ASPECTOS TEOLÓGICOS DEL TEMA: LA PRESENCIA CRISTIANA JUNTO A LA FRAGILIDAD HUMANA EN EL TIEMPO DE LA PANDEMIA (1)

Por Rubén Revello.

Quiero agradecer al Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, en la persona de su Prefecto el Card. Peter K. A. Turkson, por haberme convocado a presentar los aspectos teológicos de la presencia cristiana junto a la fragilidad humana en tiempos de pandemia.

Mi breve presentación no pretende mas que abrir caminos hacia una reflexión personal, en ese ámbito mas propio para la meditación orante, como es la contemplación personal. El objetivo que me propongo es que hagamos de nuestra presencia junto a la fragilidad de las personas, una verdadera mística.

1. Dios frente a la fragilidad humana

El esquema de la Summa Theológica de Sto. Tomás de Aquino, nos propone una Creación que surge perfecta, prístina de la mano amorosa del «Padre Eterno», quien al mismo tiempo «se hace cargo de sus creaturas», revelándose de este modo como un «Padre providente». Sin embargo, el ser humano que es llamado a reproducirlo según su imagen y semejanza; aquella creatura pensada y querida para el diálogo con Dios, elige el camino del mal y así entra en el mundo, el pecado, la fragilidad y la muerte. En esa «Teodramática»[1] de Amor y Muerte, se encuentran la Omnipotencia del Creador frente a la fragilidad humana… Todo anticipa castigo, destrucción del rebelde, abandono a su suerte del hombre que ofendió a Dios… y, sin embargo, el Amor es mas fuerte. La Providencia gana espacio en el corazón de Dios, quien, contra toda previsión, se inclina junto a esa frágil creatura y la redime, desde su misma contingencia, por medio de la Encarnación de su Hijo.

De este modo la fragilidad, la enfermedad y la muerte no repugnan al corazón de Aquel que es Pura Perfección, por el contrario, se transforman en un clamor que desde la tierra llega hasta el Cielo y mueve su Voluntad en mil formas y modos, logrando que se acerque e intervenga en favor del pobre y desamparado, el débil y el enfermo, el prisionero y el moribundo.

La misma Encarnación es expresión de este Dios que no se mantiene indiferente frente al Hombre caído en el pecado, sino que lo llama hacia Sí por medio de las cosas creadas y «después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, ‘últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo’. Pues envió a su Hijo, (…) que ilumina a todos los hombres»[2]. En un gesto de máxima grandeza, Dios para hacerse cercano al hombre limitado, asume la fragilidad y hace de ella causa de Salvación. No se conforma con tener una apariencia frágil, algo externo y descomprometido, por el contrario, llega hasta las ultimas consecuencias y … se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Filip. 2, 7-8).

El mismo Verbo en su Revelación nos muestra la prioridad que tiene la fragilidad y el desamparo en su misión. Las Escrituras abundan en ejemplos de esa prioridad: desde el Magnificat[3], donde exalta a los pobres y colma de bienes a los hambrientos (Lc 1, 53-54) hasta los signos mesiánicos, donde declara que ha venido a anunciar el Evangelio a los pobres, proclamar la libertad a los cautivos y curar a los ciegos (Lc 4, 18-19). En otros pasajes hace del acompañamiento del desamparado y el enfermo, el centro de su acción, basten solo dos ejemplos: las obras de misericordia Mt 25,40 —cuanto hicieron por unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron— y fundamentalmente la magnífica parábola del Buen Samaritano (Lc. 10, 25-37).

En resumen: Dios se acerca a la humanidad, atraído por sus carencias, dispuesto a suplir con la abundancia de su gracia, las fragilidades personales.

2. La persona frente a la fragilidad

Para comprender de qué estamos hablando, permítanme citar a Emmanuel Mounier. Éste filósofo francés, que brilló entre las dos guerras, propuso una triple tensión humana que caracteriza a la persona:

1) la relación con Dios, que define como vocación.

2) la relación con los demás seres humanos, que llama comunión.

3) la relación consigo mismo que describe como encarnación.

Ellas encierran, cada una según su propia originalidad, una propuesta sobre el modo de relación entre sufrimiento y compromiso personal, que intentaré exponer a continuación:

Por vocación, entiende un verdadero llamado primigenio, original, con el cual Dios imprime en nuestro ser, un modo ‘particular’ de ser. En éste sentido sirve la frase de San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[4]. Nos reconocemos existencialmente frágiles, finitos. No somos el comienzo de todo, tenemos nuestro origen en Otro, que a su vez, nos sostiene y nos invita a lograr una grandeza superior a nuestra condición finita: sean perfectos como el Padre Celestial es Perfecto. Dios amalgama de este modo, origen y meta, ser y llamada a un modo de ser. Somos naturalmente contingentes e imperfectos pero sobrenaturalmente convocados a reproducir el Rostro del Dios Misericordioso.

San Juan Pablo II, nos dejó en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte un maravilloso legado. Allí propone, de cara al tercer milenio de la evangelización, volver a contemplar el Rostro de Cristo que nos da identidad humana[5] y nos invita al mismo tiempo, a ser hijos en el Hijo. Rápidamente el documento invita a contemplar —también para imitar— el Rostro de Cristo en tres dimensiones: el Rostro del Hijo, el Rostro sufriente y el Rostro triunfante. En la lógica de San Juan Pablo II, filiación – sufrimiento – gloria son elementos unidos entre sí.

El amor del Hijo por el Padre es lo que pone en movimiento la historia de la Salvación, sea en la autolimitación de la Encarnación, sea en el acto Redentor, por medio del sufrimiento y de la muerte. Cristo nos muestra un camino para superar el dolor y el sufrimiento que es por medio de la abnegación, es decir, la propia postergación en favor de otro, a quien amo más que a mi mismo. La terrible pandemia que nos afecta desde hace tanto tiempo, está plagada de ejemplos de cristianos que por un amor abnegado, han postergado el propio descanso entregándose horas y horas al servicio de los enfermos o en los trabajos esenciales; científicos que denodadamente buscan soluciones al Covid 19, tanto sea descubriendo tratamientos más eficaces, como llevando adelante exhaustivas investigaciones para lograr las diversas vacunas que se ofrecen.

Hemos visto el Rostro del Cristo sufriente, en los enfermeros y médicos agotados, mal dormidos, aislados, por turnos de quince días, de sus familias y afectos, que sin embargo, se hacían el tiempo para poner el teléfono junto al oído de un moribundo para que se despida de sus hijos. Hemos visto el Rostro de Cristo abnegado en miles de comerciantes que cerraban su fuente de ingresos, privilegiando las medidas sanitarias antes que el propio lucro.

Es en esos espacios donde la vocación que Dios imprimió en nosotros, refleja los infinitos modos finitos en los que nuestro Creador socorre a la fragilidad. Dicho de otro modo, el Dios que se acerca al débil y enfermo, imprime parte de esta identidad en su obra mas perfecta: el ser humano, de forma tal que la solidaridad y empatía claman desde nuestras conciencias y no nos dejan ser indiferentes ante el dolor.

[1] Von Balthasar , Hans Urs, «TEODRAMÁTICA», vol. IV, La acción, Soteriología dramática. Pp 293 y ss.

[2] Dei Verbum, nº 4

[3] Lucas 1, 53-54

[4] San Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1,1.

[5] Juan Pablo II, Novo Millenium Ineunte, nº 16.

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