DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO (16).

Por Silvio Pereira.

16. LOS HIJOS DE LA PROMESA (I)

Digo la verdad en Cristo, no miento, —mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo—, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, —los israelitas—, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén. Rom 9,1-5.

Estimado Pablo, la caridad te urge y desearías entregarte a ti mismo en beneficio de tus hermanos israelitas, padecer tú en lugar de ellos incluso la separación de Cristo a quien tanto amas. Misterio doloroso sin duda, que el Pueblo de elección, tras su larga peregrinación y preparación en la historia, no haya podido aceptar en el Señor Jesús a Aquel Mesías anunciado, a quien con vigilante celo aguardaba. La cerrazón de Israel nadie perciba aquí antisemitismo alguno, junto al Apóstol debe ser para la Iglesia motivo de caritativa preocupación. ¿Cómo no desear que aquel pueblo, primer depositario de la Revelación divina, alcance la plenitud de la Verdad en Cristo? Por lo pronto San Pablo, abriéndonos su corazón sufriente, ensaya la comprensión de esta situación difícil.

No es que haya fallado la palabra de Dios. Pues no todos los descendientes de Israel son Israel. Ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos. Sino que «por Isaac llevará tu nombre una descendencia»; es decir: no son hijos de Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la promesa se cuentan como descendencia. Rom 9,6-8.

Evidentemente el punto de partida es afirmar que Dios no puede ser responsable del rechazo de su Gracia por el pueblo. Su Palabra viva y eficaz, poderosa y fecunda, no ha fallado. Es el corazón humano quien se ha endurecido hasta volverse casi impenetrable. Digo «casi» porque el Amor de Dios no puede ser vencido y ponemos nuestra confianza en su misericordioso rescate de nosotros. Pero, «no todos los descendientes de Israel son Israel». ¡Cómo no saberlo! También nosotros comprendemos que no todos los bautizados llevan vida cristiana. En este sentido es Saulo de Tarso, criado en la más firme tradición de los padres, quien llegando a ser Pablo de Cristo y Apóstol de los gentiles, expresa la plenitud vocacional a la que es llamado todo israelita.

«No son hijos de Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la promesa se cuentan como descendencia». Una vez más nos encontramos con este paradigma de comprensión tan propiamente paulino: la carne y el Espíritu, la letra de la Ley que mata y el Espíritu que da Vida. ¿Qué es ser hijo según la promesa pues? Ciertamente aquí se anuncia que la verdadera filiación pasa por vivir en sintonía con el espíritu de la promesa, es decir, con el plan de Salvación de Dios.

Porque éstas son las palabras de la promesa: «Por este tiempo volveré; y Sara tendrá un hijo». Y más aún; también Rebeca concibió de un solo hombre, nuestro padre Isaac; ahora bien, antes de haber nacido, y cuando no habían hecho ni bien ni mal —para que se mantuviese la libertad de la elección divina, que depende no de las obras sino del que llama— le fue dicho a Rebeca: El mayor servirá al menor, como dice la Escritura: Amé a Jacob y odié a Esaú. Rom 9,9-12.

Ponderando la primacía de la elección divina, que es anterior a nuestras obras, San Pablo coloca la filiación bajo la entera voluntad del Padre que llama.

¿Qué diremos, pues? ¿Que hay injusticia en Dios? ¡De ningún modo!, dice él a Moisés: Seré misericordioso con quien lo sea: me apiadaré de quien me apiade. Por tanto, no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia. Pues dice la Escritura a Faraón: Te he suscitado precisamente para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea conocido en toda la tierra. Así pues, usa de misericordia con quien quiere, y endurece a quien quiere. Rom 9,14-18.

La clara intención del Apóstol es confesar la prioridad del llamado misericordioso de Dios, tanto como que toda la historia se encuentra entre sus manos y bajo su plan providente. Obviamente surge el interrogante si tal afirmación es entendida mecánicamente pues, ¿dónde quedaría la libertad humana?, y por tanto ¿qué responsabilidad se nos podría exigir? Así mismo lo prevé Pablo.

Pero me dirás: Entonces ¿de qué se enoja? Pues ¿quién puede resistir a su voluntad? ¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló: «por qué me hiciste así»? O ¿es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y otras para usos despreciables? Rom 9,19-21.

Sin duda el Apóstol, que se anticipa a la debilidad de su argumento teológico, intenta dar una solución que sin embargo tampoco termina de romper con la objeción. Pues si nos hizo así, ¿qué culpa tenemos, verdad? Pero sinceramente creo que hay que rescatar el trasfondo implícito en la afirmación: Dios es Misterio y el Misterio de Dios y de su voluntad van más allá de cualquier comprensión humana. La fe bíblica muchas veces atestigua esta humilde y libre sumisión al Señor de la Sabiduría y la Gloria. Justamente la filiación debe apoyarse en esta confianza en el Padre que a veces parece superar con sus designios insondables nuestra capacidad racional. No se trata de caer en el fideísmo. Solo de aceptar que nos hallamos en la frontera del Misterio, justamente allí donde su riqueza desborda nuestra capacidad y su excedencia nos invita a ponernos de rodillas o postrarnos. Que la razonabilidad de Dios supere a la nuestra no la vuelve irracional. Entiendo que San Pablo experimenta al mismo tiempo la tragedia misteriosa de su pueblo como la santidad de Dios y se invita a sí mismo y a todos nosotros a una actitud humilde de fe, tan conforme al vínculo de la filiación.

Pues bien, si Dios, queriendo manifestar su cólera y dar a conocer su poder, soportó con gran paciencia objetos de cólera preparados para la perdición, a fin de dar a conocer la riqueza de su gloria con los objetos de misericordia que de antemano había preparado para gloria: con nosotros, que hemos sido llamados no sólo de entre los judíos sino también de entre los gentiles… Rom 9,22-24.

Claro que esta doctrina paulina sobre la predestinación es compleja de interpretar. De hecho en la historia del cristianismo ha sido propuesta numerosas veces de modo erróneo y herético. Como ya hemos comentado en otro artículo, debemos considerar que la omnisciencia de Dios —que eternamente penetra todos los tiempos y conoce absolutamente todo el universo creado de principio a fin— no quita nada de movimiento a la libertad humana y no exonera de responsabilidad personal a cada hombre que viene a este mundo. Que el Señor anticipe nuestra autodeterminación no significa que no nos siga llamando a la Gloria ni asistiendo con su oferta de Salvación. Uno podría preguntarse con tantos otros: ¿por qué Jesús eligió a Judas sabiendo que lo iba a traicionar? No lo indujo ni le obligó a traicionarlo, solo conoció que lo haría. Y lo eligió porque lo amaba. Justamente allí se manifiesta la exquisita fidelidad del amor divino y su inviolable respeto por nosotros.

El Padre Silvio Dante Pereira Carro es también autor del blog Manantial de Contemplación. Escritos espirituales y florecillas de oración personal y tiene el canal de YouTube @silviodantepereiracarro . Su perfil en Facebook es Pbro Silvio Dante Pereira Carro.

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO (16).

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