entierren a sus muertos, o cuando el otro está sacando cuentas le dice que los zorros tienen cuevas y las aves nidos, pero si me seguís, el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza. Si me seguís pensando en algún rédito que no sea tu propia felicidad, si no me seguís pensando en la felicidad de Dios, entonces no servís para esto.

Escasez de vocaciones

Hoy en día nos faltan vocaciones en la Iglesia. Faltan vocaciones no solamente a la vida sacerdotal, a la vida paterna, faltan vocaciones a la vida materna, faltan vocaciones a la vida consagrada. Yo creo que es más por desconocimiento. ¿Quién, que estuvo en algún tiempo en algún monasterio sino un retiro, no se enamora de la vida de un monasterio? ¿Quién que comparte la vida de un sacerdote, yendo, viniendo, atendiendo enfermos, juntando comida, juntando ropa, celebrando la Misa, predicando, consolando, asistiendo a un difunto, quien no se enamora de una vida tan llena de matices y de riquezas? ¿Quién, viendo a un padre de familia verdaderamente enamorado de su esposa, recíprocamente, en el hogar con los chicos, con los dolores que supone criar un hijo, los esfuerzos que supone, quién en algún momento no quiere vivir esa experiencia tan humana, tan antropológicamente central?

Sin entrega no hay felicidad

Y, sin embargo, ¿por qué las vocaciones no aparecen? No aparecen porque hemos virado hacia una cultura egoísta que siempre calcula, que siempre mezquina, que no se entrega, que es reticente a entregarse. ¿Y saben qué? Un secreto: sin entrega no hay felicidad. Si uno no se entrega a una mujer, a un hombre, a Dios, a una comunidad, no hay forma de ser feliz, porque si no sólo te queda la felicidad mezquina de tu pequeñez y nada más. Es como el pájaro que se siente seguro y feliz en la reducida área de la jaula que lo encierra y que se pierde todo el resto de la creación.

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