TEMA 7: PLATÓN.

Continuación de Los sofistas y Sócrates.

Por Juan María Gallardo.

La empresa socrática de penetrar con las armas de la razón en la realidad que nos rodea y ascender a la serena contemplación de la verdad, ganó para la filosofía a uno de los más grandes espíritus de la humanidad: Aristoclés, llamado familiarmente por sus compañeros Platón (427-347). Fue el suyo un espíritu de extraordinaria sensibilidad estética, que supo recubrir su pensamiento con la belleza del mito y de la fantasía; consciente, por otra parte, de su condición de filósofo —amante de la sabiduría—, huyó siempre del dogmatismo y del sistema cerrado, para atenerse a la actitud humilde del rapsoda y del poeta, que se expresan por analogías y comparaciones. La misión filosófica de Platón habría de consistir en reparar la desgarradura que en la concepción del Universo habían abierto tanto Heráclito como Parménides. No, no era posible al hombre renunciar sin más a una de sus dos experiencias inmediatas; la de los sentidos o la de la razón. Ello importaría renunciar, al mismo tiempo, a la acción, porque tanto el escepticismo de Heráclito como el panteísmo de Parménides implican una actitud quietista. Platón fundó una escuela filosófica, la Academia, que pervivirá durante más de mil años a través del Imperio bizantino en la Edad Media. Su historia se dividirá en tres períodos: Academia antigua, Academia media y Academia nueva. A partir de la media no permaneció fiel a las teorías de su fundador, sino que derivó hacia el escepticismo.

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Puesto que Platón quiere sugerirnos su pensamiento a través de mitos y hermosas imágenes —especie de parábolas filosóficas—, tratemos de descubrirlo en sus dos más conocidos mitos: el del carro alado, que se encuentra en su obra Fedro o del Amor, y el de la Caverna, que expone en el libro VII de la República o el Estado. El primero envuelve su concepción general del Universo y el viejo problema de la «verdadera realidad» del arjé o principio. El segundo procura explicar cómo están constituidas las cosas concretas, materiales, de este mundo. Ambos se complementan en el intento de dar una explicación armónica de la realidad.

«El alma —dice en el Fedro— es semejante a un carro alado del que tiran dos corceles —uno blanco y otro negro— regidos por un auriga moderador». El caballo blanco simboliza el ánimo o tendencia noble del alma; el negro, el apetito o pasión baja, bestial; el auriga, a la razón que debe regir y gobernar el conjunto. El alma así representada vivía en un lugar celeste o cielo empíreo, donde existió pura y bienaventurada antes de encarnar en un cuerpo y descender a este mundo. En ese mundo o cielo de las Ideas el alma estaba como en su elemento, sin experimentar la contradicción entre la experiencia sensible y la inteligible porque solo existía allí la visión intelectual. El alma, en este lugar celeste, contemplaba las Ideas.

Es preciso comprender lo que Platón entiende por Idea, porque es la base de su concepción y difiere de la acepción corriente. Para nosotros, idea es algo mental, subjetivo: el concepto, que puede atribuirse a varios objetos a los que representa en lo que tienen de común. Para Platón, Idea es algo objetivo: significa etimológicamente lo que se ve, es el universal, la esencia pura desprovista de toda individualidad material, pero existente en sí, fuera de la mente, como una existencia purísima perfecta, en aquel lugar bienaventurado donde el alma vivió en un tiempo anterior. El hombre en sí, el caballo en sí, la justicia en sí, son ideas subsistentes del cielo empíreo.

Podemos imaginar, por ejemplo, una casa que ha sido edificada. Sin duda que, por bien que se haya realizado el proyecto, siempre será su realidad más imperfecta que el plano del arquitecto que la ideó. Pero el plano contiene también las imperfecciones de la materia en que se ha plasmado, y será muy inferior a la idea que el arquitecto forjó. Pues bien, la propia idea del arquitecto, que se da en un cerebro material e imperfecto, no alcanza tampoco a la idea en sí, cuya pureza y perfección está por encima de toda limitación de la materia. «Aquel lugar supraceleste —el lugar de las Ideas— ningún poeta lo alabó bastante ni habrá quien dignamente lo alabe, porque la esencia existente en sí misma, sin color, figura ni tacto, solo la puede contemplar el puro entendimiento».

En la vida celestial de algunas almas sobreviene, sin embargo, una caída. El caballo negro —la pasión—, cuyo tirar es torcido y traidor, puede en un momento más que el blanco —el ánimo esforzado, noble— y da en tierra con coche y auriga. Hallamos aquí quizá un eco lejano de la revelación primitiva del pecado original, como se encuentra en muchos de los más viejos textos de la humanidad. A consecuencia de esta caída el alma desciende a este mundo y se une a un cuerpo, al que permanecerá adherido como la ostra a su concha. En su nuevo y desventurado estado ha olvidado las Ideas que antes contempló intuitiva, directamente. Ahora tendrá que conocer a través de los sentidos corporales, y solo percibirá cosas concretas, singulares. Sin embargo, las cosas que le rodean participan —como el hombre mismo— en la Idea, aunque por otra parte estén individualizados por su inserción en la materia. Y el alma, al percibirlas, se siente subyugada, llamada interiormente a la búsqueda de algo muy íntimo que aquellas cosas le sugieren. Experimenta algo así como la extraña emoción que nos invade al encontrarnos en un lugar en que discurrió nuestra infancia y que, aunque olvidado, evoca en nuestro espíritu el recuerdo vago y la nostalgia del pasado. Prende entonces en el alma el eros —amor—, que es, para Platón, un impulso contemplativo. De él nace un esfuerzo por recordar, esfuerzo que consigue aflorar a la consciencia el recuerdo que estaba latente de «las íntegras, sencillas, inmóviles y bienaventuradas Ideas». El conocimiento intelectual se realiza así, según Platón, por recordación —anámnesis—.

El segundo mito, el de la Caverna, pretende sugerir lo que Platón piensa sobre la naturaleza de las cosas concretas, materiales, de este mundo. La condición humana es semejante a la de unos prisioneros que, desde su infancia, estuvieran encadenados en una oscura caverna, obligados a mirar a la pared de su fondo. Por delante de la caverna cruza una senda escarpada por la que pasan seres diversos. Los resplandores de una gran hoguera proyectan sobre el fondo de la caverna las sombras vacilantes de los que pasan ante la entrada. Los encadenados, que solo conocen las sombras, dan a estas el nombre de las cosas mismas y no creen que exista otra realidad que la de ellas.

La significación del mito no ofrece ya dificultad: la hoguera es la Idea de Bien, idea fundamental y primera del cielo empíreo que muchos comentaristas identifican con Dios; los seres que desfilan por la senda son las diversas Ideas o arquetipos de las cosas; las sombras, en fin, son las cosas de este mundo. La forma de estas sombras, distinta en unas de otras, procede de las Ideas; las cosas de este mundo participan de las Ideas y a ello deben sus perfecciones, su entidad, lo que son. Esta idea de participación —mecexis— es fundamental en Platón. Pero en las sombras observamos enseguida su carácter negativo; son —diríamos— un no ser; este caballo concreto, por ejemplo, participa por una parte de la idea caballo y eso le hace ser lo que es; pero por otra, está inserto en materia, y esto le hace no ser el caballo-en-sí, el caballo perfecto, sino este caballo, individual, imperfecto, temporal, en tránsito continuo hacia la muerte. La materia es así, para Platón, algo negativo, oscuro y opaco elemento de limitación, de individuación. Las cosas, porque son materiales, son como sombras, débiles trasuntos de aquello que les confiere su única y debilísima entidad: la Idea, que es la verdadera y subsistente realidad.

La ética y la política de Platón son consecuencia de su metafísica; el fin último del alma que ha caído y se ha encarnado en un cuerpo consiste en purificarse de la materia y elevarse a la pura y serena contemplación de las ideas, liberarse de las sombras, y buscar lo que realmente es. Para lograr esta purificación que permite el ascenso a la contemplación, es preciso adquirir y practicar la virtud. La virtud es, para Platón, la armonía del alma, un estado de tensión de las diversas partes del alma y una justa proporción entre ellas. Al ánimo o apetito noble corresponde la fortaleza, virtud que lo estimula y mantiene vigoroso y esforzado; el apetito inferior o pasión debe ser refrenado por la templanza; la razón debe ser guiada por la prudencia, virtud del recto y ponderado juicio; la armonía, en fin, de estas partes del alma constituye para Platón la virtud de la justicia. Las almas que por la virtud y la contemplación ascienden a la esfera inteligible, transmigran al morir a seres superiores, o se liberan. Las que se enlodan, en cambio, en los bienes y placeres materiales, reencarnan en animales inferiores más alejados del mundo inteligible. Platón hereda de los pitagóricos esta idea de la metempsícosis.

En política, supone Platón que la polis o ciudad ideal debe construirse a imagen del hombre y realizar en cuanto pueda la Idea de hombre, es decir, algo superior al hombre concreto, material. A cada una de las partes del alma corresponderá una clase en la sociedad; a la pasión o apetito inferior, el pueblo encargado de los trabajos materiales y utilitarios; al ánimo, los guerreros o defensores; a la razón, los filósofos, que deben ser los directores del Estado. Cada clase debe ser guiada por la virtud correspondiente: el pueblo por la templanza, los guerreros por la fortaleza, los sabios por la prudencia.

Esta idea orgánica y estamentaria —por clases— de la sociedad pasará, como veremos, a la sociedad cristiana de la Edad Media, que se construirá de acuerdo con estos cánones, previamente cristianizados.

Podemos apreciar por medio del siguiente esquema la articulación interna del pensamiento de Platón en el mito, en psicología, en ética y en política:

Platón

La filosofía de Platón constituye, en fin, un primer e ilustre esfuerzo por superar el antagonismo y la parcialidad de Heráclito y Parménides. La experiencia sensible y la inteligible se salvan en él con la admisión de dos mundos, aunque uno de ellos sea el verdadero y confiera su ser y sentido al otro.

La obra de Platón es además una joya estética y literaria de valor universal, quizá nunca superada. Bernard Shaw ha escrito que él creía en el progreso absoluto de la cultura como en algo inconcuso. Era uno de los pilares de su pensamiento. Sin embargo, un día abjuró públicamente de su progresismo: había leído a Platón. Si la humanidad ha producido tal hombre hace veintiséis siglos, obligado es confesar que la cultura no ha progresado en todos sus aspectos.

Sin embargo, la concepción filosófica de Platón deja planteados problemas de no fácil solución, cuestiones difícilmente comprensibles que no se sabe como admitir; ante todo la pluralidad y diversidad de ideas en el cielo empíreo: si la diferenciación de las cosas procede de la materia, y las ideas en aquel lugar superior son simples y no materiales, ¿cómo se diversificarán? Más bien parece que tendría aquí razón el viejo Parménides al admitir solo una idea, la de ser o de Dios. En segundo lugar, no resulta fácilmente comprensible la idea de participación: compréndese muy bien lo que es participar en algo material, una comida, por ejemplo: cada comensal se lleva una parte y de este modo participa. Pero en algo espiritual, simple, intangible, ¿qué participación cabe, en un sentido entitativo, constitutivo del ser? Por último, ese concepto de materia, que parece ser algo puramente negativo, mera limitación, ¿cómo concebirlo? Todo lo que es y actúa ha de tener algún género de entidad.

Estas serán las cuestiones que Platón —que dio un paso de gigante en el pensamiento humano— hubo de dejar planteadas a la especulación posterior, concretamente a su discípulo Aristóteles.

TEMA 7: PLATÓN.

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