CÓMO ACOMPAÑAR EN EL CAMINO MATRIMONIAL. TEMA 2: ESTRUCTURA Y CONTENIDO DE UN CURSO DE PREPARACIÓN AL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO.

Continuación de Tema 1: Presentación y I. ¿Por qué casarse en la Iglesia?.

Por Juan María Gallardo.

José M. Calván (*)

1. Introducción 

La recepción de un sacramento requiere siempre una preparación adecuada de la persona que lo recibe y del ministro que lo confiere. En el matrimonio, donde ministro y sujeto coinciden, esta preparación es aún más necesaria. Así ha sido indicado por el Magisterio no solo en nuestros días sino también mucho antes de la crisis epocal del amor humano que caracteriza la cultura occidental desde la llamada revolución sexual.

Todo en el aula virtualhttps://sites.google.com/view/curso-para-agentes-pastorales/inicio

Quizás el ejemplo más evidente lo encontramos en la Casti connubii de Pío XI. Esta encíclica tiene numerosas referencias a la preparación para la recepción de los sacramentos, hasta el punto de que casi anticipa las diversas etapas que se indicarán en Familiaris consortio, comenzando por la fase remota. Pío XI fue también preciso en lo que se refiere a la preparación próxima, de modo que su enseñanza sigue siendo pertinente hoy.

Por tanto, al motivo fundamental derivado de la naturaleza sacramental del matrimonio se une la importante dificultad del hombre —en esta sociedad moderna a la que tanto le cuesta amar— para vivir ese amor genuino y puro que debería ser la base del matrimonio. Por desgracia es muy frecuente que quienes son llamados al doble papel de ministro y sujeto del sacramento no estén suficientemente preparados sobre la naturaleza de esa alianza natural que Cristo ha elevado a la dignidad sacramental.

Puesto que Cristo es el autor de los sacramentos y el origen de su eficacia sobrenatural, la preparación específica para el matrimonio debe consistir precisamente en promover la mayor identificación posible con Él por parte de los novios. De este modo los futuros cónyuges podrán sacar más provecho de la fuente de la gracia divina para continuar su vida matrimonial como un camino de santidad.

¿Cómo hacer comprender a los jóvenes bautizados, tal vez poco o nada practicantes de su fe e inmersos de modo acrítico en la cultura contemporánea, la conveniencia de emprender un camino de fe —vivida precisamente como identificación con Cristo— que difícilmente encuentra lugar en su visión del mundo? El único camino posible es centrarse durante su preparación para el matrimonio en las razones por las que ‘vale la pena’ fundar su amor sobre la ayuda de la gracia divina. La tarea pastoral y teológica consiste en leer y hacer entender en esta clave los requisitos esenciales de la naturaleza sacramental teniendo presentes las indicaciones magisteriales.

La exhortación apostólica postsinodal Familiaris consortio puede considerarse el momento culminante de las recomendaciones de la Iglesia, al menos desde el punto de vista de la exhaustividad y de la concreción de las indicaciones prácticas. Podemos resumir brevemente el número 66 del documento diciendo que san Juan Pablo II entiende que la preparación al sacramento del Matrimonio comienza mucho antes de la ceremonia: primero con la formación en la familia y luego en la comunidad eclesial y en la sociedad. Así se desprende de sus palabras: «Los cambios que han sobrevenido en casi todas las sociedades modernas exigen que no sólo la familia, sino también la sociedad y la Iglesia se comprometan en el esfuerzo de preparar convenientemente a los jóvenes para las responsabilidades de su futuro». Una preparación que en última instancia consiste en promover que los futuros esposos realicen su llamada a ser imagen de Dios en la entrega sincera del uno al otro.

Esta preparación se realiza en tres etapas. La primera, la preparación remota, comienza en la infancia y tiene a la familia como agente fundamental. A la familia se añade, en la fase siguiente de preparación próxima, una «nueva catequesis de cuantos se preparan al matrimonio cristiano (…) a fin de que el sacramento sea celebrado y vivido con las debidas disposiciones morales y espirituales». Parte fundamental de esta fase es la formación de los futuros esposos sobre todo lo que concierne al amor conyugal en todas sus expresiones, a la vida en común y a la paternidad. Por último, tenemos la indispensable preparación inmediata, que consiste en el examen canónico de los nubendi. Se trata de una ocasión muy útil para que los párrocos puedan constatar si la preparación de los novios es suficiente y detectar las eventuales deficiencias con tiempo para remediarlas.

Las indicaciones específicas, tanto a nivel del Magisterio universal como en el ámbito de cada Conferencia Episcopal son abundantes. Me remito por tanto a ellas en lo que se refiere a la concreta organización de los cursos prematrimoniales. En estas páginas ofreceré algunas sugerencias para adaptar el contenido sustancial de la preparación sacramental —la fe de la Iglesia en los sacramentos y, en particular, en el matrimonio— a las peticiones y preocupaciones presentes en el corazón de los jóvenes que desean unir sus vidas en la alianza conyugal. El objetivo será hacerles comprender que una vida de fe más plena y fundada en la gracia divina puede ser beneficiosa para su amor y su comunión personal. En estos tiempos en que la idea de amor está tan en el centro de las necesidades personales como vaciada de contenido, es esencial que se convenzan de que para asegurar la felicidad verdadera y duradera no bastan los afectos sinceros y profundos del corazón humano, sino que es necesario amarse con el amor de Dios que está en el corazón del creyente.

El papa Francisco, en la exhortación Amoris laetitia, sostiene también que la adecuada preparación de los jóvenes para el matrimonio no solo es buena para ellos sino también para toda la comunidad eclesial: «Invito a las comunidades cristianas a reconocer que acompañar el camino de amor de los novios es un bien para ellas mismas. Como bien dijeron los obispos de Italia, los que se casan son para su comunidad cristiana ‘un precioso recurso, porque, empeñándose con sinceridad para crecer en el amor y en el don recíproco, pueden contribuir a renovar el tejido mismo de todo el cuerpo eclesial: la particular forma de amistad que ellos viven puede volverse contagiosa, y hacer crecer en la amistad y en la fraternidad a la comunidad cristiana de la cual forman parte’ (Conferencia Episcopal Italiana, Comisión para la Familia y la Vida, Orientaciones pastorales para la preparación al matrimonio y a la familia, 22 de octubre de 2012)».

Con estas premisas sugiero un conjunto de temas que creo que deberían ser tratados en cada curso de preparación para la recepción del sacramento del matrimonio. Posteriormente trataré de justificar cada uno de los temas que lo conforman según las exigencias de la cultura actual. Este es el borrador esquemático del contenido:

1. Sacramentalidad del matrimonio:

• el matrimonio en el plan de Dios.
• fundamento bíblico.
• el matrimonio como institución natural.
• el matrimonio como sacramento de la Nueva Ley.
• institución y naturaleza de los sacramentos en general.
• el signo sacramental del matrimonio.
• los ministros del sacramento del matrimonio.
• el matrimonio en relación con los otros sacramentos.

2. Naturaleza del signo sacramental del matrimonio:

• importancia de asegurar la verdadera ‘materia’ del sacramento.
• características del verdadero pacto de amor que se convierte en sacramento.
• unidad: regalo total y exclusivo de la persona.
• indisolubilidad: don de toda la dimensión temporal de la persona.
• procreación: amor personal y fecundo, expresión del don total.
• cómo vivir la unidad y la indisolubilidad en la vida cotidiana. Las dificultades de la cultura actual.

3. Moral matrimonial en relación con la procreación:

• la sexualidad humana como don de sí mismo al otro.
• en la especie humana el valor primario de la sexualidad es la persona, no la especie.
• papel y lugar de la sexualidad en el amor conyugal.
• visiones erróneas del papel de la sexualidad en la persona y en la pareja.
• criterios morales sobre la sexualidad humana.
• positividad y santidad de la sexualidad conyugal.
• sexualidad y procreación: paternidad y maternidad responsables.
• criterios para un juicio ético de los métodos para limitar o evitar la procreación.

4. Las virtudes en la vida matrimonial

• naturaleza de las virtudes y su papel para una vida plena y feliz.
• necesidad de crecer y ‘ajustar’ la propia vida virtuosa al contexto matrimonial.
• las virtudes teologales en la vida matrimonial.
• la fe como certeza de la vocación matrimonial.
• la esperanza como confianza y seguridad en el devenir de la historia.
• la caridad como forma y culminación del amor conyugal.
• las virtudes cardinales en la vida matrimonial.
• la prudencia matrimonial: discernir y tomar las decisiones correctas para mantener y fomentar el amor.
• la justicia conyugal: dar y recibir la plenitud de la verdad personal. Sinceridad y transparencia.
• la fortaleza conyugal: afrontar sin miedo las dificultades inherentes a la debilidad de la criatura humana. Magnanimidad y paciencia.
• La templanza matrimonial: la justa búsqueda del placer en el amor de los cónyuges y en la familia.
La virtud de la humildad.

5. Información general sobre el papel de los esposos como padres.

6. Preparación litúrgica para la celebración del sacramento.

Obviamente el orden de los temas —excepto los dos últimos— puede y debe ser modificado según las necesidades de los participantes. Muchas veces, dependiendo de su familiaridad con las verdades de la fe, será más apropiado hablar primero de la naturaleza del amor —temas 2 y 4— y luego de su origen divino y la dimensión sacramental —tema 1— y de los aspectos morales —tema 3—.

2. Preparación para el Matrimonio en la situación actual

A la luz de la necesidad de amarse con el Amor de Dios que está en el propio corazón, vienen a la mente las palabras de Anselm Günthór: «Para comprender la revelación que Dios ha hecho sobre el amor que tiene por el hombre y sobre la vocación que este tiene de responderle con amor, es necesario haber tenido antes la experiencia de un amor interhumano auténtico, aunque sea solamente natural». No solo el amor humano necesita el Amor divino, sino que también el Amor de Dios requiere un corazón naturalmente capaz de amar. Se diría que esta capacidad natural debería considerarse innata. Todo ser humano sabe, en última instancia, que solo el amor es el motivo por el que vale la pena existir. Pero la palabra amor se presta, en sí misma, a una multitud de significados; tal vez sea el término dotado de una mayor gama de significados. Por eso la cita anterior de Günthór concluye con esta afirmación: «Una época determinada crea condiciones favorables o desfavorables en este sentido, según la posición que asigne o niegue al amor interpersonal».

La modernidad ha ¡do socavando poco a poco la idea de amor al asignar a esta palabra, más allá de las ‘buenas intenciones’ subjetivas, un significado real donde el referente no es la persona amada sino el placer que me puede producir: amamos más el hecho de ser amados que a la persona que nos ama. El olvido de la persona, consecuencia de la mentalidad racional del mundo actual, se traduce en la reducción del amor interpersonal a un intercambio de operaciones afectivas en las cuales la otra persona es necesaria pero no esencial ni insustituible. La tendencia a restringir la consideración de la persona a la dimensión funcional conlleva que el otro es visto solo en base al propio beneficio; en este sentido es sustituible en la medida en que otras realidades, personales o no, puedan proporcionar mayores beneficios.

Este paradigma moderno no satisface el corazón de los jóvenes, que ven en su amor el significado único de su existencia y por lo tanto quieren que sea eterno, pero al mismo tiempo se encuentran sin los recursos para asegurar que su amor se mantenga en el tiempo. Están convencidos de ‘lo hermoso que sería’ un amor para siempre, pero pocos se sienten capaces de cumplir este sueño; muchos incluso están convencidos de que es completamente imposible. Puesto que la amenaza del fin del amor se ve en cualquier caso como un motivo de sufrimiento, es común que vean el compromiso matrimonial como algo muy oneroso de lo que, en última instancia, es mejor mantenerse alejado. Aunque la condición matrimonial es la más normal y natural de la condición humana —por lo que toda persona debería ser suficientemente idónea y predispuesta a ella— es muy común encontrar en los individuos un fuerte temor que se manifiesta en la convicción de que nunca están preparados para este paso. El matrimonio requiere una buena dosis de esperanza.

Esta dificultad se agrava por el vínculo existente entre matrimonio y familia, y por el hecho de que la cultura contemporánea permite que muchas de las ventajas personales que antes solo se obtenían a través del matrimonio se puedan gozar sin el compromiso matrimonial. En consecuencia muchos jóvenes que ven el camino del matrimonio como algo muy difícil se sienten libres de emprender una vida sexual plenamente activa sin pensar, a menudo y como algo positivo, en la finalidad procreadora natural del amor. Muchos de ellos consideran que la separación entre la sexualidad y el matrimonio es algo natural y dan por sentado que debe ser así. Desde los años 50, con la llegada de la píldora de Pincus y la revolución sexual de Marcuse, no ha dejado de crecer en la cultura contemporánea esta convicción. De hecho, el descubrimiento de la anticoncepción hormonal ha proporcionado por primera vez a la humanidad un instrumento técnico para que lo que antes estaba limitado a la esfera privada pudiera asumir las connotaciones primero de una teoría antropológica y sociológica, y luego de una forma cultural dominante, al menos en los países occidentales.

Esto ha provocado que todo lo ‘natural’ que podía haber en el compromiso matrimonial en vista de la creación de una familia se haya convertido en una mera cuestión de opciones personales liberadas de cualquier vínculo. Desde este punto de vista, la condición previa para ‘unirse’ sería la mutua comprensión sexual, y por tanto la única preparación necesaria consistiría en el adiestramiento sobre las técnicas anticonceptivas. Paradójicamente, algo tan antinatural como la irrupción de los métodos de control de la natalidad ha llevado a muchos a considerar como ‘natural’ una vida sexual previa, activa e independiente del matrimonio. Para quien se ha criado en estas categorías tan limitadas no es fácil entender la necesidad de prepararse para lo que todos estamos aparentemente bien dotados por la naturaleza.

A esto se añade el hecho de que en nuestros días muchos jóvenes tienden a concebir el amor conyugal solo en términos de sentimiento, lo que lleva a no comprometer la totalidad de la persona en la donación mutua. Puesto que el amor emocional es fundamentalmente ‘centrípeto’, no se requiere una gran preparación para proceder a este tipo de unión: basta sentir la llamada, ‘intentarlo’, y seguir adelante siempre que vaya bien.

3. La demanda postmoderna de un amor auténticamente humano

Hay que decir sin embargo que, junto a los límites de la modernidad, hoy existe un fuerte impulso de cambio, una amplia conciencia de la necesidad radical de tomar un camino diferente. La postmodernidad relacional está redescubriendo el ser persona como elemento fundamental para interpretar de la realidad y para afirmar que la relación misma está en el origen de todo. La necesidad de tener relaciones verdaderas con uno mismo, con los demás y con el mundo exige una nueva actitud, en gran parte ausente en la modernidad, de amor al hombre y al cosmos. No se trata solo de amar como búsqueda del propio placer, sino de asegurar el bien estable y duradero de lo que es visto como el destino de la propia realización: el amor ‘centrífugo’ de benevolencia, querer el verdadero bien del otro en cuanto otro. En este punto resplandece con fuerza la idea bíblica y cristiana del amor conyugal como fundamento de toda otra posibilidad de amor: ser creado varón y mujer a imagen de Dios es la respuesta revelada al anhelo postmoderno de encontrar un fundamento para el ser relacional.

El paradigma de la relación subraya la condición personal y la sitúa por encima de las exigencias de la mera naturaleza. En el amor verdaderamente humano, el primer valor es la persona y no la naturaleza. La distinción entre naturaleza y persona significa también que el amor electivo ‘personal’ se distingue del amor ‘natural’, pero sin olvidar que la condición verdaderamente humana exige la unidad y la plena armonía entre las dos dimensiones. En última instancia, la distinción entre naturaleza y persona no puede ser vista como una oposición: ¡somos seres naturalmente personales! Lamentablemente en nuestros días no es difícil apreciar que para muchas personas esta armonización no se da por descontada, ya sea porque no se distinguen los dos elementos a armonizar —el amor se entiende solo como ‘natural’— o porque la armonización se intenta desde abajo —el amor natural rige sobre el amor personal—.

Una antropología correcta requiere que el amor personal sea el principio integrador en la armonía de la persona; solo cuando se es capaz de amar con amor personal, electivo y de benevolencia es cuando el amor natural y afectivo alcanzará su plenitud. Es cierto que el hombre no puede vivir sin afectos, pero estos deben formalizarse en el amor de benevolencia, sin el cual no se hacen verdaderamente humanos. Por el contrario, muchas veces es el amor de benevolencia el que da lugar a afectos donde ‘naturalmente’ no deberían surgir: una persona puede sentir verdadero afecto hacia otro que no es digno de merecer tal sentimiento, como puede suceder con una madre hacia un hijo abyecto o con un amigo hacia el amigo indigno.

Los jóvenes que se sienten ‘personalmente’ llamados al matrimonio pueden considerarse enamorados con amor de afecto y no tanto con amor de benevolencia. Aunque en muchos casos esto es cierto, también lo es que solo aquellos que son capaces de amar con benevolencia pueden experimentar el surgimiento del amor ‘natural’ como un verdadero afecto que les lleva a ver a la persona de la que se enamoran como algo bueno ‘en sí mismo’ antes de considerarla como algo bueno ‘para sí mismos’. Enamorarse conduce a un amor electivo, pero solo aquellos que son capaces de un amor electivo pueden enamorarse de una manera verdaderamente humana. Normalmente la experiencia de los jóvenes coincide al inicio con este patrón y es en fases posteriores al enamoramiento inicial cuando el poder de la atracción sexual puede distorsionar la relación; ahora bien, todos están de acuerdo en que el verdadero enamoramiento no empieza por ver en el otro o en la otra un compañero sexual. La atracción no es entre sexos sino entre personas sexuadas.

Estos son los presupuestos que creo que pueden convencer a los jóvenes de la conveniencia de profundizar en el primer tema del programa propuesto: el amor humano en el plan de Dios y su elevación al nivel sacramental en la Nueva Ley.

En esta misma perspectiva, el segundo tema debería proponerse subrayando la identidad entre la condición de validez del sacramento y la naturaleza del amor genuino, que es una respuesta al anhelo más profundo del corazón humano. En última instancia, el verdadero amor interpersonal y de entrega que la Iglesia señala a los nubendi no solo es condición para la validez del sacramento que pretenden administrar y recibir, sino también el elemento por el cual, como decíamos al inicio del epígrafe anterior, ‘vale la pena’ unirse en el sagrado vínculo del matrimonio.

Vehicular el impulso que lleva a los jóvenes a buscar la satisfacción afectiva a través del matrimonio requiere por tanto vincular este deseo afectivo con aquello que puede llevar a que el amor sea vivido en su totalidad. La Tercera Asamblea General Extraordinaria del Sínodo (5-19 de octubre de 2014), de la que procede Amoris laetitia, indicó un camino específico para alcanzar esta meta: «El desafío para la Iglesia es ayudar a los esposos a una maduración de la dimensión emocional y al desarrollo afectivo promoviendo el diálogo, la virtud y la confianza en el amor misericordioso de Pios».

Tres elementos, por tanto, se consideran esenciales en esta tarea pastoral: el diálogo, la virtud y la confianza en Dios.

4. Las exigencias del amor auténtico: el diálogo

El primero de estos tres elementos, el diálogo, no es simplemente la comunicación de un contenido intelectual, sino que está en relación con la naturaleza misma del amor de benevolencia. No es fácil en nuestros días pasar del amor afectivo ‘entre dos’, que sigue siendo ‘centrípeto’, al verdadero amor conyugal donativo ‘centrífugo’, del que nacen el verdadero afecto humano y el verdadero diálogo. Este diálogo es fruto de la entrega total a nivel de la dimensión intelectual del hombre, que hace que los esposos tengan una sola verdad y un solo amor y que, por tanto, puedan convertirse también en ‘una sola carne’. También el amor meramente afectivo requiere una gran comunicación vital, pero su dinámica es más bien de intercambio y no tanto de donación.

El amor humano de los cónyuges es pleno cuando ‘integra’ estos dos amores, afectivo y de benevolencia, en una única experiencia de vida común. Como hemos visto anteriormente, la integración de estos dos amores tiene lugar de forma descendente: mientras que el amor de benevolencia da lugar y aumenta el amor afectivo, este no da lugar al amor de benevolencia. Ciertamente se puede pasar del amor sensibilis al amor rationalis, pero este paso es el resultado de una acción libre y electiva. La conciencia de esta verdad debe ser adquirida a través de una adecuada formación de la libertad, que en condiciones normales tiene lugar durante la preparación remota al matrimonio. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la presión cultural que lleva a considerar el amor como un mero sentimiento y, por lo tanto, como algo que románticamente se ‘sufre’ más que ‘se elige’, está tan profundamente arraigada en la civilización moderna que parece ser dominante. A esto se añade el peso específico de la carga cultural negativa presente en muchos jóvenes, que hace que este tema sea central y urgente en la preparación próxima e inmediata. En efecto, el Magisterio de la Iglesia lleva mucho tiempo insistiendo en este punto.

En línea con la transmisión de los contenidos anteriores, los futuros esposos, al sentirse mutuamente atraídos —amor sensibilis—, toman conciencia de que el valor primario es la persona y no la especie, como en los animales; de que su amor es electivo, es decir, provocado por una elección mutua libre e incondicional, por la cual cada uno se autodestina a la plenitud personal del otro dando y recibiendo la palabra —diálogo— que expresa este destino mutuo. Por lo tanto, los nubendi deben estar seguros de su vocación «personal” y de su realización mutua en la communio personarum, es decir, en el hecho de que esta communio requiere como condición los tres bona: unidad, indisolubilidad y procreación. Considerar estos elementos no como simplemente deseados o meramente convenientes —lo cual es muy común en la presentación tradicional de los bona— sino como condiciones de amor personal auténticamente humano, no es fácil hoy en día. Creo que este es uno de los puntos centrales que es necesario ilustrar en la catequesis de preparación al matrimonio. De hecho, la demanda actual de plenitud emocional se cumple de forma duradera solamente cuando el amor electivo tiene estas condiciones.

Por otra parte, el signo sacramental del matrimonio da origen precisamente a un amor interpersonal con estas características. La unidad de dos individuos requiere fidelidad, no como exclusión de la infidelidad sino como realización del don total y mutuo de la persona: ninguno de los dos se reserva nada de la propia persona y, por lo tanto, no puede disponer de ello en la primera persona del singular. Del mismo modo, la indisolubilidad no es la negación del divorcio sino la expresión del hecho de que la donación que hace una persona, por su naturaleza histórica, requiere dar toda la propia temporalidad; la communio es siempre una tarea por realizar para que la persona tenga tiempo a su disposición, tiempo no ‘para dar’ sino ‘ya dado’. Finalmente, la procreación, es una manifestación adecuada del hecho de que el don mutuo, sin dejar de lado ninguna dimensión espaciotemporal, se realiza en la mayor intimidad posible de los cónyuges; muestra que la realidad so- mato-espi-tual del ser humano está vinculada por naturaleza a la transmisión de la vida.

Desde este punto de vista será fácil subrayar que la sexualidad dialógica y completa a que están llamados los cónyuges es ante todo manifestación y realización del don recíproco de la propia verdad y del propio amor, que se ponen a disposición del otro para alcanzar, en la máxima expresión de la comunión, la mutua perfección como personas: la persona se realiza en la comunión. Este es el objetivo que los cónyuges buscan en su vida sexual, sin excluir —es más, promoviendo— el placer individual que la sexualidad naturalmente conlleva; pero es importante que esta dimensión más ‘individual’ esté en el último lugar en la escala de valores. Los futuros cónyuges deben saber que este orden —primero, la donación y la aceptación de la propia identidad como persona sexual; segundo, la búsqueda de placer del cónyuge naturalmente añadida a esta donación, y finalmente la búsqueda de placer para uno mismo— no solo asegura la máxima felicidad en su donación, sino que también hace de su vida sexual un instrumento para aumentar, preservar y reparar el amor conyugal. Una inversión del orden, en cambio, haría que la sexualidad de la pareja comenzara a convertirse en un acto de dominación.

5. El amor auténtico requiere virtud

Después de haber comprobado la naturaleza dialógica del amor personal total, resulta evidente que alcanzar y mantener sus requerimientos a lo largo del tiempo no es tarea fácil. De hecho, en la cultura contemporánea dichos aspectos no suelen considerarse como los valores por los que ‘vale la pena’ este camino. Además, requieren condiciones personales que no son proporcionadas por la naturaleza sino que se adquieren solo con el compromiso y la formación, a través de actos libres de autodeterminación. Uno no está ‘listo’ para la vida matrimonial, y desde luego no es suficiente celebrar el matrimonio para prepararse. Sentir que el amor ‘vale la pena’ requiere un crecimiento en la virtud, de lo que se habla en el cuarto tema que hemos propuesto en el curso.

Es evidente que el concepto de virtud moral de la tradición socrático-aristotélica no está muy presente en la cultura contemporánea, por lo que hay que inculcar a los jóvenes su contenido adaptando adecuadamente el lenguaje y las formas de transmisión. En cualquier caso, es fundamental que comprendan que las virtudes morales son la interfaz a través de la cual la libertad personal, orientándose hacia objetivos positivos aún no alcanzados, conduce al perfeccionamiento del propio ser humano. Las virtudes intelectuales, por el contrario, también son necesarias para la vida matrimonial, pero conducen al perfeccionamiento solo de los aspectos específicos de las propias acciones. Este perfeccionamiento o excelencia de la persona virtuosa requiere el compromiso de adquirir hábitos operativos buenos y es la clave de una vida feliz que se logra alcanzando la mayor armonía posible entre uno mismo, los demás y el mundo.

La vida virtuosa es una unidad, por lo que el curso de preparación más que centrarse en ciertas virtudes consideradas como las más necesarias para la futura vida matrimonial, tratará de hacer comprender a los jóvenes los aspectos específicos para los que cada una de las facultades en que se estructura clásicamente la vida virtuosa —las virtudes cardinales— coopera para mejorar la vida matrimonial. Se puede resaltar que una cosa es vivir una cierta virtud como soltero y otra cosa es vivirla y desarrollarla como fundamento de una vida compartida.

La determinación del modo mejor de transmitir estos contenidos en la catequesis prematrimonial depende de muchos factores. Sin descuidar la dimensión comunitaria de la preparación, requiere una prioritaria atención personal a cada uno de los futuros cónyuges, como exige el segundo párrafo del canon 1063 del Código de Derecho Canónico al hablar de «la preparación personal para contraer matrimonio, por la cual los novios se dispongan para la santidad y las obligaciones de su nuevo estado».

En algunas ocasiones puede ser preferible hacer una exposición más ‘escolástica’ de las virtudes morales, recurriendo al esquema clásico de las cuatro virtudes cardinales aplicadas a la vida matrimonial; otras veces será preferible hacer una exposición más vital-existencial, insistiendo en las virtudes que más promueven la comunión personal, como la sinceridad o la humildad, pasando luego a las más prácticas como la magnanimidad o la paciencia.

Es evidente en todo caso que las virtudes de la vida matrimonial se desarrollarán sobre todo a partir de la celebración del matrimonio. Por este motivo tal vez sería más importante desde el punto de vista pastoral realizar cursos ‘postmatrimoniales’ que ayuden a los jóvenes casados a desarrollarlas. En este sentido, el párrafo 4 del canon que acabamos de mencionar insiste en la tarea de los pastores después de la celebración del matrimonio: «Por la ayuda prestada a los casados, para que, manteniendo y defendiendo fielmente la alianza conyugal, lleguen a una vida cada vez más santa y más plena en el ámbito de la propia familia».

Ya hemos dicho que la ayuda para el crecimiento en las virtudes matrimoniales será más necesaria después de la celebración del matrimonio. En consecuencia, una idea importante para transmitir a la pareja es que, si hay un verdadero diálogo entre ellos, con las características indicadas en el párrafo anterior, cada uno será para el otro la mejor guía hacia una vida virtuosa capaz de desarrollarse a lo largo de los años. De manera similar, en la medida en que el crecimiento de las virtudes mejore a las personas también permitirá y facilitará la tarea de la donación mutua. Cada cónyuge será por tanto el mejor instrumento posible para llevar a la perfección al otro. El diálogo conduce a la virtud y la virtud aumenta el diálogo.

6. Para que el amor dure se requiere confianza en Dios

El nacimiento del amor requiere el ejercicio de la esperanza. Pero para que no se quede solo en un deseo sino que se convierta en una confianza firme e inquebrantable, la esperanza tiene que ser teologal. Dicho de otro modo, la esperanza humana de un amor eterno solo puede alcanzar su perfección mediante la gracia santificante. La lúcida reflexión de Josef Pieper se puede aplicar también a la esperanza de una plena realización del amor esponsal: o es teologal o no es virtud. El diálogo y la virtud requieren confiarse a la gracia auxiliante de Dios.

Es el momento de recordar a los futuros esposos las palabras de san Juan Pablo II: «Pensáis en vuestra elección afectiva e imagino que estaréis de acuerdo: lo que verdaderamente cuenta en la vida es la persona con la que uno decide compartirla. Pero ¡atención! Toda persona es inevitablemente limitada, incluso en el matrimonio más encajado se ha de tener en cuenta una cierta medida de desilusión. Pues bien, queridos amigos: ¿no hay en esto algo que confirma lo que hemos escuchado al apóstol Pedro? Todo ser humano, antes o después, se encuentra exclamando con él: ¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Sólo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano».

Con esta idea, los nubendi aprenden que su amor y las virtudes con las que deben construirlo no dependen de sus limitadas fuerzas; su compromiso humano es necesario pero no suficiente, y por sí solos estarían sujetos a la decepción y al desgaste de la historia. La certeza de la duración de su amor está asegurada por el hecho de que se basa en una palabra dada y aceptada, una palabra que no es humana: deben ser conscientes de que tienen que tomar prestadas las palabras de vida eterna de Cristo para vivir su amor recíproco. En esto precisamente consiste la realidad sacramental del matrimonio.

Esta participación sacramental en el poder de Cristo se traduce dinámicamente en una nueva dimensión virtuosa que es recibida y no adquirida: la vida teologal. La palabra de vida eterna de Jesús, acogida con fe, se convierte en el motivo de una esperanza teologal; ya no es solo deseo humano sino una confianza inquebrantable que conduce a un amor esponsal que es verdadera caridad: para los esposos, la fe, la esperanza y la caridad hacia Dios son también fe, esperanza y caridad en su matrimonio. Las virtudes teologales se presentan como la capacidad dinámica concedida por la gracia para llevar a plenitud la lógica operativa de las virtudes morales. Estas a su vez se presentan a los futuros esposos como la realización práctica del amor plenamente humano.

Por otra parte, me parece que centrar el discurso sacramental en las tres virtudes teologales tiene la ventaja de ver la preparación inmediata de la liturgia —tema 6— no como un mero ‘ensayo de la ceremonia’ sino como una participación activa en el misterio de Cristo, de cuya Cruz se derrama el amor de Dios sobre los corazones de los esposos en virtud del Espíritu que reciben (cfr. Rm 5,5).

* Profesor ordinario de Teología moral de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz y de Antropología teológica en el Istituto di Scienze Religiose a/IApollinare. Esta contribución es una reelaboración parcial del contenido de mi intervención en el Congreso ‘Matrimonio e Famiglia, la questione antropológica’ de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (2015), publicada como / corsi di preparazione al matrimonio, en H. franceschi (ed.), Matrimonio e famiglia. La questione antropológica, Edusc, Roma 2015, pp. 323-333.

CÓMO ACOMPAÑAR EN EL CAMINO MATRIMONIAL. TEMA 2: ESTRUCTURA Y CONTENIDO DE UN CURSO DE PREPARACIÓN AL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí