LA FILOSOFÍA EN ROMA Y LA FILOSOFÍA ALEJANDRINA.

Continuación de El estoicismo y el epicureísmo.

Por Juan María Gallardo.

La Filosofía en Roma: Lucrecio y Séneca

Al pueblo romano cupo en la historia una misión extraordinaria: fue el medio de que se extendieran por todo el mundo mediterráneo la ciencia y la filosofía griegas, haciendo de ellas el germen de lo que habría de ser la civilización occidental. Así una cultura propiamente humanista, basada en la razón, salía de los límites de un pueblo para formar espiritualmente, con sus inmensas posibilidades de entendimiento y de progreso, todo un extenso medio de pueblos civilizados.

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Desde principios de siglo II antes de Jesucristo, sabios griegos marchaban a Roma —el pueblo joven y rico que irrumpía en la vida mediterránea— como preceptores de las grandes familias patricias. Roma conquistó a Grecia en este siglo y se apropió de la cultura griega, que, a partir de esta época, se conoce con el nombre de greco-latina. La filosofía romana es así una prolongación de la griega. Pero el genio romano no fue de inclinación intelectual, ni heredó en filosofía el espíritu creador del griego, por lo que la filosofía romana es solo una continuación de las escuelas existentes en la última época de Atenas. El espíritu romano fue fundamentalmente práctico en consonancia con su misión histórica. Conquistador y organizador de pueblos, creador de un derecho que ha perdurado inconmovible a través de los tiempos, el pueblo romano supo como ninguno en la historia asimilar pueblos extraños, respetando sus instituciones propias, insuflándoles al mismo tiempo su espíritu hasta llegar a su romanización, esto es, a hacerles solidarios de su propia civilización y de su vida política. De este modo la cultura racional del pueblo griego y el genio político del romano colaboran en la formación de este mundo latino o mediterráneo, que fue el núcleo de la que hoy llamamos civilización occidental o europea. Este mismo espíritu práctico de los romanos hizo que su filosofía se inclinara a prolongar aquellas escuelas de tipo eticista que hemos visto en la decadencia griega: la estoica y la epicúrea, aparte de algunos ensayos de eclecticismo —o mezcla de sistemas— sobre un fondo escéptico, como el de Cicerón.

El epicureísmo encontró entre los poetas romanos del siglo I de Jesucristo un expositor maravilloso, dotado de profunda sensibilidad, que supo expresar una versión cordial y personalísima de la concepción epicúrea: Tito Lucrecio Caro (98-55), autor del poema filosófico De rerum Natura —De la naturaleza de las cosas—. En este poema tiene Lucrecio la rara habilidad de exponer bellamente, e incluso con insuperable grandeza y sensibilidad, un tema esencialmente árido y antipoético como la concepción atomista y mecanicista del Universo que propugnó Epicuro. Quizá haya conseguido este poema de Lucrecio la unidad de visión y de tono que faltaba, como vimos, a la obra de Epicuro, alegre hedonismo en su comienzo y desesperado ascetismo en sus conclusiones. El poeta romano centra su obra en una inmensa compasión hacia la humanidad angustiada y doliente, a la que quiere librar de las preocupaciones de ultratumba. Del desarrollo del ciego mecanicismo de la naturaleza deriva para el alma una suave despreocupación, una nueva e íntima forma de libertad, que es el motivo inspirador del poema. Todo él se halla penetrado de un intenso sentido humano —característico del romano— capaz de deparar un calor personal y tierno a esta visión de la más deshumanizada de las concepciones del Universo.

La misma influencia de ese cordial sentido humano se percibe en la obra del más grande representante del estoicismo romano: el cordobés Lucio Anneo Séneca (4 a. J. C. 65 d. J. C.), que puede considerarse también como el más notable de todos los estoicos. Romanizada buena parte de España, arraigó en la Bética —Andalucía— una sólida y profunda cultura hispano-romana, que hizo de ella una de las provincias más ilustres del imperio. Séneca nació en Córdoba, en el seno de este ambiente. Filósofo y autor de tragedias al mismo tiempo, fue una de las más brillantes figuras de la Roma de los Césares, hasta llegar a preceptor de Nerón. La filosofía estoica, que se adaptaba muy bien al espíritu conservador, moral y familiar de los romanos, halló en él un continuador de primera magnitud. La doctrina estoica se convierte en sus manos en algo real, vivo y profundamente humano. Se aparta, ante todo, de la rígida visión panteística de la escuela para aproximarse a la idea de un Dios personal, más compatible con la libertad humana.

La ética debe ser para Séneca un imperativo filosófico y se convierte en una fuente de paz y de consuelo para los humanos que comparten esta existencia infeliz y ansían elevarse a una vida ideal y eterna. Esto dulcifica en gran modo la situación del hombre en el mundo. El tipo del sabio estoico experimenta a través de su obra una mutación notable: ya no será aquel espíritu puramente teórico, inflexible, satisfecho de sí mismo, despreciativo con el vulgo, desesperado en el fondo de su imperturbabilidad. Ese tipo humano en el que tantos críticos han visto la personificación del fariseo… Antes bien, el sabio senequista comprende que, como hombre, dista mucho de la grandeza y magnanimidad que su situación en el mundo le exigiría; y que el vulgo, humano como él, lleva a menudo con heroica resignación su humilde suerte. Los imperativos teóricos se humanizan, las distancias se acortan y, al calor de la idea de hermandad entre los hombres, se trueca la relación entre la teoría y la vida humana; no estará esta al servicio de la teoría, sino aquella visión de la realidad al servicio del hombre. El mismo fondo triste y desesperado de la visión estoica del Universo conduce a Séneca no a la fría abstención, sino a una inmensa y cordial compasión hacia los humanos hasta ver en todos, incluso en los esclavos, hermanos en una misma naturaleza y en idéntica suerte.

En muchos puntos se aproxima tanto el senequismo a la doctrina moral del Cristianismo, por entonces incipiente, que se ha hablado de una relación epistolar entre Séneca y san Pablo, e, incluso, de una secreta conversión del filósofo cordobés. Pero ambas cosas son falsas; el fondo de su concepción permanece rigurosamente estoico; el mismo Séneca, cansado y desesperado de vivir, enumera en uno de sus capítulos los medios indoloros de suicidarse; y su propia muerte, abriéndose las venas por orden de Nerón, mientras consolaba triste y serenamente a sus deudos, revela la motivación interna de su ética, tan alejada del Cristianismo.

El vigoroso y profundo lenguaje de Séneca impresionó a sus contemporáneos. Algo semejante es la impresión personal que Ganivet nos refleja en su Idearium: «Cuando leí la obra de Séneca, quedé aturdido y asombrado, como quien, perdida la vista y el oído, los recobra repentinamente y ve los objetos antes confusos salir ahora en tropel y tomar la consistencia de cosas reales y tangibles». Esta impresión y esta influencia fueron más notables y duraderas en su patria, Andalucía. Todavía se califica allá de Séneca al hombre que destaca por su prudencia y sabiduría. El fondo cultural hispano-romano perduró en el alma de Andalucía durante siglos resistiendo, claramente diferenciado, a la invasión goda y a la musulmana, y constituyendo un factor importante en la génesis de nuestra nacionalidad a lo largo de la Reconquista. Y en este espíritu profundísimo, la influencia de Séneca siguió viviendo, inconscientemente, hasta nuestros días. La indolencia, la indiferencia fatalista ante cualquier suerte, el sentido humano, personal y compasivo son rasgos del espíritu español que deben mucho al senequismo. Hemos asistido, después de Aristóteles, a una continua reducción de los horizontes de la filosofía, que es propia de las épocas en decadencia. Estoicos y epicúreos se interesan solo por el problema ético de la «actitud del hombre frente a la vida», en vista de un fatalismo cosmológico que admiten con pesimismo sin demasiado análisis.

En Séneca la filosofía no será ni siquiera una ética teórica y rigurosa, sino solo una «consolación del hombre». Parece como si el mundo clásico grecolatino, cansado de vivir, buscase en la filosofía solo un consuelo a su tedio, a la consciencia dolorosa de su paso a la historia, de su muerte. Sin embargo, en la obra de Séneca no todo es caducidad y agotamiento: hay también como un germen de algo nuevo y esperanzador, el presentimiento gozoso de una renovación. Su siglo conoce ya, más o menos vagamente, el nacimiento y la irrupción de un espíritu nuevo: el Cristianismo. La fe de Cristo será, a partir de este siglo, como la tercera dimensión de la filosofía. Dijimos que la filosofía había nacido de la antítesis entre dos experiencias radicales: el mundo de los sentidos —concreto y móvil— y el de la razón —uno e inmutable—. A ellos habría de añadirse una tercera experiencia: la de la fe —la fe cristiana—, que, como un hecho radical e incontenible, cambiará la faz de la tierra, el modo de ser de los espíritus, y sacará un mundo nuevo de las ruinas —morales y materiales— del mundo antiguo. Pero la filosofía clásica, antes de morir, tendrá un fulgor postrero, una especie de canto de cisne. Será la reacción del mundo antiguo ante la nueva fe que llegaba desde el pueblo judío. De ella nace la filosofía alejandrina o neoplatónica, que veremos a continuación.

La Filosofía Alejandrina: Plotino

En el siglo I conoció Roma el hecho inesperado, extraordinario de la rápida difusión en su seno de la religión que predicó en Palestina un judío que, años atrás, había sido ajusticiado bajo el mando de un gobernador romano. No sirvieron las persecuciones ni los martirios ni los halagos para cortar aquel hecho insólito: no se trataba solo de gentes humildes, de esclavos o desheredados de la fortuna, sino que en las más altas clases de la sociedad romana se registraban también estas extrañas conversiones a la nueva religión extranjera. Esto era para la mentalidad romana inexplicable, simplemente absurdo; pero, además, humillante, ofensivo para su orgullo cultural y nacional. El pueblo judío era para los romanos un pueblo oriental, exterior a su cultura, un pueblo sometido a su imperio.

La venida de Cristo al mundo no solo determinó una nueva civilización, sino el hecho central de la historia universal. La cronología se cuenta hoy en todo lugar del planeta con referencia al nacimiento de Cristo, tanto para su posteridad como para los siglos históricos precedentes. Ante esta rápida invasión de la nueva fe, que trajo a la mente de todos una auténtica preocupación religiosa, reaccionó el espíritu greco-latino con una reviviscencia efímera pero vigorosa de su genio, que hubiera podido considerarse, en filosofía al menos, como agotado. Esta reacción dio lugar a un movimiento filosófico, un tanto artificioso y heterogéneo en sus ingredientes, que se llamó neoplatonismo. La sede de este nuevo movimiento filosófico fue la ciudad de Alejandría, donde, por su situación geográfica, se cruzaban culturas diversas y donde se formó un mundo cultural muy complejo. Había sido fundada esta ciudad por Alejandro Magno y convertida por sus sucesores en la metrópoli de la cultura griega; conquistada después por Roma, mantuvo por su situación un contacto permanente con las civilizaciones del Oriente próximo. De aquí que a este postrer período de la filosofía clásica se le conozca por el nombre de alejandrino.

La esencia de estos sistemas filosóficos, que constituyen una reacción defensiva de la cultura greco-latina, viene a ser esta: la verdadera sabiduría humana es la alcanzada por la filosofía, principalmente por el más alto y profundo de los filósofos, que fue Platón; las religiones positivas expresan no otra cosa que las verdades filosóficas, pero de un modo sencillo, concretado en mitos e imágenes, a fin de que puedan ser captadas por el pueblo. La religión, en una palabra, es una popularización de la filosofía, una filosofía para el pueblo. El saber filosófico se identifica para estos sistemas con el religioso, pero sobre la base de una supremacía o prioridad de aquel. Tres fueron las corrientes capitales del neoplatonismo alejandrino, correspondientes a las tres religiones que convivían en la Alejandría de aquellos tiempos: la pagana, la cristiana y la judía no cristiana. La misma irrupción del Cristianismo dio a conocer en el mundo mediterráneo la religión judaica y un miembro de la comunidad hebrea de Alejandría —Filón (s. I)— ensayó una síntesis entre su religión y la filosofía platónica, de la que no vamos a ocuparnos. Existe, en segundo lugar, un neoplatonismo pseudo-cristiano, que se llamó gnosticismo y será fuente de las primeras herejías del Cristianismo. Pretendían los gnósticos que existe un saber racional (gnosis) más alto que la fe (pistis), del que esta no representa más que una versión popular en símbolos y parábolas.

Existió, por fin, una tercera corriente en la filosofía alejandrina que pretendió esa misma síntesis, pero entre la filosofía platónica y el paganismo grecolatino. El fin de este movimiento era el de prestigiar ante el pueblo romano el politeísmo tradicional, que desde hacía siglos había caído en el mayor descrédito. La mitología pagana, lejos de ser residuo de una religiosidad primitiva, contendría, según esto, un gran valor simbólico, pues expresaría, de un modo plástico y popular, las profundas verdades que alcanzó la antigua filosofía. Esta concepción, que encontró en Plotino (204-270) un intérprete de primera fila, constituye la más íntegra y orgullosa reacción del espíritu clásico, que no acepta nada de las nuevas religiones orientales, sino que les opone paganismo y filosofía platónica, en estrecha unidad, como la única sabiduría humana y divina. El neoplatonismo de Plotino pretende ser una mera reviviscencia del pensamiento de Platón, ampliado y completado en ciertos puntos que el maestro dejó inéditos o inacabados. Pero, en realidad, se mueve ya en un mundo cultural completamente distinto: parte de una visión religiosa del problema metafísico y propende a soluciones panteístas y místicas, cosas todas bien ajenas al verdadero platonismo. Plotino es, en realidad, un pensador original que prolonga la línea de los grandes pensadores de la filosofía. Veamos cuál fue la esencia de su pensamiento.

Como los primeros filósofos, empieza Plotino por buscar la realidad originaria, que está en el fondo de todos los cambios. Esta había sido para Platón la idea de Bien, sol que ilumina a las demás ideas. Pero Plotino, por imperativo de su época, concibe ese principio de un modo religioso. Será para él un algo divino, a lo que llama el Uno, y de lo que tiene una concepción muy especial.

Cuéntase de un faquir indio que solía permanecer a orillas del Ganges en actitud meditativa, haciendo constantemente con su mano el signo de negar. Alguien averiguó lo que estaba haciendo en tan extraña actitud: el faquir estaba pensando en Dios. Para el faquir, Dios no era materia, ni espíritu, ni sustancia, ni accidente, ni esencia, ni existencia, ni siquiera ser; de Dios nada se podía afirmar porque está por encima de todos nuestros conceptos; de aquí que nuestro pensamiento acerca de Dios no pueda ser más que una continua negación y un superar cuanto de él pueda pensarse. Esta es la idea que de la realidad originaria posee Plotino: del Uno no pueden darse más que conceptos negativos; su mismo nombre de Uno es también negativo, porque indica no más que negación de pluralidad y de partes. Solo una cosa cabe decir del Uno según Plotino: que es causación constante, principio activo y causa de cuanto existe. Pero esta causalidad no la ejerce el Uno como el Dios de Aristóteles, moviendo desde fuera la cadena de las causas; ni como el Dios del Cristianismo, que crea de la nada un mundo distinto de Él: el Uno es causa de las cosas por emanación o extravasación de su propio ser. Como realidad plena, se expande por íntima necesidad, pero sin perder nada de su plenitud ni de su simplicidad. Como los rayos brotan del sol sin menoscabo de su realidad y producen una luz y un calor cada vez más débiles según se alejan de su origen, así el Uno produce las cosas reales de su propio ser en estratos cada vez más imperfectos a medida que de él se separan.

Estos estratos de ser son los que Plotino llama las causaciones cósmicas, que son, por este orden, el espíritu, el alma, las cosas singulares y la materia. El espíritu es una especie de imagen o duplicación del Uno, que Plotino concibe como el conjunto de las ideas que Platón suponía en el cielo empíreo. Al emanar el Uno fuera de sí, su ser se descompone en irisaciones múltiples, como la luz del sol a través de la lluvia. Estas son las ideas o realidades inteligibles, que poseen a la vez la unidad de su origen y la multiplicidad que procede de la contemplación.

La fuerza expansiva y creadora del Uno, descompuesta primero en la multiplicidad de las ideas, produce después las almas, que son la segunda de las causaciones cósmicas. El alma, como el Uno, es pura energía, actividad. La contemplación es su actividad esencial. Pero una especie de egoísmo, tendencia a limitar su expansión para concentrarse en sí, individualiza al alma y engendra las almas concretas, individuales, que son ya un estrato inferior en la cosmogonía o génesis del mundo. Las almas por una de sus caras miran a las ideas y las poseen de cierta manera, pero por la otra están vueltas hacia la materia. Ello hace que imprima, por medio de los conceptos —imágenes de las ideas—, una forma a la materia, dando lugar de este modo a las cosas concretas materiales, que poseen todavía un débil reflejo del espíritu. Las cosas concretas son así el tercer grado de las causaciones cósmicas. La materia, por fin, el último grado de esta jerarquía del ser, es lo ajeno al espíritu, algo informe, origen del mal y de la fealdad, principio ciego y opaco de negación, de limitación. Algo semejante al frío y silencioso vacío que rodea al ser y le sirve de fondo. Algo que origina, por el enfriamiento y la distancia, la imperfección y la debilidad de las cosas.

Este proceso degenerativo de las causas, que desde el Uno desciende a la materia, se completa, según Plotino, con otro de sentido inverso que asciende desde la materia, siguiendo la tendencia de los seres, hasta la eterna simplicidad del Uno. Cada grado de las cosas depende del anterior en cuanto a su origen, pero también en cuanto a su finalidad, pues a él aspiran todas según su propia naturaleza. El mundo tiene impresa en su ser una tendencia, que es, en definitiva, un retorno a la plenitud del Uno. El proceso primero de emanación era, sin embargo, necesario para que el espíritu penetrase hasta en la materia más rebelde a su recepción y fuese posible ese retomo de las cosas a su origen. Así, los seres materiales, concretos, poseen unas tendencias que les impulsan hacia la imitación de la idea o tipo específico que ha servido para su formación. El alma, que por su cara superior está en contacto con el mundo inteligible del espíritu, puede elevarse, por una purificación ascética, hasta la pura contemplación ideal, y de aquí a la unión mística con el Uno. Esta elevación puede realizarla el alma por tres vías diferentes: el ascetismo, que brota del amor y mata la tendencia material; la filosofía, que hace ver en las cosas concretas las ideas eternas; y el arte, que realiza en la materia la belleza inmarcesible del espíritu. De aquí puede originarse un momento decisivo y único: el íntimo olvido de la propia individualidad y la entrega inefable a la contemplación pura por la que el alma, saltando sobre su propio ser, se diviniza y retorna de este modo al simple y bienaventurado principio de lo que es. Así como un hombre que penetra en el tabernáculo del templo deja atrás las imágenes varias de los dioses para conocer al Dios verdadero, así también el alma traspasa la multiplicidad de las ideas para identificarse con el ser del Uno.

La filosofía de Plotino, y la de toda la época alejandrina, lejos de ser un verdadero neoplatonismo, constituye, como hemos visto, una especulación original en la que intervienen factores platónicos, aristotélicos y estoicos. Pero, sobre todo, hay que señalar en ella el desarrollo de aquellos gérmenes orientales —hindúes, sobre todo— que encontramos en el pensamiento de Platón, heredados de los pitagóricos. El principio emanatista de las causaciones cósmicas y la absorción final en el ser del Uno tienen una raíz esencialmente panteísta. Puede constituir un símbolo del ideal ético de Plotino aquel asceta hindú que, respaldado en el tronco de un árbol, permanecía en muda contemplación del Uno y Todo. Inmóvil y arrobado, pasó días y meses, sin advertir que los pájaros hacían nido en su cabellera, que sus brazos, rígidos y secos, se convertían poco a poco en ramas nudosas semejantes a las de aquel árbol, que la savia del propio árbol comenzaba a correr por sus venas, que todo él, en fin, era reasumido por el impulso ciego e impersonal de la vida y retornaba de este modo al alma de la naturaleza. Contra este germen panteísta que mata la dualidad del ser y la posibilidad de la acción, luchó desde sus orígenes la filosofía griega, y esta lucha constituyó la posibilidad misma de nuestra civilización y su impulso fecundo. Ahora, en esta postrer manifestación de aquella cultura y en su última decadencia, la vemos aceptar este monismo panteísta que conduce necesariamente al quietismo, a la inacción. Pero nuevos y providenciales elementos de civilización, cuyo origen estriba en ese hecho nuevo y central en la Historia que es la Encarnación del Verbo, preservarán para la humanidad aquel germen de verdad y de libertad, fecundándolo con una fe y una doctrina verdaderamente salvífica y humana.

LA FILOSOFÍA EN ROMA Y LA FILOSOFÍA ALEJANDRINA.

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