DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO (21)

Por Silvio Pereira.

21. Un solo cuerpo en Cristo

Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. Pero teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es el don de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el ministerio; la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando. El que da, con sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad. Rom 12,4-8.

¿Qué hemos hecho nosotros hoy, estimado San Pablo, con la Iglesia que ustedes los Apóstoles nos han legado? Porque tú —que no solo aquí utilizas la analogía del cuerpo— y los demás varones apostólicos, tenían claro el principio fundamental de la eclesiología: la Iglesia es de Cristo, se funda en Cristo y sin Cristo no hay Iglesia. ¡En Cristo! Un axioma tan simple, evidente y de sentido común. Así la Iglesia en los orígenes, bajo esta sólida y apasionada convicción —«somos la Iglesia de Cristo»— crecía y se expandía y también podía hallar cohesión y unidad.

En este pasaje nos lo enseñas y además nos exhortas. El cuerpo es uno, somos como Iglesia un cuerpo en Cristo. Y cada uno de nosotros somos miembros de Cristo por su cuerpo la Iglesia. Esto supone una conciencia doctrinal y vital: ya no nos pertenecemos a nosotros mismos pues somos de Cristo, «un pueblo de su propiedad» como canta la Liturgia con toda su resonancia bíblica. He aquí el status básico de todo cristiano, su vocación y su dignidad: somos de Cristo que nos ha llamado, elegido y reunido en su Iglesia. Pues entonces esta pertenencia de todos a Cristo nos hace a unos miembros de los otros en un solo cuerpo. No solo es el Señor el cimiento sobre el cual se funda sino también el vínculo de ligazón —ya lo expresarás con aquella imagen de Cristo como piedra angular que traba toda la edificación—. La identificación eclesial con Cristo posibilitaba que la originalidad propia de cada hermano pudiese confluir en la convivencia comunitaria. El Señor había asignado a cada quien su función en el cuerpo y le había dotado de carismas y dones para ejercitarla en ese mismo cuerpo. Quien profetizaba era llamado a hacerlo en Cristo —y según Cristo— para sus hermanos los otros miembros en favor de un mismo cuerpo: tal era la medida de la fe propuesta y esperada. Por tanto, «si es el ministerio, en el ministerio; la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando», es decir cada quien en el lugar asignado por Dios y fiel al don concedido, responsable de su ejercicio frente al Señor y a los hermanos. Pero además, «el que da, con sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad». La adjetivación acerca del modo de ejercitarse como miembro del cuerpo se indica como prevención de conflicto o disgregación, apuntando a sostener la cohesión eclesial en la unidad que da la Caridad que es Dios.

Así la verdad acerca de la identidad de la Iglesia se proclamaba con paz y gozo pues básicamente se trataba de una experiencia de Amor. La Iglesia era y quería ser el Pueblo nacido del Amor de Cristo manifestado en su Pascua y era el ambiente fraterno donde se podía caminar juntos, permaneciendo y creciendo en la Vida Nueva hacia la Gloria, cuando la esposa se reencontrara plena y definitivamente con su Esposo.

Hoy no dudo que estas afirmaciones sean teóricamente sostenidas pero prácticamente se han tornado arduas. ¿Qué nos ha pasado? No estoy apuntando al pecado personal con sus diversas variantes que siempre lastiman al cuerpo eclesial; sino a una situación cultural muy extendida. Pues desde hace tiempo viene llegando hasta nuestros días la Modernidad. No pretendo abordarla en tan pocas líneas pero sin duda este movimiento sostiene la elevación del sujeto como uno de sus estandartes centrales. La primacía del individuo y sus derechos ha introducido un serio interrogante en la interacción entre la persona y la comunidad. Esta relación se ha tornado crispada y conflictiva. ¿Quién prima, instrumentaliza y limita a quién? ¿La comunidad al individuo o viceversa? Porque los sistemas de pensamiento han partido de cierta sospecha al parecer: en el naturalismo el individuo bueno es corrompido por el contacto con la sociedad y debe apartarse o mantenerla bajo vigilante distancia, en el idealismo el individuo alcanza su cumbre paradójicamente en la desindividuación y auto-conciencia en el espíritu absoluto y en el racionalismo se erige como pensamiento fundante y abarcativo de la realidad. Obviamente hago una síntesis simplista. Pero las consecuencias se leen por sus huellas en la historia.

Frente a los individuos rebeldes y remisos a ser reducidos a lo común la comunidad elabora estrategias uniformantes y totalitarias. Los individuos para resistir en su originalidad derivan en el relativismo y la anarquía. La fragmentación y el permanente conflicto de intereses parciales son propios de una cultura que no encuentra su fundamento aglutinante, ese dinamismo que haga converger a todos hacia sí y armonice la convivencia. Los procesos modernos han terminado —se los considere posmodernos o no— en un biocentrismo ecologista extremo que ve en el hombre todo el mal que sufre el mundo o en un falso endiosamiento de la subjetividad que no resiste la existencia de Dios y de un horizonte objetivo precedente. Un intento de suplantación ha surgido: el Estado en lugar de Dios y la política en vez de la Caridad. Me temo que muerto Dios, muerto el hombre. El horizontalismo revolucionario, negando el eje vertical y trascendente, nos ha sumido a todos en la ley de la selva —el hombre lobo del hombre y la supremacía del más fuerte— o en la sumisión a transitar anestesiados en un proyecto globalizado de consentida esclavitud conformista.

¿Los vientos de las doctrinas modernas han impactado de lleno en la Iglesia peregrina? Algo de ello habrá en ese tufillo cotidiano que huele a que la Iglesia es nuestra, demasiado nuestra. En ese obsesivo interés de inclinarlo todo reverencial, funcional y servilmente hacia el hombre, incluso a Dios y su Revelación. De hecho el espíritu de la época y la adaptación a la cultura vigente van erigiéndose como ley y medida para la valoración de lo auténticamente eclesial. ¿Y de dónde sino esta acentuación ideológica en la que se enciende el debate interno entre derechas e izquierdas, conservadores y progresistas? ¿De dónde este afán de democratización que tiene que ser empujado o por una autoridad absolutista —nepotista y poco colegial— o por una relativización doctrinal de los principios contenidos en e mismísimo Depósito de la Fe? También el cuerpo eclesial últimamente se manifiesta como disgregado y roto. Asombrosamente se vuelve habitual la retirada de sus miembros hacia una fe privatizada y rediseñada a medida del beneficiario. Como las estrategias de comunicación que instrumentalizando la participación de todos terminan asegurando que toda la vida eclesial quede en las manos de cada vez más pocos encumbrados. ¿Quizás también hayamos sido tentados por un fraternalismo horizontal y relativista?

Espero no haber sido inoportuno con mi digresión. Pero al dialogar con San Pablo y su analogía de la Iglesia como Cuerpo de Cristo no he podido sino querer religar a los suyos con su único Señor. ¿No debemos convertirnos y volver a Cristo? Sólo en Él podremos reconocernos verdaderamente hermanos y la originalidad de nuestras personas —con sus múltiples dones y carismas— converger en la unidad de un solo cuerpo. No hay cohesión gozosa posible que no surja de la Pascua y de Pentecostés. Al debilitar el teocentrismo eclesial, suplantándolo por un antropocentrismo moderno, lo que dejamos fuera de la Iglesia es nada más y nada menos que el Amor. ¿Con más hombre y cultura epocal a costa de menos Jesucristo y Revelación habrá más Caridad? Me temo que una Iglesia así se volvería inhospitalaria y caminaría como envuelta entre tristes sombras y angustiosas tensiones. Para mantenerse unida no le quedaría sino el recurso a una expectativa pueril y paternalista colocada sobre uno o más «iluminados fratres» y en su habilidad para hacer política. Sería la involución y el descenso de la Iglesia a una organización meramente mundanal.

El Padre Silvio Dante Pereira Carro es también autor del blog Manantial de Contemplación. Escritos espirituales y florecillas de oración personal y tiene el canal de YouTube @silviodantepereiracarro . Su perfil en Facebook es Pbro Silvio Dante Pereira Carro.

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO (21).

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